5 de noviembre de 2024

Paella de solidaridad. Consumo no apto para poli*****.

Confesaba ayer Pérez-Reverte, en un arrebato de sinceridad, su alivio al no encontrarse en la situación de ser un escritor joven, un novel atrapado en una época de autocensura, donde cada palabra debe medirse con una exactitud cirujana que convierte el arte de escribir en una suerte de cuerda floja. Con su particular ironía, el murciano declaró que ahora que había llegado a la serenidad de una edad madura, bien podía inclinarse a un “sofá y se*o” que se desprende de quien llega a su ocaso en paz. Años de haber trabajado para conseguir una reputación sólida y un archivo inmenso lo eximen de los temores que cercan a otros escritores de treinta años, en un mundo donde cada palabra puede volverse en su contra.  

Yo, desde luego, no soy escritor, ya me gustaría. Aunque me atrevo a soñar con que algún día podré llegar a serlo. Tan solo soy un simple chico de Menorca que escribe entradas en un blog y que está, frente a su chica, pidiéndole que siga queriéndolo. Pero en esta confesión de Reverte, encuentro un eco extraño, como si, de algún modo, hablara de este miedo que hoy parece atenazar cualquier forma de expresión. Valencia, y todo lo que trae a la mente su reciente catástrofe, se alza ante mí como un tema escabroso, por su crudeza, por las vidas que ha sacudido y por las que se ha llevado, pero también porque me deja, antes de escribir, en esa encrucijada que me recuerda que, por mucho que quiera expresar mis más sinceras emociones, esas que me dejan dormir intranquilo, hoy se me exige contenerme. Y entonces, me surgen las siguientes preguntas: ¿cómo plantear una entrada sobre el tema? ¿cómo no herir a personas diariamente agotadas y menos dispuestas a escuchar? ¿cómo no ofender sensibilidades cada día más tensas? ¿cómo decir lo que sentimos en lo más profundo de nuestro interior de forma que se entienda y no moleste a nadie? 

Vivimos en un tiempo complejo, en el que cada desastrosa tormenta que azota nuestros cimientos se destapa una verdad dolorosa: la sensación de que quienes dirigen nuestros destinos no siempre parecen moverse por nuestra seguridad o bienestar. La DANA, en toda su furia y devastación, ha sacado a relucir dos cosas: una trágica indiferencia institucional y, al mismo tiempo, una inesperada pero noble voluntad del pueblo. Como simples peones, luchamos por nuestra propia supervivencia, sabiendo que es probable que el de encima no luche, ni siquiera, porque saquemos la cabeza del infierno. Decenas, cientos y hasta miles de personas anónimas que de inmediato se han movilizado para aportar, para tender una mano y llevar alimentos, agua, lo que fuera necesario. Se movieron sin esperar órdenes, sin un cálculo previo, simplemente impulsados por la solidaridad frente a una desgracia común. En estos tiempos donde la fe en la humanidad es cada día menor, este acto nos ofrece un destello fugaz de algo que estaba casi olvidado, un resquicio de orgullo en nuestra sociedad, aunque sepamos que es una excepción, una chispa que arde ahora mismo, pero que, inevitablemente, y muy desgraciadamente, puede apagarse cuando vayan pasando los días. 

Y todo este caldo de cultivo, sumado a la tormenta y situación climática, que a corto plazo era difícilmente evitable -otro tema sería hablar de la posible prevención, aunque ya para futuros casos- acontece en un entorno en el que nuestras propias crisis, tanto la económica, como la social y ambiental, laten bajo el peso de la política, una política que ha alcanzado cada rincón de nuestras vidas. Nos golpea la paradoja de saber que somos un pueblo que lucha por sobrevivir en las calles mientras sus representantes se aferran a un juego de intereses y en la absurda disputa entre facciones. En tiempos como estos, en que la costa valenciana sufre el embate del agua y del abandono, veo a los políticos luchando, presencial y digitalmente, por conservar sus sillas, atadas no al servicio nuestro, sino al beneficio propio. Claro, hay excepciones, pocas, como Óscar Puente, cuya retransmisión por Twitter en medio de la tragedia de los trabajos de recuperación es una gestión de la comunicación que muchos podrían adoptar. Las redes sociales sirven también para decir, desde su móvil y sin tapujos, que alguien está actuando, que algo se hace. Aunque sea poco, al menos es una señal de que todavía quedan quienes recuerdan el sentido ese de la responsabilidad. 

El resto, en cambio, aunque no dudo que la situación es muy compleja, parecen atrapados en una inercia ya difícil de revertir, la de politizar hasta el acto más pequeño, de modo que las ayudas se miden más por quién la ofrece que por el bien que aportan. No me quiero meter más tampoco en política -es la autocensura de mi mente la que habla, no la de mi corazón-, porque no creo que sea el espacio para decir quién lo hace bien y quién lo hace mal. Todos sabemos cómo están las cosas. Lo inquietante es que, pase lo que pase, la impresión general es que nada va a cambiar, y la eterna lucha entre derecha e izquierda va a seguir siendo un desgastante enfrentamiento donde no se esbozan propuestas sino demostrar quién es el menos malo. 

Recordaba hoy, durante ese espacio de calma y reflexión de mi café mañanero, un episodio de The Crown. Ese episodio en el que la catástrofe de Aberfan paraliza a todo un país, debate a lo largo de sus 50 minutos, si la reina debe o no debe acudir al escenario de una catástrofe en la que se perdieron las vidas de 144 personas. Salían el domingo las imágenes del rey visitando Valencia y se ha abierto el mismo debate. ¿Debe uno ir o no ir? ¿Debe el rey mostrarse ante su pueblo, aunque pueda parecer un gesto vacío incapaz de consolar el dolor de todos esos miles de personas? En un desastre de tal magnitud, el momento preciso no existe. Siempre, y ahí reside su responsabilidad como figura pública, se corre el riesgo de llegar demasiado pronto o demasiado tarde, sin embargo, como ocurre en The Crown, la reina decide ir a Aberfan. Y ahí reside el quid de la cuestión: nunca se va a acertar en el momento tras una pérdida. Por lo tanto, independientemente del momento, el debate no debe estar sobre si presentarse o no en Valencia. Simplemente, su obligación es estar ahí, en cualquier momento. 

Para terminar, me gustaría cerrar esta reflexión con un recuerdo literario, con unas palabras de Diego Muzzio en la presentación de El ojo de Goliat. En la Argentina de los años 70, las novelas de terror eran vistas como un género banal que necesitaba una doble validación. Esa literatura, tan inusual en ese momento, tenía un punto político del miedo al otro que no era ajeno a la situación social que vivía el país. El terror estaba tan ahí, que escribir literatura de terror era escribir sobre la realidad, por lo que la mayoría de escritores imaginaron, no incorrectamente, que era mejor inventar una vida más fantástica y vivir en una realidad que no lo era tanto. A modo de escape. Sobre Valencia he dudado mucho, sobre escribir o quedarme mudo, sobre qué decir y cómo, sin embargo, creo que hay veces que a la realidad uno tiene que afrontarla de cara, sin temor. Porque, aunque la realidad no deja de ser terrorífica, no deja de ser real, y si bien los hombres pueden destruirse entre sí, también son capaces de extender una mano cuando todo se oscurece. Y eso, aunque solo dure el tiempo de una tormenta, es algo por lo que sentirse orgulloso. 

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