Confesaba ayer Pérez-Reverte, en un arrebato de sinceridad, su
alivio al no encontrarse en la situación de ser un escritor joven, un novel
atrapado en una época de autocensura, donde cada palabra debe medirse con una
exactitud cirujana que convierte el arte de escribir en una suerte de cuerda
floja. Con su particular ironía, el murciano declaró que ahora que había
llegado a la serenidad de una edad madura, bien podía inclinarse a un “sofá y
se*o” que se desprende de quien llega a su ocaso en paz. Años de haber
trabajado para conseguir una reputación sólida y un archivo inmenso lo eximen
de los temores que cercan a otros escritores de treinta años, en un mundo donde
cada palabra puede volverse en su contra.
Yo, desde luego, no soy escritor, ya me gustaría. Aunque me
atrevo a soñar con que algún día podré llegar a serlo. Tan solo soy un simple
chico de Menorca que escribe entradas en un blog y que está, frente a su chica,
pidiéndole que siga queriéndolo. Pero en esta confesión de Reverte, encuentro
un eco extraño, como si, de algún modo, hablara de este miedo que hoy parece
atenazar cualquier forma de expresión. Valencia, y todo lo que trae a la mente
su reciente catástrofe, se alza ante mí como un tema escabroso, por su crudeza,
por las vidas que ha sacudido y por las que se ha llevado, pero también porque
me deja, antes de escribir, en esa encrucijada que me recuerda que, por mucho
que quiera expresar mis más sinceras emociones, esas que me dejan dormir intranquilo,
hoy se me exige contenerme. Y entonces, me surgen las siguientes preguntas: ¿cómo
plantear una entrada sobre el tema? ¿cómo no herir a personas diariamente
agotadas y menos dispuestas a escuchar? ¿cómo no ofender sensibilidades cada
día más tensas? ¿cómo decir lo que sentimos en lo más profundo de nuestro
interior de forma que se entienda y no moleste a nadie?
Vivimos en un tiempo complejo, en el que cada desastrosa
tormenta que azota nuestros cimientos se destapa una verdad dolorosa: la
sensación de que quienes dirigen nuestros destinos no siempre parecen moverse
por nuestra seguridad o bienestar. La DANA, en toda su furia y devastación, ha
sacado a relucir dos cosas: una trágica indiferencia institucional y, al mismo
tiempo, una inesperada pero noble voluntad del pueblo. Como simples peones,
luchamos por nuestra propia supervivencia, sabiendo que es probable que el de
encima no luche, ni siquiera, porque saquemos la cabeza del infierno. Decenas,
cientos y hasta miles de personas anónimas que de inmediato se han movilizado
para aportar, para tender una mano y llevar alimentos, agua, lo que fuera
necesario. Se movieron sin esperar órdenes, sin un cálculo previo, simplemente
impulsados por la solidaridad frente a una desgracia común. En estos tiempos
donde la fe en la humanidad es cada día menor, este acto nos ofrece un destello
fugaz de algo que estaba casi olvidado, un resquicio de orgullo en nuestra
sociedad, aunque sepamos que es una excepción, una chispa que arde ahora mismo,
pero que, inevitablemente, y muy desgraciadamente, puede apagarse cuando vayan
pasando los días.
Y todo este caldo de cultivo, sumado a la tormenta y
situación climática, que a corto plazo era difícilmente evitable -otro tema
sería hablar de la posible prevención, aunque ya para futuros casos- acontece
en un entorno en el que nuestras propias crisis, tanto la económica, como la
social y ambiental, laten bajo el peso de la política, una política que ha
alcanzado cada rincón de nuestras vidas. Nos golpea la paradoja de saber que
somos un pueblo que lucha por sobrevivir en las calles mientras sus representantes
se aferran a un juego de intereses y en la absurda disputa entre facciones. En
tiempos como estos, en que la costa valenciana sufre el embate del agua y del
abandono, veo a los políticos luchando, presencial y digitalmente, por
conservar sus sillas, atadas no al servicio nuestro, sino al beneficio propio.
Claro, hay excepciones, pocas, como Óscar Puente, cuya retransmisión por
Twitter en medio de la tragedia de los trabajos de recuperación es una gestión
de la comunicación que muchos podrían adoptar. Las redes sociales sirven
también para decir, desde su móvil y sin tapujos, que alguien está actuando,
que algo se hace. Aunque sea poco, al menos es una señal de que todavía quedan
quienes recuerdan el sentido ese de la responsabilidad.
El resto, en cambio, aunque no dudo que la situación es muy
compleja, parecen atrapados en una inercia ya difícil de revertir, la de
politizar hasta el acto más pequeño, de modo que las ayudas se miden más por
quién la ofrece que por el bien que aportan. No me quiero meter más tampoco en
política -es la autocensura de mi mente la que habla, no la de mi corazón-,
porque no creo que sea el espacio para decir quién lo hace bien y quién lo hace
mal. Todos sabemos cómo están las cosas. Lo inquietante es que, pase lo que
pase, la impresión general es que nada va a cambiar, y la eterna lucha entre
derecha e izquierda va a seguir siendo un desgastante enfrentamiento donde no
se esbozan propuestas sino demostrar quién es el menos malo.
Recordaba hoy, durante ese espacio de calma y reflexión de
mi café mañanero, un episodio de The Crown. Ese episodio en el que la
catástrofe de Aberfan paraliza a todo un país, debate a lo largo de sus 50
minutos, si la reina debe o no debe acudir al escenario de una catástrofe en la
que se perdieron las vidas de 144 personas. Salían el domingo las imágenes del
rey visitando Valencia y se ha abierto el mismo debate. ¿Debe uno ir o no ir?
¿Debe el rey mostrarse ante su pueblo, aunque pueda parecer un gesto vacío
incapaz de consolar el dolor de todos esos miles de personas? En un desastre de
tal magnitud, el momento preciso no existe. Siempre, y ahí reside su
responsabilidad como figura pública, se corre el riesgo de llegar demasiado
pronto o demasiado tarde, sin embargo, como ocurre en The Crown, la reina
decide ir a Aberfan. Y ahí reside el quid de la cuestión: nunca se va a acertar
en el momento tras una pérdida. Por lo tanto, independientemente del momento, el
debate no debe estar sobre si presentarse o no en Valencia. Simplemente, su
obligación es estar ahí, en cualquier momento.
Para terminar, me gustaría cerrar esta reflexión con
un recuerdo literario, con unas palabras de Diego Muzzio en la presentación de
El ojo de Goliat. En la Argentina de los años 70, las novelas de terror
eran vistas como un género banal que necesitaba una doble validación. Esa
literatura, tan inusual en ese momento, tenía un punto político del miedo al
otro que no era ajeno a la situación social que vivía el país. El terror estaba
tan ahí, que escribir literatura de terror era escribir sobre la realidad, por
lo que la mayoría de escritores imaginaron, no incorrectamente, que era mejor
inventar una vida más fantástica y vivir en una realidad que no lo era tanto. A
modo de escape. Sobre Valencia he dudado mucho, sobre escribir o quedarme mudo,
sobre qué decir y cómo, sin embargo, creo que hay veces que a la realidad uno
tiene que afrontarla de cara, sin temor. Porque, aunque la realidad no deja de
ser terrorífica, no deja de ser real, y si bien los hombres pueden destruirse
entre sí, también son capaces de extender una mano cuando todo se oscurece. Y
eso, aunque solo dure el tiempo de una tormenta, es algo por lo que sentirse
orgulloso.
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