Uno piensa en Trocadero, y lo más probable es que le
aparezca la imagen de Paris. Ese lugar de ensueño en el que van todos los
turistas -vamos- donde se puede observar la Torre Eiffel desde una perspectiva
totalmente privilegiada. También puedo decir que es el lugar de una de las
mejores creperías, a mi gusto, de la ciudad. Sin embargo, recientemente he conocido otro homónimo al emblemático lugar parisien que hoy os quiero presentar.
Me acuerdo la primera vez que pasamos por delante de ese
restaurante hace un par de años, justo cuando empezaron su andadura en este mundo de la cocina con vistas al mar: “¿has visto eso?”, le pregunté a Cristina, ensimismado con cada uno de los rincones de ese "local". Si se le puede llamar así. Los dos nos quedamos
flipando frente a esa inmensidad de restaurante. He visto muchos restaurantes
bonitos en Menorca, muchos, y los hay en todas partes, pero como este, y os soy
muy sincero, ninguno. Tenía un aura especial. La esencia de algo único. Cuando
este año Cris me dijo, “mis padres han reservado en Trocadero”, mi respuesta,
lamentablemente, solo pudo ser un “¿lo dices enserio?”. Mira que hay respuestas
que podría haber dado. La lengua es tan rica que para mostrar mi estupefacción podría haber utilizado un,
“dios, que guay”, “madre mía, qué pasada”, o un simple “ueeeeee”, sin embargo,
me quedé pensando que eso no podía ser real. Íbamos con el coche hacia el
restaurante y seguía pensando que eso no iba a ocurrir. Simplemente, en
algún momento, nos desviaríamos del camino hacia otro restaurante más alejado de la costa. Pero no. Llegamos
a una recepción, similar a la de un hotel, donde varias personas nos esperaron
y acompañaron a la mesa.
Manteles blancos, cuadros marineros, alfombras con telas
preciosas, una carcasa parecida a la de un barco y las vistas más bonitas de
toda la costa malagueña, seguramente. Sin duda, el restaurante más bonito en el
que he estado. Puedo confirmarlo. No tengo pruebas, ya que tampoco osé sacar el
móvil más de lo necesario, pero tampoco dudas de la afirmación que acabo de
realizar. Las expectativas eran altas, aunque moderadas, ya que puedes
encontrarte en uno de los sitios más bonitos del mundo y que la comida sea
mejor en el bar de tu pueblo. Habría sido una pena.
Una tabla de quesos, una ensalada césar y un entrecot más
tarde, confirmamos que las expectativas se habían cumplido. Hasta superado. No
pedimos más de la cuenta, porque al final los precios eran los que eran. La
tabla de quesos, más variada de lo esperado, contenía un queso azul y un
Chaumes que valía la pena degustar junto a la mermelada de frutas del bosque que acompañaba al plato.
Sin embargo, la mermelada de naranja… ¿a alguien le gusta eso? En serio, que me hable por privado, porque sigo sin entenderlo. La ensalada era
simple, con una gran cantidad de pollo, algo que se agradece, y el entrecot, al
punto, increíble. Merecía cada euro y cada buen adjetivo que le pueda poner.
Aparte de la comida, sublime, las vistas fueron lo que más
me impresionó. Oír las olas del mar como rozaban con el restaurante, la brisa
que nos acariciaba la cara, ese cielo azul que se iba oscureciendo hasta
convertirse en un negro cielo lleno de estrellas, la música ambiente y una muy
buena compañía, convirtieron esa experiencia en algo memorable. Y aquí lo dejo por escrito. En unos años, lo releeré y podré volver a vivir cada momento. Eso sí, hay
algo que recordaré por encima de todo, y es la frase de mi querida
Cristina, que cuando volvió del baño, sin ningún miramiento me dijo: “tienes que ir,
de verdad, es una locura”. Y allá que nos fuimos, una vez terminada la cena, a
ver el baño. Hubo un momento en el que yo no sabía si estaba en un restaurante
o en La Perla Negra. El baño era demasiado bonito, con un lavabo en cada cubículo, algo
inusual en muchos públicos. Nadie ha pensado en si me quiero lavar las
manos con cierta intimidad. Ni yo. Pero ahora que lo vi, ¡lo quiero en todos
los restaurantes!
Del Trocadero, nos quedamos con un pequeño vídeo grabado
subiendo del baño, ya que los mejores momentos no se capturan en imágenes, y con el recuerdo de haber pisado el restaurante más bonito
que he visto nunca. Ojalá pudiéramos vivir de recuerdos. Mucha gente sería más
feliz. Sin embargo, estos se desvanecen a veces, o cambian de estado, o simplemente, se
mantienen inalterados, pero inefectivos. Este, ya os puedo asegurar, que no se
me va a borrar de la cabeza nunca -o al menos, hasta dentro de mucho tiempo-. Nosotros vivimos todos esos recuerdos, cada uno de ellos, pero cada persona, en su interior, elige cómo recordarlo, y yo voy a hacerlo de la mejor manera posible.
La
gente conocerá el Trocadero de Paris, pero que se ande con cuidado, que el de
Benalmádena le viene pisando los talones. Elegancia y clase tienen los dos para
aburrir. Yo, como simple y humilde consumidor, os recomiendo… con la boca
pequeñita … parís. Siempre. Toujours. Porque restaurantes bonitos hay muchos,
pero ciudades como Paris, ninguna.
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