Este año está siendo uno de los más extraños que nos ha tocado vivir. Quién a 28 de febrero nos habría dicho que nos iban a encerrar en dos semanas. También es que este año era bisiesto, y ya de por sí era raro. Año de olimpiadas decían. Se les va a apagar la llama esa que encienden a los japoneses. Aun así, pasó. Pasó lo que decían que no iba a pasar; lo que nadie presumía que pasaría. Y nos quedamos encerrados, encima, durante 3 meses. Han sido los 3 meses más raros de nuestra vida; esos 99 días de confinamiento nos cambiaron. Aprendimos a jugar a las cartas, a cocinar, a estar con la familia, a hacer cosas que no nos gustaran. Leímos, vimos películas, hicimos “facetimes” con los amigos y familia, reímos y lloramos. También nos enfadamos, pero eso, después de estar tanto tiempo con las mismas personas acaba ocurriendo por la más mínima tontería.
Una vez se empezaron a abrir las puertas de las casas, la gente salió como si no hubiera salido en su vida. Disfrutabas el tiempo fuera, cada paseo como si fuera el último. Nunca sabías lo que podía pasar. Hasta te podía caer una multa por no llevar la mascarilla, nuestro nuevo accesorio imprescindible para cualquier outfit. Menorca no lo sufrió tanto, pero estuvimos encerrados igual. Si ya parece a veces que estamos en cuarentena en la isla, con el confinamiento esa sensación se multiplicaba cada día más. Ir a sacar la basura era no escuchar ningún coche; incluso las farolas parecía que estaban confinadas.
Y así como la primavera fue diferente, el verano lo fue incluso más; sin estar trabajando, sin fiestas y sin música. Pero sí en pareja y en Fuengirola. Un sitio que a cualquier turista le suena...al nivel de Benidorm, pero no tan abarrotado. Me fui de Madrid teniendo la L en el cristal trasero de mi coche, y al bajar del tren en Málaga me esperaba ella. Tan guapa como siempre. La bienvenida siempre es genial, pero después de 3 meses y pico solo viéndote por “face” se te hace más nostálgica y la vives diferente. Aunque la mascarilla no ayuda, te la bajas un momento y disfrutas otra vez de ese beso que hacía tanto tiempo que no dabas.
En un sitio como ese, lo suyo es ir a la playa, aunque nos pillara lejos. Ir a la playa y comer patatas es lo que más hicimos, sobre todo lo segundo. ¿A quién no le pierde cualquier forma de comer esa delicia? Fritas, al horno, batatas, con salsa… de todas sus formas. La playa bien. Muy bonita. Seguramente mucha gente dirá que siendo de Menorca, cómo voy a pensar que las playas de allí son bonitas. Imagino que uno se acostumbra a vivir en su isla, y al paraíso lo normalizas, pero esas playas me gustaban. Con las montañas detrás, los apartamentos en primera línea… era un paisaje diferente, muy fotogénico a mi parecer. Pero esa es mi opinión, que seguramente no comparta mucha gente.
Claro, luego vinimos a mi casa y ella se quedó impresionada con la cantidad de playas que había y el poco reconocimiento que les daba. Si en Fuengirola fuimos a la playa, en Menorca más –también gracias a tener coche-, por lo que intenté verlo desde la perspectiva del turista. Al final, sí es verdad que vivimos en un paraíso; un paraíso envuelto de mar, arena, peces y un agua turquesa que ya la querría el mismísimo Caribe.
Tiene
encanto, y hay que reconocerlo. Es verdad que lo propio lo valoras menos, pero
con este paisaje y esta compañía, yo paraba el tiempo a verano de 2020. Un año
distinto.
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