31 de diciembre de 2020

El último tour de 2020

        Bienvenidos lectores, a la que es la última entrada de este 2020, un año horrible en muchos sentidos de nuestras vidas, que también nos ha dejado ciertas cosas buenas. Tal vez pocas, a nuestro parecer, pero revisando estos 365 días con tranquilidad, nos damos cuenta que podría haber sido peor.

Todo empezó en Londres, con un brindis por un año mejor al anterior; un año que nos trajera salud, dinero, felicidad, amigos, viajes y muchas cosas más. Yo estaba estudiando en Madrid, y enero nos pasó lentamente a todos. Un enero lleno de exámenes, que a los estudiantes no nos deja disfrutar de la navidad al 100%, pero si lo haces bien, la recompensa llega a finales de mes con el aprobado en todas las asignaturas. Ese mes tuvimos ya el primer capítulo de lo que sería el 2020: una amenaza de guerra entre Estados Unidos y no sé qué país más, pero si está EE.UU., ya asusta.

Febrero fue un soplo de aire fresco, nunca mejor dicho. Llegó el frío y para mi llegaron fines de semana de estar con mi chica, con mis padres y con mis amigos, hasta me fui a Toledo para sacarme el carnet de coche. ¡Qué tortura! Descubrí una nueva ciudad como Granada, que me pareció la mejor ciudad para estar acompañado por ella; Madrid la viví en su mejor momento y en Menorca descubrí nuevos lugares y viejos recuerdos que seguían latentes en mi corazón pese a no vivirlos todos los días. Segundo capítulo de 2020: incendios en Australia, un fenómeno que destrozó la tierra y a todo el mundo. Iba mejorando el año…

        Marzo empezó ya a preocuparnos con la escasez de mascarillas y geles hidroalcohólicos, hasta que el 14 de ese mes, Sánchez nos encerró en casa un tiempo indefinido. Sánchez, Merkel, Johnson y casi todos los países del mundo hicieron lo mismo. El problema se veía venir, pero no a ese nivel, por lo que todos los estudiantes nos dejamos casi toda la ropa en nuestras respectivas residencias. Qué suerte tener un hermano que ya utiliza la misma talla que tú para robarle la ropa. A él no le gustó tanto, creo…

Con la cuarentena empezaron las clases online –algunos más, otros menos-, hacer ejercicio como nunca, y cuando digo como nunca es que hacía 5 años que no hacía ejercicio enserio como en ese momento. Empezamos a cocinar, jugar a juegos de mesa, surgió Zoom, y nuestra rendija a la libertad era ir al supermercado a comprar. Repasando el carrete de confinamiento, pasamos de llevar jerséis y sudaderas a ir en manga corta, eso sí, todos los días se salía y se aplaudía a las 20, acompañados de un Resistiré, que se fue haciendo odioso a medida que iban pasando los días.

        Los youtubers iban aumentando visualizaciones y adeptos en sus canales y los chefs iban subiendo más fotos a sus stories de platos que cocinábamos. La locura del encierro nos iba pasando, y cuando vimos que podíamos, poco a poco, volver a salir, el poco a poco se convirtió en un “a tope”. Con restricciones, pisábamos otra vez las calles y los bares, con miedo a no saber por dónde ir –por si había cambiado algo-, con miedo a cruzarte con otra persona cerca, con miedo a contagiarnos y tener que encerrarnos otra vez.

En verano se suavizó la curva, y los aviones volvieron a volar. Volví a Madrid y lo primero que hice fue bajarme al sur a ver a Cristina. Conté la historia ya de nuestro reencuentro, pero después de 3 meses y medio sin contacto, ese primer abrazo sabía a gloria, como también supo a gloria el carnet de coche –a la segunda, también hay que decirlo-. Las idas y venidas a Toledo eran más largas que viajar de Barcelona a París, ya que debido a las restricciones me tocó recorrerme la España vacía que defienden algunos, día sí y día también. Dos horas de recorrido de ida por carreteras secundarias que se hacían eternas.

Y para siempre también se hizo el verano contigo, el mejor verano de nuestras vidas, que a su manera será también eterno. Primero en Fuengirola y luego en Menorca, recorriéndonos las playas y bares juntos, sin saber lo que nos esperaría al volver el setiembre. Yo me quedé en Menorca, cambiando drásticamente mi futuro; estudiando Marketing y no diseño y trabajando con mi padre todas las mañanas. Podía parecer una catástrofe, pero doy las gracias al coronavirus por abrirnos los ojos y ver que lo que no funciona, no debe seguir adelante. Terminó el verano y cogía experiencia trabajando. La cuenta del banco, que había caído como las bolsas en el crack del 29, resurgía poco a poco, aunque rápidamente se volvía a ir. Qué lentamente entra el dinero y qué rápido se va. Sólo con un clic.

Celebré mi cumple otra vez con mis padres en casa, como hacía varios años que no pasaba y lo celebré en Granada recorriéndome los bares de tapas y de copas más bonitos y “del rollo”, que tiene la última ciudad de Al-Andalus. La curva de contagios volvía a subir y antes del último confinamiento del año, volví a coger el avión para verla una última vez antes de volver a las pantallas del móvil.

        A partir de ese momento, decidí volver a escribir. Volver a sacar las cosas con palabras y no comiéndomelas yo. Con esto os hago partícipes de todos mis sentimientos, buenos y no tan buenos, y de los pensamientos que alguna vez, por mi cabeza, entran y salen. Navidad se acercaba, pero este no ha sido el año que ha traído más ilusión, sino el que nos ha tocado celebrarlo con los nuestros de manera más discreta y cerrada. Al menos, lo celebramos toda la familia por Meet, dándonos los regalos igualmente. Más fríamente, pero con el mismo cariño que todos los años. Y con las mismas copas algunos. Bécquer, poeta andaluz, dijo que volverían las oscuras golondrinas sus nidos a colgar y yo digo que volveremos todos a celebrarlo como antaño lo celebrábamos.

Este año ha sido malo, sí, pero este año nos ha dejado muchas otras cosas. Este año nos ha dejado una Liga del Madrid; la primera final de copa del Rey entre equipos vascos; 3 discos de Bad Bunny para hacer historia; la renovación tecnológica que necesitaba el mundo para estar más en contacto; una guerra en contra del racismo y por los derechos de todo el mundo; murieron Kobe, Maradona, Ennio Morricone, Rosa María Sardà, Pau Donés o Michael Robinson, entre otros; el 2020 nos ha dejado un cambio de presidente en Estados Unidos necesario; una Semana Santa que no se ha podido celebrar en las carreras ni en el Vaticano –pobre Papa-; una mejora del medio ambiente -¿alguien se acuerda de Greta?- y también mis entradas, que eso es mucho. Todo esto, entre muchas otras cosas más en las que podría enrollarme hasta el día 1 de 2021.

El 2021 será otro año. Tal vez no mucho mejor, pero mejor, que ya es mucho. Tiene la misma pinta que el 20, pero cambiándole un número, pero tenemos vacuna y la esperanza es lo último que se pierde. Responsabilidad, amor, y empatía, son las palabras clave que necesitamos para empezar este nuevo año con todas las fuerzas posibles. Nadie dijo que iba a ser fácil, pero juntos lo conseguiremos. Mientras haya salud, todo es posible. Esto es todo amigos, por este año. Nos vemos en el próximo, en uno un poquito mejor. Espero encontraros leyéndome, o al menos, encontraros, que eso significa que estamos vivos. Chin chin.

22 de diciembre de 2020

El Rais. Por rice.

        No, no me he equivocado. No quería escribir País y me he confundido. Es tal cual está escrito: El Rais. Restaurante en Mahón al que tuve la oportunidad de ir el otro día. Al hablar de comida, ya se me hace la boca agua. Recuerdo un amigo mío que quería ser crítico gastronómico, y en chef se ha quedado. Nada malo por los posts de Instagram que veo. Pero ya que él hace la comida, yo me encargo de la crítica.

Celebrábamos muchas cosas; el 26º aniversario de la boda de mis padres –se dice pronto, pero son muchos años-, las notas de mi hermano, un concierto que habíamos hecho juntos que había salido increíblemente bien… Se necesitaba un sitio a la altura de la celebración. Y al puerto que fuimos. Para el que no lo sepa, Mahón tiene el segundo puerto natural más largo de Europa y el tercero del mundo, que, aunque no os sirva para nada, es un dato curioso que puede ser interesante en alguna conversación random. O no. Pero así ya lo sabéis y puedo fardar de puerto, que eso pocas veces se hace. Cogimos el coche, porque aquí, para ir a un sitio que está a 5 minutos en coche, se coge. Y ya está. No hay otras opciones.

Nos habían hablado muy bien de un restaurante que era del mismo dueño que tenía otro restaurante en el centro; Ses Forquilles. Los tenedores, para quien no lo entienda. Vaya nombre eh. Pues la comida era igual de especial que el nombre. La diferencia con este era que el del puerto se especializaba más en el arroz, en el arte del grano. Que no del gramo, que ya os veo venir. Blanco, largo, redondo, basmati, bomba… Hay muchos tipos distintos, y en el Rais, los podías probar casi todos. Rais, imagino que de Rice. Si es así, el que pensó el nombre no fue muy original, pero bueno, de alguien que ha pensado Ses Forquilles, qué podemos esperar. También hay que decir que me costó pillarlo. Aquí uno que es un poco lento.

Con vistas al puerto y una decoración bastante moderna, el ambiente era muy agradable. La calma del mar y la música se unían en una sinergia perfecta que hacía de la comida, un atributo más a la esencia “Made in Menorca”. Fuimos pidiendo y los platos fueron llegando. Sabías que era un restaurante bueno por sus cubiertos y la forma en la que estaban colocados, con total precisión y delicadeza.

Pan de cristal con tomate y aceite –muy diferente al pan de cristal del 100 montaditos, ya sabéis cuál digo… espera, no se parece en nada a ese. No sé por qué será-, croquetón de pollo rebozado, cuyo crujiente no nos va a quedar así en la vida, por mucho que Arguiñano diga en el Hormiguero que cualquiera puede “cocinar”. Este Arguiñano se ha vuelto un poco Ratatouille este 2020. El siguiente entrante fueron unas papas arrozadas a la brasa, lo cual sobraba un poco, con salsa picante, para terminar con unos calamares bravos; bravos por ser menorquines y por sus salsas, que te dejaban la boca ardiendo.

Cuando terminamos los entrantes llegó la hora de los dos principales, que como no podía ser de otra manera, fueron dos arroces: uno cremoso con setas y otro negro, para abarcar una gran diversidad. El primero fue otro rollo. De verdad. Qué arroz más rico, más meloso… El sueño de todo cocinero es saber clavar el arroz y ese estaba más que clavado. Tanto, que se deshacía en tu boca al momento, mientras que el arroz negro era más normalito. No destacaba, pero tampoco hacía un feo a la comida. Para nosotros, el error fue el tipo de arroz, pero para unos incultos sobre comida, el arroz era como al electricista la vacuna del Covid, que sabe de qué le hablan, pero ni idea de cómo se pone.

Para terminar, tres probamos el helado artesanal, que estuvo rico, pero no sobresaliente. No repetiríamos, mientras que mi madre probó la tarta de manzana. Eso sí que fue digno de mención en este blog; el hojaldre estaba en ese punto en que es crujiente y a la vez al morderlo se deshace, que junto al caramelo y a la manzana bien hecha hacía del postre una verdadera obra de arte de la repostería. Samantha estaría orgullosa.

Para ser la primera vez que íbamos, yo le doy un 9 de 10. Riquísimo, pero nos faltó algo para ser perfecto. Ay ese arroz negro… si no fuera por él, tendría el 10 seguramente. Es verdad que no somos de ir a estos restaurantes, pero también es cierto que si adónde vas está rico y te gusta, ¿para qué cambiar? El hombre es un animal de costumbres. Ahí se terminó nuestra experiencia en el Rais, y aquí termina mi experiencia como crítico gastronómico. No creo que me gane un sueldo de esto, la verdad, pero para hacerlo alguna vez no está mal. El hombre es un animal social, como decía Aristóteles, y un animal de costumbres, como ya hemos dicho. El hombre o al menos yo. Y como somos seres de costumbres, espero que leer mi artículo ya sea costumbre en vuestras vidas. Os espero en el próximo. Un beso y feliz navidad. Cuidaros.

6 de diciembre de 2020

El merecido reconocimiento del ajedrez. Por fin.

        Tac. Blancas mueven. Peón a d4. Tac. Responde peón negro, colocándose en d5. Tac. Peón a c4. Así empieza el Gambito de dama. Así empezó Elizabeth Harmon, nuestra jugadora de ajedrez favorita. La huérfana que maravilló a todo el mundo en los años 60 y también, la niña que se ha ganado todos nuestros corazones este mes de noviembre en Netflix.

        Alfil blanco a e5. Tac. Todo empezó un día que mi novia dijo; “hay una serie que está muy guay que va sobre ajedrez”. ¿Ajedrez? ¿De verdad? Eran dos cosas que no me cuadraban juntas. ¿Diversión y ajedrez? Podía ser cierto, pero se tenía que comprobar. Contesta el peón negro a c4. Tac. Para los dos, la cuarentena también dio para esto, para aprender a jugar. Ella con su padre y yo con mi hermano. Calidades distintas que nos permitieron jugar alguna partida en su casa. Con victoria de un servidor. Nadie lo dudaba tampoco. (Cristina, sabes que te quiero…).

        Caballo blanco a f2. Tac. Beth, o Elizabeth para los rivales, era una chica americana que había vivido su infancia en un orfanato. ¿El motivo? No es muy difícil de adivinar, pero tampoco os lo voy a contar todo. Responde alfil negro a f6, ampliando la zona de ataque. Tac. Era pelirroja y con flequillo. No muy agraciada la pobre, aunque con ese vestido, ni Kendall Jenner marcaría tendencia. Caballo blanco se come a peón 3. Tac. Durante sus años en el orfanato, descubre la práctica de un deporte, un tanto diferente. Un deporte poco seguido, en el que por muy sudador que seas, como yo, ni una gota te llegaría a caer. El ajedrez es un deporte complicado, laborioso, táctico. Y ella empieza a ganar. Y ganar. Y seguir ganando. Pero esconde un secreto, un secreto que se encuentra en el interior de unas pastillas. 

        Torre negra avanza 5 casillas. Tac. Harmon, que así se apellidaba la chica, representa perfectamente el paradigma del genio y la locura, y la fina línea que hay entre esas dos palabras. Si lo pensamos, muchos genios fueron así: Einstein con sus teorías, Newton con las manzanas, Steve Jobs y su innovación tecnológica nunca vista, Beethoven con sus sinfonías siendo sordo, Marie Curie y sus avances científicos, o Zidane, que, con sus alineaciones, a los madridistas nos tiene en vilo. En cada uno de ellos siempre reina la locura por encima de la razón, y tal vez por eso son tan buenos en lo suyo.

        Peón 4 negro avanza una casilla más. Tac. No solo se descubren nuevas jugadas de ajedrez, que evidentemente, ya sé que al que no juegue no le importan una m*****, sino que descubres una época distinta. Una época en la que se diferencian más las clases entre las personas; una época en la que predomina el machismo; la loca y seria Rusia sigue siendo igual o más fría que nunca -Napoleón y Hitler, bien lo saben-; una época en la que se siguen escuchando discos de vinilo -no como ahora, que sólo escucho yo y alguna persona más- y en la que también destacan los coches bonitos y los apartamentos diseñados por Frank Lloyd Wright y sus seguidores. ¡Qué estilo más espectacular! Tienen un aire tan vintage, que te entra por los ojos justo al verlo. 

        Reina blanca a d3. Jaque. Tac. Plan de domingo por la tarde. Con lluvia. No sabes qué hacer y las posibilidades en Netflix son infinitas. O casi infinitas, ya que la película que quieres ver no está. Ni en Netflix, ni en otra plataforma. Caballo negro se come a peón 4 -como pretendíamos-. No os he podido contar mucho, pero creo que es necesario ver la serie. Descubrir el personaje que muchos conocíamos por Peaky Blinders, pero que hemos perdonado y admirado por ser nuestra jugadora. Sufriendo hasta el último momento. En eso se parece más al Atlético de Madrid. 7 capítulos. Una partida intensa, emocionante, sensible. Una partida que lo tiene todo. Avanzamos, un artículo más, hacia la reina negra. Jaque mate. Os espero en el próximo artículo. Cristina, a ti te espero en la próxima partida. Quiero que me ganes.