14 de abril de 2025

Lágrimas de Narazeno

Las lágrimas del Nazareno amenazaron desde la primera luz. No caían, pero estaban ahí, latiendo en el cielo como un párpado a punto de parpadear. Y todos —todos— vivíamos con el cuello torcido, mirando hacia arriba, como si en las nubes alguien nos fuera a escribir el destino en mayúsculas. A las nueve de la mañana, el pronóstico era una condena. A las once, justo cuando la Eucaristía empezaba a murmurar dentro de la iglesia y el incienso perfumaba el ambiente, el parte meteorológico cambiaba de tono. No mucho, pero lo suficiente como para sembrar la esperanza entre cucharadas de arroz y pecados veniales. ¿Había influido el rezo? ¿La súplica colectiva? ¿Ese “por favor” mental que cada uno lanzó en su idioma secreto mientras mojaba el pan en el caldero? Puede que sí. O puede que el Nazareno, tan silencioso y tan nuestro, decidiera darnos una tregua. No una bendición, no un milagro. Una tregua. Un ratito. Como diciendo: “Salid, que este año os lo habéis ganado”.

La comida fue un ritual paralelo. Nadie hablaba de lo que importaba, pero todos lo llevábamos en el gesto. Miradas furtivas al móvil. Meteorólogos improvisados que interpretan el radar como si fuera un evangelio apócrifo. Menorca no es Sevilla, no hace falta recordarlo, pero aquí un día menos es un golpe directo al pecho. Perder el Domingo de Ramos era como perder el corazón y tener que seguir andando.

Y llegaban. Uno a uno. Con los capirotes bajo el brazo, algunos con lamparones que hablaban de lluvias  recientes que aún no se habían terminado de secar. Los trajes colgados en la percha y la ropa interior escogida con cuidado, como si también eso tuviera algo de sagrado. El cielo seguía gris. Un gris denso, rugoso, de esos que no sabes si terminan en tormenta o en milagro. Pedíamos. No a gritos, sino como se piden las cosas importantes: para dentro. Solo un par de horas, decíamos. Solo eso. Y luego, que llueva lo que tenga que llover.

El Via Crucis, con sus catorce estaciones, se hizo eterno. Más que nunca. Una penitencia real. Los pies ardiendo, la espalda rígida, la espera suspendida en cada paso que no se daba. El cielo, inmóvil, como si también él esperara. Y entonces, la decisión. Se levanta el paso. Los tambores despiertan. Y todo se pone en marcha.

Salimos. Más deprisa que otros años, pero con la misma fe, la misma tristeza bonita en los ojos. Las calles parecían recién peinadas. Las farolas encendidas demasiado pronto, el cielo como un telón a punto de caerse. Pocas veces he visto a mi ciudad tan guapa. Tan rendida. Caminábamos como si tuviéramos que ganarnos cada metro. Y tal vez era eso: caminar para existir, para que no se nos olvide lo que duele y lo que salva.

Me pegué al cajón. Cerré los ojos. No como quien los cierra para dormir, sino como quien se apaga un momento para poder sentir más fuerte lo que hay dentro. Dejé que el redoble hiciera su trabajo: arrastrarme, deshacerme. Como una corriente tibia y seca que me deslizaba por dentro, separando las partes de mí que suelen ir apretadas, controladas, en su sitio. Pensé que los que lo ven de frente —con su móvil en alto, sus ojos llenos de la imagen— no saben lo que se siente al no ver nada. Al borrarse. Porque ahí, con la frente rozando la madera y el sonido bombeando desde el suelo hasta las costillas, uno se convierte en otra cosa. Ya no eres cuerpo. Eres sombra. Eres una cadencia. Una respiración compartida con otros a los que tampoco les ves la cara, pero con los que estás conectado por algo más fuerte que la vista. Eres madera. Y dentro de ti, retumba algo que no sabes si es un recuerdo, una oración o simplemente el ruido de estar vivo y en silencio al mismo tiempo.

En ese instante, todo desaparece. Los años, las preocupaciones, los “qué voy a hacer con mi vida”. No hay futuro ni pasado, ni siquiera cuerpo: solo una especie de conversación muda contigo mismo. Como si el tambor, más que sonar, hiciera preguntas. ¿Dónde estás? ¿Quién eres? ¿Qué te duele? Y tú no respondes con palabras, sino con una entrega quieta, con ese abandono que solo sucede cuando de verdad dejas de resistirte.

Es una forma de rezar sin decir nada. De encontrarte sin tener que buscarte. Ahí, pegado al cajón, con los ojos cerrados y el alma en carne viva, uno se escucha. No con los oídos, sino con esa parte secreta que casi nunca usamos. La que solo se activa cuando el mundo se calla y tú decides no llenarlo de ruido.

Y entonces, sí: eres latido.

Y ahora, los capirotes verdes están sobre la tabla de planchar. Hay algo en eso que duele y reconforta. Porque están secos. Porque están ahí. Porque esta vez, el Nazareno esperó. Un año más.

11 de abril de 2025

Ceci n'est pas un bar

Podría haberse llamado Bar Manolo, Bar La Plaza, Bar La Estación, o directamente Bar Central, como quien dice “el bar”. Pero no, fue Bar Urgel. Así, sin más. Un nombre con pretensiones de anonimato, como si se escondiera entre otros mil bares que podrían llamarse igual, en cualquier esquina de esta España nuestra, que a veces parece más una resaca de vino peleón que un país. Porque lo que hace al Bar Urgel ser el Bar Urgel no es el letrero, ni el toldo roído por el sol, ni siquiera la máquina tragaperras con el sonido de la derrota. Es la gente. La fauna. El ecosistema de parroquianos que podrían haberse escapado de cualquier otro bar de los que huelen a fritanga y nostalgia.

Pablo Gallego, madrileño de verbo limpio y mirada sucia (en el buen sentido), se mete hasta la cocina en ese mundo que no necesita más tesis que una ronda bien tirada. Decide dejarse de academicismos y se lanza a retratar, sin escudo ni red, esa España que se escurre entre los dedos: la de las baldosas blancas con cenefa azul, la de la radio encendida a todo trapo, la de los bares que existían antes de que las cañas costaran cinco euros y vinieran con espuma de algas. Porque están los bares, y luego están los bares de verdad. Los que tienen las servilletas esas que no limpian pero decoran el suelo. Los que sirven bravas que abrasan la lengua y el alma. Los que aún ofrecen pinchos de tortilla con tanto pan que podrías emparedar una pena entera. Los que no han sucumbido a la tiranía del brunch, los que aún creen que un cortado puede arreglar una mañana. Esos bares, sí, son cápsulas del tiempo, pero no por nostalgia: por pura supervivencia.

Aunque claro, no todo es espuma de cerveza y miradas cómplices. También están los de siempre, los que se quedaron anclados en los ochenta, con comentarios que duelen más que el orujo. Están los camareros con manos de piedra pómez y corazón blandito. Están los olvidados, los que no salen en las estadísticas, los que coleccionan derrotas como si fueran sellos. Pero ¿acaso no somos todos un poco esa gente, aunque llevemos zapatos nuevos?

Y al final, cuando crees que ya lo has visto todo, Gallego te suelta una receta de tortilla como quien comparte un secreto de familia. Una receta que, si la miras bien, no se aleja tanto de cómo escribe él: huevos batidos con cuidado, patatas que han conocido el fuego lento, y un punto de sal que solo se consigue viviendo lo suficiente.

        - ¿Sabes lo que pasa? Que cuando lo mezclas todo en un documento hay que removerlo lo justo. Lo mezclas, echas un poquito de sal y lo remueves todo, pero no demasiado. Nada de cebolla. La gente no sabe, pero la literatura es sin cebolla, de toda la vida. No la necesita. Yo le echo entre seis y ocho huevos, eso va en función de los párrafos. Si te gusta más jugosita, le echas más recursos. Bien de metáforas, pero no mucho. Nada más escribirlo, te esperas un rato y, cuando ya ves que tienes que darle la vuelta, subes el fuego y del otro lado lo dejas menos tiempo y listo. La literatura no es una ciencia exacta, quien te diga lo contrario miente. Se aprende a base de hacerla. Todos los días, y una y otra y otra. Y vas viendo. Yo hay días que he llegado a cocinar diez escritos de ocho huevos cada uno. Claro, que ya llega un momento en el que escribes automáticamente porque se te ha quedado. Escribo tan pim pam pim pam pim pam que se me olvida si les he echado, yo qué sé, sal. O una antítesis. Y a veces les echo sal dos veces, pero entonces le añado otro párrafo por si acaso, para que rebaje. La receta al final forma parte de ti, quiero decir, que vas viendo. Porque mira, al final te das cuenta de que a la gente le da igual. Unos días está mejor y otros días peor, pero no les va la vida. Siguen leyendo y te lo piden y se lo comen. Si no les gusta, ese día no te dicen nada, que yo me doy cuenta. Ahora, te digo una cosa, el día que te sale bien… Cucha, el día que tú sólo con estar batiendo los párrafos dices, uf, hoy sí, hoy estoy inspirao… Buah, el mejor párrafo de sus putas vidas.   

Y entonces pasa lo que pasa: cierras el libro con la misma sensación que cuando sales del bar un martes cualquiera, habiendo dicho que solo ibas a tomar una. Pero claro, una cosa llevó a la otra. Una caña, una conversación, una risa, un recuerdo, una tristeza que se coló sin que nadie la invitara. Porque en el fondo, Bar Urgel no es un bar: es un espejo con olor a aceite recalentado donde nos vemos todos, un poco más rotos, un poco más vivos.

Pablo Gallego no solo escribe sobre bares. Escribe sobre lo que pasa cuando te sientas en una silla de formica y decides no mirar el móvil. Sobre lo que se cuece en una cocina pequeña donde siempre hay sitio para uno más. Sobre esa España que no es trending topic, pero que sigue ahí, aguantando el tipo, como un camarero con resaca un domingo por la mañana. Y tú, que pensabas que era solo otro libro sobre bares, acabas queriendo abrazar a todos los personajes, pedir otra ronda y, si te dejan, echar una mano con las patatas. Porque, al final, lo único que queremos es eso: un lugar donde volver sin tener que explicar nada. Aunque se llame Urgel. Aunque podría llamarse cualquier otra cosa.