5 de febrero de 2024

La ciudad de las tres culturas

Acabo de regresar de una larga carrera por arriba del río Duero, y sobre el río iba poniéndose el sol. Andábamos Cris y yo riéndonos, cogidos de la mano, disfrutando de ese preciso instante, escuchando su voz cantar, hablando de todo y pensando que nunca volveremos al presente. Pensando que el ahora será pasado y que ya no volverá. Pensando que ese momento, efímero, será pasado cuando lo volvamos a recordar.

        Podríamos empezar diciendo que esto fue algo premeditado, pensado durante semanas, pero no, estaríamos mintiendo. Hay planes que se piensan el mismo día, que se deciden por azar, porque se nos enciende la bombilla, y eso fue lo que ocurrió este fin de semana. 

Llevábamos una semana que había instalado en nosotros una sensación de estrés y cansancio; final de mes en mi empresa, exámenes en su universidad, y Cris me soltó el típico comentario que suele hacer por si cuela: “oye, ¿qué te parece si nos vamos a Toledo?”. Estábamos a miércoles, creo, y empezamos a mirar. Booking está por las nubes, y la verdad, lo que vimos, no nos pareció descabellado. Los precios estaban bien, el transporte era gratis, y solo faltaba encontrar el sitio correcto. Lo más complicado. 

        Cuando uno empieza a buscar, ya no tiene 18 años, y va con pareja, ya no busca cualquier cosa. Y yo diciendo que mis padres eran unos exagerados. Hotel. Habitación con baño propio. Desayuno incluido. Y tenía que incluir terraza. ¿Por qué?, os preguntaréis. Por la simple razón de que, con un vino, en febrero, a las 23 de la noche, a 7 grados, tu vida no puede ser mejor que estando en la terraza. Y si es con vistas al torreón de la catedral encendida, mejor. Y así, dos días más tarde, conseguimos encontrar el hotel ideal para pasar un fin de semana de relax y calma, que bien nos hacía falta. 

Toledo siempre ha sido una ciudad especial para mi. Ahí, hace ya 3 años, me saqué el carné de coche, entre buses y pandemia, algo que parecía impensable en mi yo de Menorca. Algo hubo ahí que consiguió que diera el paso -seguramente la amenaza de no poder llevar a nadie a casa hasta que no lo tuviera tiene algo que ver- para poder obtener la libertad de movimiento necesaria en una isla como la mía. 

        Ahora, el bus no daba la vuelta por todos los pueblos castellanos entre Madrid y Toledo, como en ese verano del 20, pero la cola que había para entrar me hizo presagiar una buena hora de cola. Todo lo contrario. A pesar de la ingente cantidad de personas esperando, que podíamos contar por grupos de 4 o 5 personas de media, estábamos Cris y yo, esperando. “Habría sido mejor coger el coche”, decía. A lo mejor sí me da más miedo del que pienso. 

Conseguimos montarnos en la última fila, como los malotes de la clase, y tras 50 minutos de autovía, con atascos de los que no nos libramos, llegamos a la ansiada Toledo. Ciudad de las tres culturas. Cristianos, musulmanes y judíos convivieron durante los años que el deseo y la indiferencia de los reyes lo permitió. Actualmente, los chinos, los erasmus, y españoles de excursión, convivimos en esas calles estrechas que son de una suma belleza, pero de una utilidad relativamente mínima. Pisos que parecen abandonados, tiendas que hace años que no abren, acogen a toda esa gente que pasea por sus callejones en apnea, entre tiendas de espadas y botigas de mazapán, para finalmente respirar en la plaza de la Catedral, o bajar al río y encontrar un locus amoenus que parece sacado de un cuento, imposible de situar cerca de Madrid, urbe que exhala todo lo contrario.  

Nuestro hotel, relativamente alejado de la ciudad, respiraba calma, privacidad, naturaleza y soledad. Lo que ansiábamos. Si hubiéramos podido quedarnos, yo hubiera trabajado desde aquí, sin ningún problema. Mejor, imposible.

        Toledo fue bonito; el tiempo, soleado y caluroso; el desayuno, diverso y con vistas a la ciudad; la catedral, imponente; las tiendecitas de marroquinería, muy “coquette”; El Trébol, con una bomba riquísima, nos sació; la Plaza del Zocodover, nos timó; las vistas, nos conquistaron; el río nos refrescó con solo el eco del agua; el vino en la terraza nos alegró, y la memoria, se humedeció entre pensamientos de un pasado que ya fue, y que no volverá. 

¿La próxima parada? Quién sabe. Esta mujer que tengo a mi lado es capaz de llevarme a Laponia, aunque ya sea en Madrid o Corcovado, este cuento se ha acabado. Y comieron perdices… aún no. Hasta la próxima. 


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