Corría el frío por Jaén. Un Gran Eje más solitario de lo normal y un cielo azul celeste emergían por la mañana. Nada parecido a la escena vivida los últimos días; gente por todos lados, coches yendo de un lado para otro, tiendas abiertas 12 horas al día. Hasta un calor extraño por los días en los que nos encontrábamos. Un nuevo año había empezado sin grandes cambios. Lo normal. Lo de siempre, más bien dicho.
Tras una inesperada decepción en una de las cafeterías favoritas de Cris (ahora ya exfavorita), nos montamos los 5 en el coche y nos dirigimos a Cazorla, pueblo situado en la montaña a más de 50km de la capital. Digo los 5 porque venía Fito, el tercero en discordia de la relación. El hijo perruno de Cris y, por ende, el mío.
Esos 50km, mientras que a uno de Menorca se le hacían eternos por ser algo inusual, eran algo normal para cualquier peninsular. Siempre recordaré los veranos en los que hemos ido y vuelto de Fuengirola a Cádiz en el transcurso de 12 horas. Toda una odisea para mí. Después de recorrer una hora de autopista y ver extensiones de campo y montaña a los lados llegamos a lo que parecía un pueblo sacado de un cuento. Una aldea, dicho en su mejor sentido, subida a una colina llena de casitas blancas con sus tradicionales tejas marrones, enmarcado por un frondoso verde con un castillo reinando en lo más alto.
Al bajar del coche y acercarnos a la playa mayor, la imagen de ese pueblo me iba resultando familiar. Tiendas de toda la vida -panaderías, bares, tiendas de fotografía-, un vecindario que parece de la misma familia, una única iglesia en todo el pueblo, niños corriendo por las calles como si fuera su casa… Me sonaba de algo todo eso. Hasta que caí. Ese pueblo, aunque no lo fuera, podría haber sido perfectamente el pueblo de Delibes en su camino. Nunca lo sabremos porque el autor no lo nombra en ninguna de sus páginas, aunque sí es verdad que nos lo sitúa en el norte (casi donde se encuentra Jaén, vamos). Esos niños que corrían como niños que eran podrían haber sido Daniel, el Mochuelo, la Uca-Uca o el Grescas viviendo alguna de las peripecias contadas en esa novela que se publicó en 1950.
Un libro que muestra, con una visión de una persona de hace 70 años, la realidad de los pueblos, algo que no ha cambiado tanto actualmente. Los pueblos siguen siendo ese escondite donde la gente de ciudad se refugia de los coches, del trabajo y se dedica a la naturaleza, a vivir el momento, a leer, donde tienen a sus verdaderos amigos de toda la vida, y donde las fiestas se celebran eternamente. Los pueblos también son de su gente, de la gente que vive allí todo el año, de la gente que trabaja para poder pagar su casa, de los que cuidan el campo, de los que están en el bar todo el día y de los que viven ahí porque lo pone su DNI solamente. Qué bien le hacen al mundo los pueblos, y que mal se lo recompensamos a veces. Y qué ganas tengo de leer Feria, otro libro que trata el mismo tema, con esta voz manchega que tanto caracteriza a su autora, Ana Iris Simón.
Ese día, si no voy equivocado, recorrimos el sendero del Rio Cerezuelo, uno de los más conocidos de la zona. Empezaba cerca de la Plaza Vieja y terminaba al lado de una casa rural, que bien cuidada, podría haber sido un hotel rural precioso -nosotros siempre tan soñadores-. Entre medias, dejamos atrás unos 45 minutos de subida en el que solo escuchábamos el agua del río bajar a nuestro lado. Aunque temíamos por Fito, le salió la vena de perro pastor y no había ser más feliz que él durante ese rato. Mis pintas no podían ser mejores: zapatillas blancas y una chaqueta con la que parezco Michelin. Me estaba asando de calor y no nos la podíamos quitar porque necesitábamos las dos manos, por si acaso, ¿sabéis? Para no caerse, vamos.
Una vez realizada la excursión, la cual os recomiendo encarecidamente, y con un ritmo de pulsaciones un pelín más alto de lo normal (aparte de por estar con ella -es broma. Lo leía y estaba viendo lo cursi que era), nos dirigimos al punto de inicio para tomarnos una buena y merecida cerveza. Ese es el culmen perfecto para cualquier plan. Nuestro clímax. Y así seguirá siéndolo, para muchos años más.
La comida, más autóctona imposible, estuvo al nivel del pueblo. Excelentemente deliciosa. Lagarto ibérico, patatas a lo pobre, migas y flamenquín de ciervo. Y para quien lo haya pensado, el lagarto no es una salamandra (y me incluyo en el grupo de los que lo pensó). También os digo que me oye un vegetariano y me crucifican, creo yo.
Así como Daniel el Mochuelo tuvo que abandonar su pueblo a los 11 años para poder tener un futuro más allá de la quesería de su padre, yo lo tuve que abandonar para volver a mi Menorca. Pero al menos ahora siempre que lea el libro tendré la imagen de Cazorla, con la Plaza Vieja, las pequeñas tiendas, casas rurales con ventanales de madera o el monte con el castillo a lo alto para recordar por qué es tan importante ese libro, y porque son tan importantes los pueblos. Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. No sé Mochuelo, yo me habría quedado, la verdad. Tú piénsatelo bien.