Como día festivo que es, la oficina estaba cerrada. Y eso solo significa una cosa: o es un día en el que se puede dormir, o es un día en el que se pueden hacer cosas con la familia y amigos que normalmente no podemos. No por no querer, más bien por tiempo. Ay, el tiempo. Ese tiempo que tendremos cuando nos jubilemos, sin embargo, lo que no tendremos serán fuerzas para hacer todas las cosas que siempre hemos deseado.
En mi familia llevaban unos días ya de puente, o acueducto casi, porque llevan 5 días de vacaciones. Trabajar en el colegio tiene esa ventaja: vacaciones cuando la conselleria manda. Y si la conselleria dice que hay puente, hay puente. Y vamos si hay puente. Yo me lo he tomado de otra forma. Puente no tenía, pero me he puesto enfermo con anginas, y de los 5 días, 4 he estado en casa sin moverme. Unas grandes vacaciones, depende de como se mire.
Hoy, ya casi al 100% recuperado, aunque nunca se esté del todo perfecto, nos hemos liado la manta a la cabeza, hemos arrancado el coche y nos hemos dirigido al norte. Y tan al norte. Cala el Pilar era nuestro destino, aunque no en sí su playa, sino una que se encuentra al lado. Tiene tantos nombres que no sé si me acuerdo de uno: Racó de’n Bombarda. O Cala Alforinet. Ni idea. Algo de eso me suena.
Llevábamos los tres nuestras ropas más excursionistas, la mochila con agua, por si acaso siempre, y nuestros móviles. Uno nunca sabe cuando lo puede necesitar. El Camí de Cavalls nos aguardaba, lleno de árboles de todo tipo y bichos que se pegaban a ellos rogando una vida más. Había procesiones de orugas por todos lados, buscando árboles donde pegarse, pero a la velocidad con la que iban, va a llegar el verano y seguirán ahí, paseando. También había más familias, disfrutando de sus días de fiesta, o puente. O lo que sea. Durante esas excursiones es el único momento en el que la gente que por la calle no te saludaría, básicamente porque no te conoce, suelta un “Hola”, o un “Bon dia” que se ve normal, a pesar de no saber quien es. La cosa es que no pasa con algunos, no. Pasa con todos, y si van separados, varias veces.
Poco a poco nos hemos ido acercando a la playa. Tocaba subir una montaña, y se nota en las piernas el año de jugar a baloncesto. Menos mal del físico y de mis entrenadores personales en los que se han convertido mis amigos. Sin ellos habría costado más.
El aliciente para llegar a la playa no era ni un picoteo, ni encontrarme a Cristina, sino ver una playa llena de piedras redondas gigantes en las que uno se podía sentar. O esa era la leyenda. Lo que hemos visto desde lejos eran piedras normales que no valían la hora de andar que habíamos recorrido. Pero una vez hemos estado cerca de esa “arena” formada por los macs, o mags, que así se llama este tipo de piedras en Menorca, ya ha sido otra cosa bien distinta. No te podías sentar encima, pero poner los dos pies a la vez, sí. Y eso mola.
La subida luego, bueno. Horrible, la verdad. Larga y pronunciada, pero qué le vamos a hacer, this is Menorca. Bonita y con cuestas a partes iguales. Siempre estoy diciendo que me encanta Madrid, que es la ciudad donde quiero vivir, que la vida en esa ciudad es (casi) perfecta, pero sé que donde siempre querré volver, porque como en ese sitio, en ninguno, es a casa. A mi mar azul y prados verdes. A mi Menorca.
Porque no vale solo celebrarlo el día 1. De nuestras queridas islas se es todos los días del año o no se es. Aunque al resto del mundo os digo: si queréis playita, buen tiempo, fiestas, bienestar y tranquilidad… Yo no me lo pensaría. Al menos, para el día 1. Feliz día de las Baleares.
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