La comida fue un ritual paralelo. Nadie hablaba de lo que importaba, pero todos lo llevábamos en el gesto. Miradas furtivas al móvil. Meteorólogos improvisados que interpretan el radar como si fuera un evangelio apócrifo. Menorca no es Sevilla, no hace falta recordarlo, pero aquí un día menos es un golpe directo al pecho. Perder el Domingo de Ramos era como perder el corazón y tener que seguir andando.
Y llegaban. Uno a uno. Con los capirotes bajo el brazo, algunos con lamparones que hablaban de lluvias recientes que aún no se habían terminado de secar. Los trajes colgados en la percha y la ropa interior escogida con cuidado, como si también eso tuviera algo de sagrado. El cielo seguía gris. Un gris denso, rugoso, de esos que no sabes si terminan en tormenta o en milagro. Pedíamos. No a gritos, sino como se piden las cosas importantes: para dentro. Solo un par de horas, decíamos. Solo eso. Y luego, que llueva lo que tenga que llover.
El Via Crucis, con sus catorce estaciones, se hizo eterno. Más que nunca. Una penitencia real. Los pies ardiendo, la espalda rígida, la espera suspendida en cada paso que no se daba. El cielo, inmóvil, como si también él esperara. Y entonces, la decisión. Se levanta el paso. Los tambores despiertan. Y todo se pone en marcha.
Salimos. Más deprisa que otros años, pero con la misma fe, la misma tristeza bonita en los ojos. Las calles parecían recién peinadas. Las farolas encendidas demasiado pronto, el cielo como un telón a punto de caerse. Pocas veces he visto a mi ciudad tan guapa. Tan rendida. Caminábamos como si tuviéramos que ganarnos cada metro. Y tal vez era eso: caminar para existir, para que no se nos olvide lo que duele y lo que salva.
Me pegué al cajón. Cerré los ojos. No como quien los cierra para dormir, sino como quien se apaga un momento para poder sentir más fuerte lo que hay dentro. Dejé que el redoble hiciera su trabajo: arrastrarme, deshacerme. Como una corriente tibia y seca que me deslizaba por dentro, separando las partes de mí que suelen ir apretadas, controladas, en su sitio. Pensé que los que lo ven de frente —con su móvil en alto, sus ojos llenos de la imagen— no saben lo que se siente al no ver nada. Al borrarse. Porque ahí, con la frente rozando la madera y el sonido bombeando desde el suelo hasta las costillas, uno se convierte en otra cosa. Ya no eres cuerpo. Eres sombra. Eres una cadencia. Una respiración compartida con otros a los que tampoco les ves la cara, pero con los que estás conectado por algo más fuerte que la vista. Eres madera. Y dentro de ti, retumba algo que no sabes si es un recuerdo, una oración o simplemente el ruido de estar vivo y en silencio al mismo tiempo.
En ese instante, todo desaparece. Los años, las preocupaciones, los “qué voy a hacer con mi vida”. No hay futuro ni pasado, ni siquiera cuerpo: solo una especie de conversación muda contigo mismo. Como si el tambor, más que sonar, hiciera preguntas. ¿Dónde estás? ¿Quién eres? ¿Qué te duele? Y tú no respondes con palabras, sino con una entrega quieta, con ese abandono que solo sucede cuando de verdad dejas de resistirte.
Es una forma de rezar sin decir nada. De encontrarte sin tener que buscarte. Ahí, pegado al cajón, con los ojos cerrados y el alma en carne viva, uno se escucha. No con los oídos, sino con esa parte secreta que casi nunca usamos. La que solo se activa cuando el mundo se calla y tú decides no llenarlo de ruido.
Y entonces, sí: eres latido.
Y ahora, los capirotes verdes están sobre la tabla de planchar. Hay algo en eso que duele y reconforta. Porque están secos. Porque están ahí. Porque esta vez, el Nazareno esperó. Un año más.
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