Pablo Gallego, madrileño de verbo limpio y mirada sucia (en el buen sentido), se mete hasta la cocina en ese mundo que no necesita más tesis que una ronda bien tirada. Decide dejarse de academicismos y se lanza a retratar, sin escudo ni red, esa España que se escurre entre los dedos: la de las baldosas blancas con cenefa azul, la de la radio encendida a todo trapo, la de los bares que existían antes de que las cañas costaran cinco euros y vinieran con espuma de algas. Porque están los bares, y luego están los bares de verdad. Los que tienen las servilletas esas que no limpian pero decoran el suelo. Los que sirven bravas que abrasan la lengua y el alma. Los que aún ofrecen pinchos de tortilla con tanto pan que podrías emparedar una pena entera. Los que no han sucumbido a la tiranía del brunch, los que aún creen que un cortado puede arreglar una mañana. Esos bares, sí, son cápsulas del tiempo, pero no por nostalgia: por pura supervivencia.
Aunque claro, no todo es espuma de cerveza y miradas cómplices. También están los de siempre, los que se quedaron anclados en los ochenta, con comentarios que duelen más que el orujo. Están los camareros con manos de piedra pómez y corazón blandito. Están los olvidados, los que no salen en las estadísticas, los que coleccionan derrotas como si fueran sellos. Pero ¿acaso no somos todos un poco esa gente, aunque llevemos zapatos nuevos?
Y al final, cuando crees que ya lo has visto todo, Gallego te suelta una receta de tortilla como quien comparte un secreto de familia. Una receta que, si la miras bien, no se aleja tanto de cómo escribe él: huevos batidos con cuidado, patatas que han conocido el fuego lento, y un punto de sal que solo se consigue viviendo lo suficiente.
- ¿Sabes lo que pasa? Que cuando lo mezclas todo en un documento hay que removerlo lo justo. Lo mezclas, echas un poquito de sal y lo remueves todo, pero no demasiado. Nada de cebolla. La gente no sabe, pero la literatura es sin cebolla, de toda la vida. No la necesita. Yo le echo entre seis y ocho huevos, eso va en función de los párrafos. Si te gusta más jugosita, le echas más recursos. Bien de metáforas, pero no mucho. Nada más escribirlo, te esperas un rato y, cuando ya ves que tienes que darle la vuelta, subes el fuego y del otro lado lo dejas menos tiempo y listo. La literatura no es una ciencia exacta, quien te diga lo contrario miente. Se aprende a base de hacerla. Todos los días, y una y otra y otra. Y vas viendo. Yo hay días que he llegado a cocinar diez escritos de ocho huevos cada uno. Claro, que ya llega un momento en el que escribes automáticamente porque se te ha quedado. Escribo tan pim pam pim pam pim pam que se me olvida si les he echado, yo qué sé, sal. O una antítesis. Y a veces les echo sal dos veces, pero entonces le añado otro párrafo por si acaso, para que rebaje. La receta al final forma parte de ti, quiero decir, que vas viendo. Porque mira, al final te das cuenta de que a la gente le da igual. Unos días está mejor y otros días peor, pero no les va la vida. Siguen leyendo y te lo piden y se lo comen. Si no les gusta, ese día no te dicen nada, que yo me doy cuenta. Ahora, te digo una cosa, el día que te sale bien… Cucha, el día que tú sólo con estar batiendo los párrafos dices, uf, hoy sí, hoy estoy inspirao… Buah, el mejor párrafo de sus putas vidas.
Y entonces pasa lo que pasa: cierras el libro con la misma sensación que cuando sales del bar un martes cualquiera, habiendo dicho que solo ibas a tomar una. Pero claro, una cosa llevó a la otra. Una caña, una conversación, una risa, un recuerdo, una tristeza que se coló sin que nadie la invitara. Porque en el fondo, Bar Urgel no es un bar: es un espejo con olor a aceite recalentado donde nos vemos todos, un poco más rotos, un poco más vivos.
Pablo Gallego no solo escribe sobre bares. Escribe sobre lo que pasa cuando te sientas en una silla de formica y decides no mirar el móvil. Sobre lo que se cuece en una cocina pequeña donde siempre hay sitio para uno más. Sobre esa España que no es trending topic, pero que sigue ahí, aguantando el tipo, como un camarero con resaca un domingo por la mañana. Y tú, que pensabas que era solo otro libro sobre bares, acabas queriendo abrazar a todos los personajes, pedir otra ronda y, si te dejan, echar una mano con las patatas. Porque, al final, lo único que queremos es eso: un lugar donde volver sin tener que explicar nada. Aunque se llame Urgel. Aunque podría llamarse cualquier otra cosa.
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