11 de febrero de 2024

2666. El coloso.

Si hay un libro que solamente con el título haya supuesto un reto para mí, ese fue 2666. Bastaba con nombrarlo para provocar sudores fríos que corrían por mi piel, corriendo de arriba abajo con la rapidez inusitada de una ocasión como esa. 

        Andaba yo por la mitad de Los detectives salvajes, libro que ya comenté por aquí hace unas semanas, cuando uno de los amigos literarios de este pequeño grupo que se ha formado llamado “Albricias librescas”, evocación de nuestro querido Don Quijote, me propuso la futura lectura de uno de los clásicos de Bolaño. Bolaño, singular. Que no Bolaños, nuestro ministro. 

Yo, poco puesto en ese tipo de literatura, recientemente introducido a la corriente latinoamericana, acepté por crear un vínculo. Interesado, por supuesto, en Bolaño, aunque no sabía nada del libro, y aún menos sobre su longitud.  No había 2666 páginas, pero superaba el millar, algo inusual, exótico, repelente. Pero era un reto. Tenía que ser un reto. 

Las 400 páginas restantes de Los detectives fueron efímeras, y en menos de una semana estaba empezando la obra póstuma de un escritor que pretendía publicar ese libro fragmentado en 5 partes. Entiendo por qué, pero menos mal que el editor hizo caso omiso. Imagino que una vez muerto, sintió que podía hacer lo que quisiera: nadie se le iba a quejar.

        2666 ha sido una experiencia en su totalidad, que ha durado un mes físicamente y en mi cabeza, se va a quedar para mucho tiempo; con momentos tan buenos de no poder parar de leer y momentos en los que, incluso no diciendo tanto, mantenía esa intriga, ese sufrimiento. El escritor chileno que por lo que he leído, pasa más tiempo en México que en Chile, consiguió que una monótona parte sobre asesinatos se convirtiera en una de las críticas sociales más metafóricas que se hayan escrito; que 4 teóricos locos por un autor prácticamente desconocido se conviertan en sus 4 apóstoles de una forma inesperada -dato que entendí tras leer la novela y hablar con uno de los lectores más feroces que conozco-; que cualquier persona que haya querido escribir alguna vez en su vida sienta lo que sintió ese alemán que tras vivir lo que vivió, intentaba publicar sus novelas sin mucho éxito; consiguió escribir una obra de 1200 páginas en las que podría decirse que no sobra ni un punto, ningún adjetivo, y tampoco ninguna sus comas.

Evidentemente no es un libro que recomiende a todo el mundo. Mis padres, por ejemplo, han dicho que les sobran 700 páginas. Entendible. A mi hermano, las 1200. Y si os soy sincero, cuando vi ese tocho negro editado a la perfección por Alfaguara, un poco más y me eché para atrás. Pero era un reto para mí. ¿Qué mejor forma para entrarle a la literatura de ese realismo tan mágico como el de Bolaño que con una de sus obras cumbre? Lo compré. Y no me arrepiento. Creo que no me arrepentiré nunca de haberle dicho que sí a Dani, porque ese libro no ha sido solo la apertura a un mundo literario distinto y nuevo para mí, sino también a un grupo de personas de las que se puede aprender cada día. No sabéis la de recomendaciones que me llevo de ese grupo, incluso alguna de las próximas lecturas que podréis ver en este, nuestro querido blog. 

        Creo que no hace falta que comente mucho más. Bajo mi punto de vista, este libro merece que cada persona entre en él, a su manera, a su ritmo, disfrutando del proceso, porque no deja de ser un proceso en el que uno aprende de cada página cómo intentar ser un mejor escritor, y aun así, quedarte muy lejos de Bolaño. 

Disfrutad y no dudéis en comentarme vuestras sensaciones sobre el libro si lo conocéis. 

¡Brindemos por 2666! ¡Brindemos por Bolaño! 


5 de febrero de 2024

La ciudad de las tres culturas

Acabo de regresar de una larga carrera por arriba del río Duero, y sobre el río iba poniéndose el sol. Andábamos Cris y yo riéndonos, cogidos de la mano, disfrutando de ese preciso instante, escuchando su voz cantar, hablando de todo y pensando que nunca volveremos al presente. Pensando que el ahora será pasado y que ya no volverá. Pensando que ese momento, efímero, será pasado cuando lo volvamos a recordar.

        Podríamos empezar diciendo que esto fue algo premeditado, pensado durante semanas, pero no, estaríamos mintiendo. Hay planes que se piensan el mismo día, que se deciden por azar, porque se nos enciende la bombilla, y eso fue lo que ocurrió este fin de semana. 

Llevábamos una semana que había instalado en nosotros una sensación de estrés y cansancio; final de mes en mi empresa, exámenes en su universidad, y Cris me soltó el típico comentario que suele hacer por si cuela: “oye, ¿qué te parece si nos vamos a Toledo?”. Estábamos a miércoles, creo, y empezamos a mirar. Booking está por las nubes, y la verdad, lo que vimos, no nos pareció descabellado. Los precios estaban bien, el transporte era gratis, y solo faltaba encontrar el sitio correcto. Lo más complicado. 

        Cuando uno empieza a buscar, ya no tiene 18 años, y va con pareja, ya no busca cualquier cosa. Y yo diciendo que mis padres eran unos exagerados. Hotel. Habitación con baño propio. Desayuno incluido. Y tenía que incluir terraza. ¿Por qué?, os preguntaréis. Por la simple razón de que, con un vino, en febrero, a las 23 de la noche, a 7 grados, tu vida no puede ser mejor que estando en la terraza. Y si es con vistas al torreón de la catedral encendida, mejor. Y así, dos días más tarde, conseguimos encontrar el hotel ideal para pasar un fin de semana de relax y calma, que bien nos hacía falta. 

Toledo siempre ha sido una ciudad especial para mi. Ahí, hace ya 3 años, me saqué el carné de coche, entre buses y pandemia, algo que parecía impensable en mi yo de Menorca. Algo hubo ahí que consiguió que diera el paso -seguramente la amenaza de no poder llevar a nadie a casa hasta que no lo tuviera tiene algo que ver- para poder obtener la libertad de movimiento necesaria en una isla como la mía. 

        Ahora, el bus no daba la vuelta por todos los pueblos castellanos entre Madrid y Toledo, como en ese verano del 20, pero la cola que había para entrar me hizo presagiar una buena hora de cola. Todo lo contrario. A pesar de la ingente cantidad de personas esperando, que podíamos contar por grupos de 4 o 5 personas de media, estábamos Cris y yo, esperando. “Habría sido mejor coger el coche”, decía. A lo mejor sí me da más miedo del que pienso. 

Conseguimos montarnos en la última fila, como los malotes de la clase, y tras 50 minutos de autovía, con atascos de los que no nos libramos, llegamos a la ansiada Toledo. Ciudad de las tres culturas. Cristianos, musulmanes y judíos convivieron durante los años que el deseo y la indiferencia de los reyes lo permitió. Actualmente, los chinos, los erasmus, y españoles de excursión, convivimos en esas calles estrechas que son de una suma belleza, pero de una utilidad relativamente mínima. Pisos que parecen abandonados, tiendas que hace años que no abren, acogen a toda esa gente que pasea por sus callejones en apnea, entre tiendas de espadas y botigas de mazapán, para finalmente respirar en la plaza de la Catedral, o bajar al río y encontrar un locus amoenus que parece sacado de un cuento, imposible de situar cerca de Madrid, urbe que exhala todo lo contrario.  

Nuestro hotel, relativamente alejado de la ciudad, respiraba calma, privacidad, naturaleza y soledad. Lo que ansiábamos. Si hubiéramos podido quedarnos, yo hubiera trabajado desde aquí, sin ningún problema. Mejor, imposible.

        Toledo fue bonito; el tiempo, soleado y caluroso; el desayuno, diverso y con vistas a la ciudad; la catedral, imponente; las tiendecitas de marroquinería, muy “coquette”; El Trébol, con una bomba riquísima, nos sació; la Plaza del Zocodover, nos timó; las vistas, nos conquistaron; el río nos refrescó con solo el eco del agua; el vino en la terraza nos alegró, y la memoria, se humedeció entre pensamientos de un pasado que ya fue, y que no volverá. 

¿La próxima parada? Quién sabe. Esta mujer que tengo a mi lado es capaz de llevarme a Laponia, aunque ya sea en Madrid o Corcovado, este cuento se ha acabado. Y comieron perdices… aún no. Hasta la próxima.