A veces, en el metro, cruzo una mirada con alguien. No nos conocemos, pero sé que sabe. Sabe lo que es tener el acento un poco fuera de sitio, la ropa un poco distinta, la broma que no se entiende. Es una microcomunidad de un segundo. Un parpadeo. Y luego nada. Incluso en casa. Cris me entiende. No hace falta que diga nada. Ella ya lo sabe, porque lleva años maquillando algunas eses como quien se disimula un moratón con corrector barato. Porque sabe que a veces un acento no es solo un acento, es una condena. Un gesto. Una sospecha. Una manera de decir “no eres de aquí” incluso cuando naciste en la calle de al lado. Y es que en esa mirada ajena, en esa escucha que juzga, reside todo el peso. El filósofo Jean-Paul Sartre lo llamó 'la Mirada'. Decía que cuando nos sentimos observados, dejamos de ser dueños de nuestra propia existencia para convertirnos en un objeto en el mundo del otro. El acento, entonces, es la prueba sonora de esa Mirada. Nos cosifica, nos convierte en “el de fuera”, “la andaluza”, “el menorquín”. Dejamos de ser una persona para ser una categoría, una anécdota geográfica para el que escucha.
Y entonces llego a casa. Tengo el libro de Teju Cole, Papel negro, abierto sobre las rodillas. El sol de la tarde entra por la ventana y dibuja un rectángulo de luz en el suelo de madera. Es un sol de Madrid, un sol que no es el mío, aunque ya casi no recuerdo cuál era el mío. Llevo tantos días viviendo fuera de mi casa que "mi casa" es una idea, un eco, más que un lugar al que se puede volver sin que algo se haya roto por el camino.
Leo a Cole y siento esa sacudida que solo provocan las verdades que no sabías que necesitabas.Me lo escribe en la cara, sin pedir permiso. Él lo llama “africano”. Describe cómo es ser “africano” fuera de África, y lo define así: “compartir espacios mutuos con otros africanos y aprender a sentirse extranjero en la tierra extranjera”. Yo no soy africano, pero entiendo ese “africano” como una contraseña.
Subrayo la frase con rabia, con amor. La leo otra vez. Quito la palabra "africano" y pongo en su lugar "menorquín", "andaluza", "gallego en Lavapiés", "alemán en Malasaña". Pongo "el que se fue". Y la frase sigue funcionando con la precisión de un bisturí. Porque de eso va todo. Cuando vives fuera, desarrollas un radar. Un sexto sentido para detectar a los otros que, como tú, andan con el mapa de otro sitio metido en la cabeza.
Cole le pone nombre a la mirada en el metro. A la hermandad silenciosa en la cola del pan. “Africano” no es un pasaporte, es una condición. Es la patria portátil que construyes con los otros que también llevan la casa a cuestas. Es saber que tu normalidad es la excepción del otro, y en esa excepción compartida, en ese rincón, construyes un “nosotros” temporal, frágil, pero real. Un refugio hecho de sobreentendidos.
No es patriotismo, es otra cosa. Es un refugio. Es cruzarte con alguien en el supermercado y escuchar un acento que te transporta a mil kilómetros y a diez años atrás. Es ese gesto mínimo, esa mirada de un segundo que dice: "tú también, ¿eh?". Tú también sabes lo que es sentir una punzada de nostalgia por una marca de galletas que aquí no existe, celebrar algo que a nadie más le importa. Cole lo llama "compartir espacios mutuos". Yo lo llamo construir islas. Pequeñas balsas de entendimiento en un océano de códigos que no siempre manejas. Es aprender a ser extranjero, sí, pero sobre todo, aprender a reconocer a los tuyos en la extranjería. Los tuyos ya no son los de tu pueblo o tu bandera, son los que comparten tu misma condición de pieza desencajada.
Sigo leyendo y el libro me desarma de nuevo. Porque una vez que has aprendido a ser extranjero, una vez que esa conciencia se te ha pegado a la piel, ya no hay vuelta atrás. Y es ahí donde Cole me lanza la segunda piedra, una que me da en el centro del pecho, justo aquí, donde guardo las cosas que duelen: “A veces siento en mi cuerpo una pérdida paradójica: la pérdida del olvido. Me descubro echando de menos una época anterior en la que lo que sabía era contingente y estaba siempre protegido por lo que desconocía”.
La pérdida del olvido. Joder. Es eso. Es exactamente eso. Antes de irte, tú eres. No te lo planteas. Eres de tu ciudad, de tu familia, de tu barrio. Tu identidad es como el aire, está ahí y no piensas en ella. Pero cuando te vas, cuando te conviertes en "el otro", tu identidad se vuelve un objeto que tienes que explicar, defender, negociar. La miras tanto, la analizas tanto, que se vuelve pesada.
Y entonces echas de menos no saber. Echas de menos la simpleza de ser sin ser consciente de ello. La ignorancia como un colchón blandito que te protegía del mundo. Hay una palabra alemana, de esas que son una caja de herramientas en sí misma: Unheimlich. La acuñó Heidegger y significa “lo inhóspito”, lo no-hogareño. Es la sensación de extrañeza que te asalta en tu propio hogar, o el darte cuenta de que ya no tienes uno. Esa es la verdadera pérdida. No has perdido tu casa, has perdido la sensación de “estar en casa” en el mundo. Te has vuelto unheimlich para ti mismo. Ahora sé demasiado. Sé lo que es sentirme de ninguna parte. Sé lo que es sentirme parte de algo que no es mío. Sé lo que es que tu acento te delate. Sé lo que es la distancia. Y ese conocimiento es una carga. Es, como dice Cole, una pérdida que se siente en el cuerpo. Un cansancio en los hombros de tanto cargar con el propio pasaporte invisible.
Ahora, fuera, cada gesto es una declaración. Cada palabra. Cada silencio. Lo que antes era aire ahora es una piedra que llevo en el bolsillo. Y la toco constantemente para asegurarme de que sigue ahí. Recuerdo mi calle, mi gente, mis costumbres con una nitidez que duele, una claridad que solo da la ausencia. No puedo olvidar porque ya no estoy allí para darlo por sentado. He perdido el derecho al bendito olvido, a la ignorancia feliz de simplemente ser.
Papel negro no es un libro de ensayos. Es un espejo. Teju Cole escribe desde su experiencia nigeriana, americana, global, pero lo que hace es ponerle nombre a la cicatriz. La cicatriz que nos queda a todos los que un día nos dimos cuenta de que la única forma de entender "casa" era marchándose de ella. Y al hacerlo, perdimos para siempre el privilegio de olvidarnos de quiénes éramos. Ya no hay protección. Solo queda el saber, y el cuerpo que lo siente. El sol se ha ido, la página está en sombra, pero la frase de Cole sigue ardiendo.