Fue Julia quien nos habló de Frágil hace un par de semanas. Era una noche de otoño húmeda, de esas que pretenden mojar el asfalto para dejar impregnada su fragancia, una noche típica de Dublín, en la que buscábamos un lugar en el que poder desarrollar nuestras ganas de hablar, discutir, reír. Entramos en La Armonía, bar modesto, uno de toda la vida, con pocos taburetes y mucha historia. Tenían grandes cervezas, y mejor aún, un aire de complicidad que se prestaba al tipo de debates en los que podías perderte sin temor al tiempo.
Julia, como siempre, fue el alma de la velada. Estaba “magnética”, como suele decir. Es una de esas personas que iluminan cualquier espacio con su sola presencia, que dicen lo justo, lo que se necesita, como si el mundo le hubiese otorgado un don especial para encontrar la palabra exacta. Tiene una risa contagiosa, pero también una habilidad aguda para desenmascarar argumentos flojos y exponerte, con sutileza y una sonrisa, a tus propias contradicciones. Si el destino fuera justo, Julia sería ministra algún día. Aunque, claro, tendríamos que guardar bajo llave cierto vídeo comprometedor que probablemente sería su ruina en un futuro menos idílico. No diré nada más.
Esa noche, con la primera cerveza en la mano y su mirada brillante de entusiasmo, Julia nos habló de Belinda McKeon, una autora nacida en Longford en 1979, cuya novela Frágil transcurre en el Dublín de los años noventa. “Es uno de mis libros favoritos,” dijo Julia, con esa convicción que te obliga a escuchar. Cuando alguien afirma que un libro ha sido su favorito pueden darse dos posibilidades: la primera, o bien está exagerando y el entusiasmo no resiste un juicio crítico, o bien, como sucede en nuestro grupo, la valoración de Julia se convierta en universal y mayoritaria.
El proceso se desarrolló más o menos así: Julia nos habló del libro, Pablo lo empezó a leer, y yo, tras asistir a una charla sobre Foucault, muy interesante, acabé sucumbiendo a la recomendación. Era inevitable; el destino parecía ya trazado. Además, acababa de terminar mi última lectura y me encontraba “libre”. Claro que, cuando un lector dice estar “libre” de lecturas, suele significar que tiene una lista de espera con al menos 40 títulos y no sabe por cuál decidirse. El último recomendado suele tener ese brillo especial de la novedad, y así fue como inicié Frágil.
“Fue el amigo de mi vida. Solo se tiene uno así en la vida, no puede haber dos.” Esta frase de James Salter en Años luz podría servir como epígrafe del libro. Frágil explora esa amistad única y extraordinaria que desafía los moldes establecidos, especialmente en la Irlanda de los años 90. Catherine y James, sus protagonistas, se enfrentan a una relación que trasciende lo común: una conexión que parece estar fuera del tiempo, pero profundamente influida por las tensiones y restricciones sociales de su entorno. Es una amistad tan intensa que se impregna del dolor del otro, un vínculo en el que la alegría puede volverse celos y las inseguridades individuales se mimetizan hasta que ambos cargan con el peso del otro.
McKeon ofrece un retrato profundamente íntimo de la juventud, ese tiempo en el que uno vive bajo la ilusión de que tiene todo el tiempo del mundo para entenderse a sí mismo. Su estilo, con ecos que inevitablemente recuerdan a Sally Rooney, nos sumerge en las dudas, las ansiedades y los pequeños triunfos de una generación que navega en busca de significado mientras tropieza con los límites de la sociedad que la rodea. Es un relato honesto y desgarrador de lo que significa encontrarse —y perderse— en los primeros pasos de la vida adulta.
Mientras leía el libro, las imágenes de un Dublín cambiante se materializaban a cada párrafo. Aquel Dublín de los noventa, aún cargado de sombras, pero vibrante con la promesa de algo nuevo, podría haber sido mi Menorca de los años de mi juventud. Las amistades que forjamos entonces, muchas de las cuales se disolvieron con el tiempo, compartían algo con lo que Julia describía: un carácter frágil y a la vez indestructible, como si su intensidad fuera suficiente para sostenernos, al menos mientras durara.
¿Hasta dónde estoy dispuesto a llegar para ayudar al otro? ¿Debo permitir que mi bienestar se hunda para que la otra persona pueda mantenerse a flote? Estas preguntas, que cruzaron mi mente a lo largo de la lectura, se sienten como el eje invisible de Frágil. El problema de Catherine, su dolor y su lucha interior, me resultaron tan palpables que los asumí como míos, trayendo a mi memoria esos momentos en los que, intentando aliviar el peso del otro, terminé cargando con una angustia que no era mía, descendiendo a un lugar del que después es difícil salir.
McKeon lo muestra con una sutileza que duele, como un hilo que se estira hasta romperse. En la desesperación por salvar al amigo, Catherine no solo pierde de vista las necesidades de James, sino las suyas propias, un dilema universal que también asoma en las palabras de Rilke: "El amor consiste en esto, que dos soledades se protejan, se limiten y se saluden."
Frágil no ofrece respuestas claras, pero deja un eco en el lector, obligándonos a reflexionar sobre la naturaleza de nuestras propias relaciones y sobre cuánto estamos dispuestos a dar antes de perdernos en el proceso. Frágil es más que una historia de juventud. Es un espejo en el que uno se ve reflejado y también un recordatorio de que, como esos libros que soñamos con releer, la vida que vivimos nunca será igual a la que recordamos. Es un homenaje a esos años en los que cada encuentro, cada conversación, cada pérdida, parecía moldear quién éramos y quiénes seríamos, aunque solo más tarde pudiéramos comprenderlo.
En cada página, entre los silencios de Dublín y las palabras no dichas entre Catherine y James, resuena la universalidad de las relaciones humanas: lo complejo de querer y ser querido, de sostener y ser sostenido. Es un libro que no solo se lee, sino que se vive, dejando una huella indeleble que nos recuerda que, aunque las amistades puedan desvanecerse, su eco perdura en nosotros como un latido constante.
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