23 de noviembre de 2024

La M***cake.

En el corazón de Madrid, en la elegante calle Velázquez, se erigía una pastelería que no era solo un local de repostería, sino un emblema de lujo y exquisitez. Allí, en sus hornos consagrados al arte de las tartas de queso, se habían elaborado con meticulosa dedicación 5000 ejemplares de una de sus tartas más icónicas. Pero esta vez, no era solo una tarta: era el resultado de una alianza inédita y astuta entre la pastelería y Milfshakes, la marca emergente de un youtuber, Nil Ojeda. El encuentro entre sabor y estrategia de marketing había dado lugar a lo que muchos llamaban ya una obra maestra: una combinación de audacia, genialidad y, para quienes comprendían la jugada, pura perfección. I-de-a-za.

La historia comenzó en un viernes cualquiera, o más bien, en ese instante de expectativa cargada que marca el inicio de un fin de semana que promete ser distinto. A las cuatro de la tarde, Cris y yo, aún en casa, planeábamos enfrentarnos a una cola que se auguraba eterna. Sin embargo, justo antes de salir, la noticia llegó como un baldazo de agua fría: las tartas de aquel día, la codiciada M***cake, estaban agotadas. No había más. Ni una. Solo quedaban dos oportunidades, sábado y domingo, y aunque nos aliviaba no haber desperdiciado horas en una fila estéril, la sorpresa nos dejó perplejos.

¿Cómo era posible? ¿Tanta gente deseaba esa tarta? La incredulidad se mezclaba con fascinación a medida que los detalles llegaban: personas que habían llegado a las 4:30 de la madrugada para garantizar su lugar en la cola; chicos que se habían escapado de clases; parejas que habían viajado desde otras ciudades solo para saborear aquel postre convertido en fenómeno. Todo ello nos revelaba un escenario que, en su absurdo, rozaba lo épico. De pronto, entendimos que la competencia no era solo cuestión de tiempo, sino de voluntad, resistencia, y un fervor colectivo que transformaba una tarta en un símbolo. La duda se instaló como una sombra: ¿seríamos capaces de formar parte de esa pugna casi mítica? O, mejor aún, ¿valía la pena?

Por la tarde urdimos el plan, conscientes de que esta tarea sería más complicada de lo previsto. Y, para situaciones excepcionales, medidas excepcionales. La alarma estaba programada para las 7:45 de la mañana de un sábado, una decisión que no dejaba lugar a dudas: algo no iba bien en nuestras cabezas.

Madrid amanecía con el suelo húmedo, como si la ciudad hubiese recibido una visita nocturna de lluvia ligera, dejando un rastro que teñía el ambiente de una calma especial. Era uno de esos días en los que el aire parece llevar consigo un secreto, un enigma reservado para quienes se aventuran temprano. Las calles estaban desiertas, frías, y parecían custodiar un aura de intimidad que solo existe en la quietud matutina tras un festivo. Salí a pie, buscando el frescor que impregnaba el aire, ese mismo frío que parecía dispuesto a invadir manos, pies y cualquier rincón desprotegido.

A medida que me acercaba a Velázquez, comenzaron a surgir figuras humanas de lo que parecía ser una ciudad dormida. Como si hubiesen salido de escondites invisibles, se dirigían todas hacia un punto en común: la pastelería de Alex Cordobés. Había algo casi coreográfico en esa casualidad silenciosa, una anticipación compartida que impregnaba el aire, transformando una fría mañana en el preludio de algo extraordinario.

A las ocho de la mañana uno se consuela pensando que la cola quizá no será tan larga. Pero, por supuesto, la realidad siempre está dispuesta a abofetearte. La lluvia empieza a caer, aunque, afortunadamente, habíamos sido lo suficientemente sensatos como para llevar un paraguas. El cansancio de la madrugada había cedido ante la previsión, pero la pregunta seguía latente: ¿hasta dónde llegaría esa fila?

Al llegar a la esquina de Velázquez con Ayala, el panorama era justo el que habíamos anticipado: abarrotado. Sin embargo, la verdadera intriga comenzaba al intentar averiguar dónde terminaba todo aquello. Avanzamos, cruzando calles, y llegamos a Nuñez de Balboa. Según los relatos del día anterior, allí debía estar el punto final, la última persona en la cola. Y, en efecto, unos pasos más allá, apareció el rezagado que marcaba el final. Ese alguien que, de habernos levantado antes, habría quedado detrás de nosotros. Pero siempre hay alguien más rápido, y ese alguien, inevitablemente, está antes que tú.

Eran las 8:15 de la mañana. La lluvia se detuvo y, con ella, abro mi ejemplar de Ensayos críticos de Barthes, intentando concentrarme en las palabras mientras el frío se colaba entre los dedos. Sabía que la espera sería larga, demasiado larga. La tienda no abriría hasta las diez, y el tiempo se estiraba como una prueba de paciencia. A medida que pasaban los minutos, la fila crecía, interminable. Más personas llegaban, acudiendo como atraídas por un imán invisible, y el rumor empezó a extenderse: la cola alcanzaba ya Ortega y Gasset, dos manzanas más arriba. Una serpiente humana que parecía no tener fin.

Los minutos transcurren, y con ellos las páginas que voy leyendo, tratando de retener en mi mente la esencia de cada idea. Algunos minutos parecen desvanecerse con rapidez, como si quisieran ser olvidados; otros, en cambio, los releo, los subrayo mentalmente, atrapándolos en mi memoria con la esperanza de evocarlos en otro momento. 

La fila sigue creciendo, y con ella desfilan rostros de personas que, sabes o intuyes, no llegarán a probar la tarta. Es inevitable pensar en cómo sería todo si el destino me hubiera concedido otra posición, si yo fuera uno de esos afortunados con acceso directo. En esos pensamientos, absurdos, deseo por un momento ser un "influencer", que Nil me hubiera llamado el jueves para decirme: "Vente hoy, te dejo probarla antes que nadie." Qué fácil habría sido todo. Pero no. Allí estábamos. Resistiendo el frío, que parecía ya implacable, soñando con un café que habíamos evitado por miedo a retrasarnos y perder nuestro lugar en esta absurda pero imprescindible carrera.

—¿Por qué estáis todos esperando? —me pregunta una mujer mayor, con esa mezcla de curiosidad y desconcierto que provocamos todas esas personas algopadas a las paredes de su calle.

—Por una tarta de queso —respondo.

Cinco palabras que, en su sencillez, no logran capturar lo que realmente hay detrás. Más de 1500 personas, calculo yo, estábamos allí, resistiendo el frío, algunos desde las cuatro de la madrugada. Todo por una tarta de queso. Una colaboración, sí, con la marca de alguien que seguimos, de alguien que, de algún modo, nos conecta. Pero el dilema se instala y me hace reflexionar: ¿qué hacía diferentes las tartas de hoy respecto a las del jueves? ¿Era el sabor? ¿El rojo intenso? ¿La pegatina única en la caja? No, la verdadera diferencia no estaba en la tarta. La diferencia era toda esa gente reunida, todos compartiendo la extraña emoción de saber que esto no era algo ordinario. Que formábamos parte de un evento irrepetible. La diferencia estaba en ser uno de los pocos que podría vivir esta experiencia. Tres días. Solo tres días de tartas. La incertidumbre del sabor, el misterio de si lograríamos conseguirla, el rumor de un premio que no teníamos del todo claro cuál sería. Esa diferencia tenía un nombre: Milfshakes. Esa era la esencia de la marca: no solo venderte algo, sino hacerte parte de algo. Algo que, en aquel momento, se sentía tan único como la magia que Madrid exhalaba a las ocho de la mañana.

Ahora, en casa, con la tarta finalmente conquistada, todo toma un aire ceremonial. Como si hubiéramos traído un trofeo que merecía su propio rito. Las cucharas están listas. Nos preparamos para el primer bocado. La textura de Alex Cordobés no nos sorprende, conocemos su obra. Pero, aun así, esa primera cucharada tiene algo especial. La tarta, cremosa y aterciopelada, se desliza hacia la boca. Los ojos se agrandan. Las pupilas se dilatan. La lengua se rinde. Y el sabor es...***

¡Já! ¿Creíais que os iba a explicar el sabor? Os hubierais levantado a las 8, amigos. ¡Qué listos…!


17 de noviembre de 2024

La fragilidad que nos sostiene

Hay libros que uno sueña con escribir, como si al hacerlo pudiera plasmar en sus propias palabras todo aquello que resuena en el alma. Libros que llegan en un momento preciso de la vida, se adhieren a tus nervios y anidan en los recovecos de la mente, negándose a abandonarte. Algunos libros, de hecho, se convierten en un refugio tan íntimo que uno se sorprende soñando con releerlos, con redescubrir esa chispa que en su día encendieron. Claros ejemplos serían Marina o La Plaça del Diamant. Pero la realidad, cruel, nos recuerda que esas sensaciones son irrepetibles, porque el que lee ya no es el mismo, porque el tiempo ha cambiado tanto al lector como a la percepción de las palabras. Lo que quedó atrapado en aquellas páginas pertenece a un “yo” que ya no existe. Un “yo” que ya no estará más.

Fue Julia quien nos habló de Frágil hace un par de semanas. Era una noche de otoño húmeda, de esas que pretenden mojar el asfalto para dejar impregnada su fragancia, una noche típica de Dublín, en la que buscábamos un lugar en el que poder desarrollar nuestras ganas de hablar, discutir, reír. Entramos en La Armonía, bar modesto, uno de toda la vida, con pocos taburetes y mucha historia. Tenían grandes cervezas, y mejor aún, un aire de complicidad que se prestaba al tipo de debates en los que podías perderte sin temor al tiempo.

Julia, como siempre, fue el alma de la velada. Estaba “magnética”, como suele decir. Es una de esas personas que iluminan cualquier espacio con su sola presencia, que dicen lo justo, lo que se necesita, como si el mundo le hubiese otorgado un don especial para encontrar la palabra exacta. Tiene una risa contagiosa, pero también una habilidad aguda para desenmascarar argumentos flojos y exponerte, con sutileza y una sonrisa, a tus propias contradicciones. Si el destino fuera justo, Julia sería ministra algún día. Aunque, claro, tendríamos que guardar bajo llave cierto vídeo comprometedor que probablemente sería su ruina en un futuro menos idílico. No diré nada más. 

Esa noche, con la primera cerveza en la mano y su mirada brillante de entusiasmo, Julia nos habló de Belinda McKeon, una autora nacida en Longford en 1979, cuya novela Frágil transcurre en el Dublín de los años noventa. “Es uno de mis libros favoritos,” dijo Julia, con esa convicción que te obliga a escuchar. Cuando alguien afirma que un libro ha sido su favorito pueden darse dos posibilidades: la primera, o bien está exagerando y el entusiasmo no resiste un juicio crítico, o bien, como sucede en nuestro grupo, la valoración de Julia se convierta en universal y mayoritaria. 

El proceso se desarrolló más o menos así: Julia nos habló del libro, Pablo lo empezó a leer, y yo, tras asistir a una charla sobre Foucault, muy interesante, acabé sucumbiendo a la recomendación. Era inevitable; el destino parecía ya trazado. Además, acababa de terminar mi última lectura y me encontraba “libre”. Claro que, cuando un lector dice estar “libre” de lecturas, suele significar que tiene una lista de espera con al menos 40 títulos y no sabe por cuál decidirse. El último recomendado suele tener ese brillo especial de la novedad, y así fue como inicié Frágil.

“Fue el amigo de mi vida. Solo se tiene uno así en la vida, no puede haber dos.” Esta frase de James Salter en Años luz podría servir como epígrafe del libro. Frágil explora esa amistad única y extraordinaria que desafía los moldes establecidos, especialmente en la Irlanda de los años 90. Catherine y James, sus protagonistas, se enfrentan a una relación que trasciende lo común: una conexión que parece estar fuera del tiempo, pero profundamente influida por las tensiones y restricciones sociales de su entorno. Es una amistad tan intensa que se impregna del dolor del otro, un vínculo en el que la alegría puede volverse celos y las inseguridades individuales se mimetizan hasta que ambos cargan con el peso del otro.

McKeon ofrece un retrato profundamente íntimo de la juventud, ese tiempo en el que uno vive bajo la ilusión de que tiene todo el tiempo del mundo para entenderse a sí mismo. Su estilo, con ecos que inevitablemente recuerdan a Sally Rooney, nos sumerge en las dudas, las ansiedades y los pequeños triunfos de una generación que navega en busca de significado mientras tropieza con los límites de la sociedad que la rodea. Es un relato honesto y desgarrador de lo que significa encontrarse —y perderse— en los primeros pasos de la vida adulta.

Mientras leía el libro, las imágenes de un Dublín cambiante se materializaban a cada párrafo. Aquel Dublín de los noventa, aún cargado de sombras, pero vibrante con la promesa de algo nuevo, podría haber sido mi Menorca de los años de mi juventud. Las amistades que forjamos entonces, muchas de las cuales se disolvieron con el tiempo, compartían algo con lo que Julia describía: un carácter frágil y a la vez indestructible, como si su intensidad fuera suficiente para sostenernos, al menos mientras durara.

¿Hasta dónde estoy dispuesto a llegar para ayudar al otro? ¿Debo permitir que mi bienestar se hunda para que la otra persona pueda mantenerse a flote? Estas preguntas, que cruzaron mi mente a lo largo de la lectura, se sienten como el eje invisible de Frágil. El problema de Catherine, su dolor y su lucha interior, me resultaron tan palpables que los asumí como míos, trayendo a mi memoria esos momentos en los que, intentando aliviar el peso del otro, terminé cargando con una angustia que no era mía, descendiendo a un lugar del que después es difícil salir.

McKeon lo muestra con una sutileza que duele, como un hilo que se estira hasta romperse. En la desesperación por salvar al amigo, Catherine no solo pierde de vista las necesidades de James, sino las suyas propias, un dilema universal que también asoma en las palabras de Rilke: "El amor consiste en esto, que dos soledades se protejan, se limiten y se saluden." 

Frágil no ofrece respuestas claras, pero deja un eco en el lector, obligándonos a reflexionar sobre la naturaleza de nuestras propias relaciones y sobre cuánto estamos dispuestos a dar antes de perdernos en el proceso. Frágil es más que una historia de juventud. Es un espejo en el que uno se ve reflejado y también un recordatorio de que, como esos libros que soñamos con releer, la vida que vivimos nunca será igual a la que recordamos. Es un homenaje a esos años en los que cada encuentro, cada conversación, cada pérdida, parecía moldear quién éramos y quiénes seríamos, aunque solo más tarde pudiéramos comprenderlo.

En cada página, entre los silencios de Dublín y las palabras no dichas entre Catherine y James, resuena la universalidad de las relaciones humanas: lo complejo de querer y ser querido, de sostener y ser sostenido. Es un libro que no solo se lee, sino que se vive, dejando una huella indeleble que nos recuerda que, aunque las amistades puedan desvanecerse, su eco perdura en nosotros como un latido constante.


5 de noviembre de 2024

Paella de solidaridad. Consumo no apto para poli*****.

Confesaba ayer Pérez-Reverte, en un arrebato de sinceridad, su alivio al no encontrarse en la situación de ser un escritor joven, un novel atrapado en una época de autocensura, donde cada palabra debe medirse con una exactitud cirujana que convierte el arte de escribir en una suerte de cuerda floja. Con su particular ironía, el murciano declaró que ahora que había llegado a la serenidad de una edad madura, bien podía inclinarse a un “sofá y se*o” que se desprende de quien llega a su ocaso en paz. Años de haber trabajado para conseguir una reputación sólida y un archivo inmenso lo eximen de los temores que cercan a otros escritores de treinta años, en un mundo donde cada palabra puede volverse en su contra.  

Yo, desde luego, no soy escritor, ya me gustaría. Aunque me atrevo a soñar con que algún día podré llegar a serlo. Tan solo soy un simple chico de Menorca que escribe entradas en un blog y que está, frente a su chica, pidiéndole que siga queriéndolo. Pero en esta confesión de Reverte, encuentro un eco extraño, como si, de algún modo, hablara de este miedo que hoy parece atenazar cualquier forma de expresión. Valencia, y todo lo que trae a la mente su reciente catástrofe, se alza ante mí como un tema escabroso, por su crudeza, por las vidas que ha sacudido y por las que se ha llevado, pero también porque me deja, antes de escribir, en esa encrucijada que me recuerda que, por mucho que quiera expresar mis más sinceras emociones, esas que me dejan dormir intranquilo, hoy se me exige contenerme. Y entonces, me surgen las siguientes preguntas: ¿cómo plantear una entrada sobre el tema? ¿cómo no herir a personas diariamente agotadas y menos dispuestas a escuchar? ¿cómo no ofender sensibilidades cada día más tensas? ¿cómo decir lo que sentimos en lo más profundo de nuestro interior de forma que se entienda y no moleste a nadie? 

Vivimos en un tiempo complejo, en el que cada desastrosa tormenta que azota nuestros cimientos se destapa una verdad dolorosa: la sensación de que quienes dirigen nuestros destinos no siempre parecen moverse por nuestra seguridad o bienestar. La DANA, en toda su furia y devastación, ha sacado a relucir dos cosas: una trágica indiferencia institucional y, al mismo tiempo, una inesperada pero noble voluntad del pueblo. Como simples peones, luchamos por nuestra propia supervivencia, sabiendo que es probable que el de encima no luche, ni siquiera, porque saquemos la cabeza del infierno. Decenas, cientos y hasta miles de personas anónimas que de inmediato se han movilizado para aportar, para tender una mano y llevar alimentos, agua, lo que fuera necesario. Se movieron sin esperar órdenes, sin un cálculo previo, simplemente impulsados por la solidaridad frente a una desgracia común. En estos tiempos donde la fe en la humanidad es cada día menor, este acto nos ofrece un destello fugaz de algo que estaba casi olvidado, un resquicio de orgullo en nuestra sociedad, aunque sepamos que es una excepción, una chispa que arde ahora mismo, pero que, inevitablemente, y muy desgraciadamente, puede apagarse cuando vayan pasando los días. 

Y todo este caldo de cultivo, sumado a la tormenta y situación climática, que a corto plazo era difícilmente evitable -otro tema sería hablar de la posible prevención, aunque ya para futuros casos- acontece en un entorno en el que nuestras propias crisis, tanto la económica, como la social y ambiental, laten bajo el peso de la política, una política que ha alcanzado cada rincón de nuestras vidas. Nos golpea la paradoja de saber que somos un pueblo que lucha por sobrevivir en las calles mientras sus representantes se aferran a un juego de intereses y en la absurda disputa entre facciones. En tiempos como estos, en que la costa valenciana sufre el embate del agua y del abandono, veo a los políticos luchando, presencial y digitalmente, por conservar sus sillas, atadas no al servicio nuestro, sino al beneficio propio. Claro, hay excepciones, pocas, como Óscar Puente, cuya retransmisión por Twitter en medio de la tragedia de los trabajos de recuperación es una gestión de la comunicación que muchos podrían adoptar. Las redes sociales sirven también para decir, desde su móvil y sin tapujos, que alguien está actuando, que algo se hace. Aunque sea poco, al menos es una señal de que todavía quedan quienes recuerdan el sentido ese de la responsabilidad. 

El resto, en cambio, aunque no dudo que la situación es muy compleja, parecen atrapados en una inercia ya difícil de revertir, la de politizar hasta el acto más pequeño, de modo que las ayudas se miden más por quién la ofrece que por el bien que aportan. No me quiero meter más tampoco en política -es la autocensura de mi mente la que habla, no la de mi corazón-, porque no creo que sea el espacio para decir quién lo hace bien y quién lo hace mal. Todos sabemos cómo están las cosas. Lo inquietante es que, pase lo que pase, la impresión general es que nada va a cambiar, y la eterna lucha entre derecha e izquierda va a seguir siendo un desgastante enfrentamiento donde no se esbozan propuestas sino demostrar quién es el menos malo. 

Recordaba hoy, durante ese espacio de calma y reflexión de mi café mañanero, un episodio de The Crown. Ese episodio en el que la catástrofe de Aberfan paraliza a todo un país, debate a lo largo de sus 50 minutos, si la reina debe o no debe acudir al escenario de una catástrofe en la que se perdieron las vidas de 144 personas. Salían el domingo las imágenes del rey visitando Valencia y se ha abierto el mismo debate. ¿Debe uno ir o no ir? ¿Debe el rey mostrarse ante su pueblo, aunque pueda parecer un gesto vacío incapaz de consolar el dolor de todos esos miles de personas? En un desastre de tal magnitud, el momento preciso no existe. Siempre, y ahí reside su responsabilidad como figura pública, se corre el riesgo de llegar demasiado pronto o demasiado tarde, sin embargo, como ocurre en The Crown, la reina decide ir a Aberfan. Y ahí reside el quid de la cuestión: nunca se va a acertar en el momento tras una pérdida. Por lo tanto, independientemente del momento, el debate no debe estar sobre si presentarse o no en Valencia. Simplemente, su obligación es estar ahí, en cualquier momento. 

Para terminar, me gustaría cerrar esta reflexión con un recuerdo literario, con unas palabras de Diego Muzzio en la presentación de El ojo de Goliat. En la Argentina de los años 70, las novelas de terror eran vistas como un género banal que necesitaba una doble validación. Esa literatura, tan inusual en ese momento, tenía un punto político del miedo al otro que no era ajeno a la situación social que vivía el país. El terror estaba tan ahí, que escribir literatura de terror era escribir sobre la realidad, por lo que la mayoría de escritores imaginaron, no incorrectamente, que era mejor inventar una vida más fantástica y vivir en una realidad que no lo era tanto. A modo de escape. Sobre Valencia he dudado mucho, sobre escribir o quedarme mudo, sobre qué decir y cómo, sin embargo, creo que hay veces que a la realidad uno tiene que afrontarla de cara, sin temor. Porque, aunque la realidad no deja de ser terrorífica, no deja de ser real, y si bien los hombres pueden destruirse entre sí, también son capaces de extender una mano cuando todo se oscurece. Y eso, aunque solo dure el tiempo de una tormenta, es algo por lo que sentirse orgulloso.