12.35h. Hay que salir escalonadamente, sin hacer mucho ruido. En nuestro idioma, no llamar la atención implica ir cantando la canción del herrete de “Phineas y Ferb”. Las caras son todo un poema. No nos apetece nada meternos en el agua. ¿Quién nos manda coger dos clases de surf de 2 horas dos días seguidos? No tenemos remedio… Además, si alguien fuera capaz de levantarse, tendría cierto sentido, pero la coordinación no ha sido lo nuestro.
12.40h. Vemos el mar, giramos a la derecha hacia la escuela y nos reciben con una cara sonriente. Por dentro sabemos que su cara nos está queriendo decir un “os vais a cagar, petardos”, pero intentamos no pensar mucho en ello. “¿Tenéis clase, chicos?”. Sí, ya os digo yo que si no tuviéramos, por propia voluntad, seguramente no estaríamos ahí.
12.42h. Nos dan el neopreno, y uno va al vestuario y procede a intentar ponérselo. Es lo peor de, algo que esperas que no llegue a ocurrir. En ese momento, recuerdas todo lo que has vivido ese fin de semana. Cuando los 7 salimos de Madrid en dirección a una de las primeras escapadas que hacíamos juntos. El viaje, que se había empezado a cocer a fuego lento en febrero, se escenificaba en ese tetris que supuso colocar las mochilas en un coche de 7 plazas con un maletero de un palmo y medio de amplitud. Hay veces que es más cuestión de testarudez que de posibilidades, y hay otras, en las que se necesita la mano femenina de alguien con paciencia y organización. Y esa era una de ellas.
12.43h. Primera pierna del neopreno puesta. La parada en Lerma nos sirvió para recargar fuerzas, y ese vermut fue el indicativo del PH de alcohol que iba a predominar durante las siguientes 72 horas. Tras un par de horas más en el coche, descubriendo a Jimena Amarillo y “Costa Marrón”, llegamos a nuestro querido pueblo de Somo. Costa cantábrica. Una de las mecas del surf en España. El check-in fue muy rápido y después de pisar por primera vez la arena de esa playa ancha que podía recordar a la Bretaña de Dunkerque o a las playas anchas de Florida, decidimos coger el coche en dirección a Santander. Fueron de los 25 minutos en coche más bonitos que recuerdo haber vivido. Mar, montaña, casitas blancas, hasta las señales eran bonitas. Todos mirábamos el paisaje obnubilados por él, como si hiciera mucho tiempo que no veíamos algo parecido.
12.44h. La segunda pierna cuesta más, y te sientas para poder hacer más fuerza. Mención aparte merece el helado de Regma. De mi boca puede que saliera un, “Alberto, como no vayamos ya, vas a encontrarte un puñetazo de la nada”. Eso dicen. Yo no lo recuerdo. Los mejores helados que yo he probado nunca, y con una de las mayores cantidades jamás vistas. A Patri le gustaba compartir y dejó un poquito en el suelo para que las palomas fueran a probarlo.
12.45h. Subes la segunda pierna y se te empieza a apretar toda la zona peligrosa. La compañía del viaje no ha podido ser mejor. 6 amigos, bautizados ya como “Smash Friends”, junto a Cris, que se apuntó al escuchar Surf y se ha convertido en una amiga más del grupo Amigos aplastados. Las bromas de Lafu, la calma de Cande, la sencillez de Patri para levantarse, la maternidad de Elena, la organización de Alberto, y las confidencias y orgullo que sentí por Cris. Toda y cada una de las personas, aportaba algo distinto al grupo, y la cerveza nos unía alrededor de la comida.
12.47h. Salías al sol a que te dieran la tabla, intentando no sentir frío por ningún lado. El acantilado de Langre se convirtió en un sitio donde jubilarnos, montar una granja y criar animales. Aunque lo último se lo dejamos a Lafu y a su vaca Margarita. Llevar bebida y sentarte en unas rocas nunca había sido tan cómodo, aunque un rato más y me habría salido un chichón en el culo.
12.50h. Tenías la tabla más grande de la escuela, y aún así, sabías que no te ibas a levantar. Seguramente ha sido lo más cercano a ir al matadero que vamos a experimentar nunca. Algún insulto por parte del profesor, faltadas que ni Broncano, humillaciones, unos manguerazos contra la pared que ni en el siglo XX y un frío que ni en el Ártico. Aún así, podemos decir que la técnica del 3 Y 4 nos la sabemos. Otra cosa es que sepamos ponerla en práctica.
13.00h. Estamos en la playa, entrando en el mar. El pie entra en contacto con el agua y empieza la criogenización. Si os soy sincero, podría estar más fría. O, por otro lado, nuestra cabeza ya no razona como toca y hemos perdido el sentido de la temperatura corporal. Ves las primeras olas y te animas a intentar surfear alguna, y ahí, justo en el momento en el que tu cabeza está centrada solo en la posibilidad de levantarte, te das cuenta de una cosa. Surfear parece algo rapidísimo, que en dos segundos ha pasado, pero luego te subes a la tabla y la ola pasa lenta. Te da tiempo a apreciar el agua, el sol que cae sobre ti, el color blanco de la ola. Por esta razón, con un par de días de experiencia, creo poder decir que el surf es como la vida. Esa vida llena de momentos que pasan volando por delante nuestra que hay que tratar de disfrutar hasta el último segundo, apreciando el azul del mar, el verde de Cantabria, las cervezas con amigos, los helados de Regma, las puestas de sol en una playa entera para ti, hasta las vueltas a tu vida un domingo después de 3 días de vacaciones.
13.05h. Te has pegado una buena castaña y te has comido la tabla. La vida es eso que pasa entre que te pones un neopreno y te das la primera ostia. Por eso, cuando no recordemos la máxima de vivir hasta el momento más sencillo, todos debemos volver a estos 3 días, recordar las fotos y pensar lo siguiente: “Quien se mueva, es…”.
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