22 de junio de 2024

¡Quítate los zapatos que me pisas la alfombra!

Recuerdo en los tiempos de mi infancia, cuando mis cabellos lucían rubios y mis preocupaciones eran otras, la inalcanzabilidad de una pareja adulta. Ese momento en el que dos personas decidían irse a vivir juntas se asomaba lejos, utópico. El tiempo iba pasando, y con los años, esa sensación se fue acercando, poco a poco, como un tren llegando a su estación. La mayoría de edad denotaba el fin de una etapa que había durado la mayor parte de nuestra vida. No obstante, 2020 fue el año del cambio definitivo.

En primer lugar, una pandemia que obligó a reorganizarse, a volver a los inicios, a no salir de casa y disfrutar de la familia, del tiempo, de esas pequeñas alegrías que nos da la vida y así decrecer el ritmo frenético que llevábamos en nuestro día a día; en segundo lugar, un cambio de carrera, porque cuando ves que algo no funciona, más vale parar y no seguir, aunque sea por “vivir la experiencia”. Me pregunté: “¿seguro que esto es lo mío? Yo no perdía dos años, porque la vida, en esos dos años, me enseñó muchas otras cosas; en tercer lugar, esa oportunidad de trabajo, que me abrió las puertas de una nueva vida futura, aunque en ese momento no lo supiera; y finalmente, esa bajada a la feria. Esa historia que podremos contar en un futuro, esa noche que tú y yo, sin decirnos una sola palabra, entendimos que eso no era un final, sino que, de hecho, podía ser un inicio de algo. Recuerdo en los tiempos de mi adolescencia, cuando mis cabellos lucían castaños y mis preocupaciones eran otras, la cercanía de una pareja adulta.               

        Me levanto de la cama, con las legañas pegadas, la cara arrugada y con sueño atrasado. Sigues durmiendo, hacia el lado derecho, como todos los días. Te miro, te doy un beso en la frente y me voy al salón. No quiero poner la tele, prefiero leer. Así no se oyen ruidos desde la habitación. Tengo que habituarme a este nuevo escenario. Abro la primera página del libro, y a pesar del sueño, las palabras poco a poco van entrando en mi cabeza, una a una, y yo voy disfrutando del libro que tengo en mis manos. Puede ser el de Pol Guasch o el de Sara Gallardo. También el de George Perec, hasta Lolita, de Nabokov. ¿Quién sabe? En todo caso, disfruto cada una de esas páginas en la tranquilidad de este salón, que poco a poco se ha ido llenando de vida, de flores, de historias y cuadros, de libros y discos, de nosotros.

En algún momento en el que no soy consciente de mi alrededor, empieza a sonar la Suite Bergamesque de Debussy en el piso de abajo. La vecina, o vecino, de sexo desconocido, suele practicar diariamente. Hay días que la descubrimos practicando escalas, otros en los que nos deleita con los Liebestraum de Liszt, hasta prueba los conciertos de Rachmaninoff. Es algo que me impresiona y me intriga. Me gustaría conocer a ese músico, o música, poder hablar con él o ella y decirle: “espero cada día el momento en que los primeros acordes del piano empiezan a sonar y vibrar en nuestra casa”. Tras un día largo en el trabajo, la mejor medicina puede ser simplemente el inicio de cualquier sinfonía de Beethoven. Me he planteado dejar de pagar Spotify -lo pagan mis padres-.

        ¿En qué momento puedo venir a despertarte? ¿Hay alguna norma que diga cuándo es considerado como demasiado tarde? ¿Cuál es el límite en el que ya me puedo salvar de un enfado evitable? Creo que voy a esperar 10 minutos más. El libro me está gustando. El ritual en el que se ha convertido ese momento por la mañana me llena el corazón de alegría. Si en algún momento imaginé cómo podía ser la vida viviendo contigo, sé que me quedé corto con las expectativas. Ya lo sabes, pero no me canso de repetírtelo.

En 2 meses hemos pasado de compartir maletas para fines de semana en los que uno iba a casa del otro, encontrarnos compañeros de piso en el salón, compartir un solo baño con amigas y organizar momentos de cocina en los que no hay espacio para tantos, a poder ver una película tranquilamente sentados en el sofá, con tu bol de palomitas de Taylor Swift, a tener el congelador lleno de tuppers solo para nosotros; a poder “convidarnos” cuando queremos, echarnos ese vermú y nuestras patatillas. En 2 meses hemos pasado de compartir maletas para fines de semana a disfrutar de nuestro hogar.

        Sé que no va a ser nuestro hogar definitivo, porque la vida es muy larga, y nos falta mucho por vivir. Sueños que aún parecen lejanos, como una hipoteca, una casa más grande, o simplemente un jardín, van apareciendo poco a poco al final de esta estación. El tren acaba de llegar, y no sé cuánto tiempo parará. Disfrutemos de la parada, esta vez en Retiro, por primera vez juntos, haciendo camino para llegar en un futuro, más o menos lejano, a la siguiente estación. 5 años han pasado muy rápido, pero cuando uno disfruta, el tiempo vuela. Como decía Dovlátov, somos exactamente lo que sentimos que somos. Nada más. Y aquí modifico. Yo, me siento profunda e irreparablemente feliz. Independientemente del lugar, la felicidad es contigo.

Me levanto del sofá, dejo el libro en la mesita de centro, me pongo las zapatillas fuera de la alfombra para no pisarla, y me dirijo a nuestra habitación. No me acostumbro aún a llamarla “nuestra”. Abro la puerta, intentando no hacer ruido. Me acerco a ti, poco a poco, y no me queda otra que decirte:

¿Perrucheo?

19 de junio de 2024

Por ganarme la vida, la estoy perdiendo

Hablar de mayo y del Retiro puede no significar mucho para mucha gente. No tienen mucho en común, quiero decir, a parte de pasar cada año, se mantiene inerte en la vida de la gente. Sin embargo, hay algo que tienen en común, que hace de este periodo uno de los más bonitos del año madrileño. Existe la Navidad con sus luces, el otoño con sus ocres y tonos marrones, las fiestas de los pueblos y barrios con sus cervezas, los domingos de Rastro con sus vermús, y las dos semanas en las que el parque se convierte en uno de los lugares más bonitos del mundo: la feria del libro.

Ir a desfilar por la pasarela de casetas sin ningún título en la mente es, a la vez, lo mejor y lo peor que puede ocurrir. Leía hace algunas semanas un artículo donde el escritor indicaba que, la librería que consigue que el título que ibas buscando no sea el único que compres, sino que añadas otro que hayas visto encima de una de sus mesas, son las que vale la pena visitar. Más de 300 casetas en fila, con unos 200 libros por cabeza, hacen nada más y nada menos que la posible suma de 60.000 títulos en un recorrido que asemeja al de un IKEA: ese pasillo que va guiándote por cada uno de los diferentes tipos de productos para que, en vez de comprar cojines, te lleves los manteles, una silla, un par de flores y un posible armario para tu despacho. Y cuando sales, dices; “¡Mierda! Se me han olvidado los cojines”. En la feria, puede pasar algo similar. 

Y de repente, mientras estaba ahí, ojeando algunos títulos que podían llegar a ser potenciales compras para mi biblioteca, que ya no es mía, sino de Cris y mía -un tema que ya contaré en breve-, me acordé de un libro. Un pequeño libro azul, cuaderno de Anagrama, recién recomendado por escritoras como Paula Ducay o actores como Carlos Cuevas, Estuve aquí y me acordé de nosotros

        Anna Pacheco, periodista y escritora especializada en temas sociales, aborda a través de unas 150 páginas, un tema muy candente, y más en estas fechas: el turismo, el trabajo turístico y la clase. Siendo menorquín, es un tema que he vivido en mis propias carnes, viviendo el turismo y trabajando para él en una agencia de aeropuerto. Las críticas eran buenas, y siendo recomendación de María, nada podía fallar. Me quedará la espinita de que no llegué a que me lo pudiera firmar, aunque imagino que el día en el que esto se pueda solucionar sucederá más pronto que tarde. Esto no es un guiño a la posibilidad de encontrarme con ella y poder hablar de su estudio, un estudio que ha servido de inspiración para un futuro proyecto que quiero empezar a desarrollar. 

Para mi sorpresa, el libro no trata tanto el auge del turismo en nuestro país, que también, sino las condiciones de trabajo de una empresa dedicada a ello. Y aunque ya no trabajo en el mundillo, ha habido muchas afirmaciones, casos y ejemplos que se pueden aplicar no solo a empresas turísticas, sino también a empresas de otros sectores, dejando un reguero de apuntes subrayados en cada una de las páginas que se iban sucediendo. 

Ha sido un libro que he leído mayoritariamente por la noche, esperando un avión a las 4 de la mañana, en un aeropuerto lleno de grupos de amigos esperando a embarcar. De manera que, el ambiente que me rodeaba escenificaba a la perfección todos los diferentes capítulos que iba terminando. Esos turistas, que me acompañaban a altas horas de la madrugada, viajan para olvidarse de lo que son por unos días, porque el lujo es ante todo una actitud, y esto, Pacheco lo escribe a la perfección. En Menorca hay una lista de sitios que uno no se puede perder, y los puedo recitar de memoria: Macarella, Macarelleta, Fornells, la Cova de’n Xoroi, el Poblat de Pescadors, Pont de’n Gil y Ciudadela. ¿Hay sitios mejores? Sin ninguna duda -aunque ese atardecer de verano en Pont de’n Gil es difícil de olvidar-, pero esa foto, la foto que todos los turistas se hacen en el mismo sitio, no hace nada que no sea certificar el viaje frente al resto. He estado aquí. Check.

Trabajamos cada año para irnos de vacaciones, para demostrar un estatus que solo es válido si viajas, si compras productos caros, si… Si te vas a Soria de vacaciones, el nivel cultural que demuestras no es el mismo que quien se va a Cadaqués, Menorca o Islas Cíes. Hay sitios, y SITIOS. En el libro, se nos muestra un claro ejemplo con La piel quemada (1967), dirigida por Josep Maria Forn, que plantea la idea de que “el turismo no se hace solo, sino que lo hacen los trabajadores a cambio de miseria”. Estamos normalizando una forma de vivir y, sobre todo, de consumir, que va a conseguir que, por intentar disfrutar de la vida, la estemos perdiendo. Y es esa la sensación que se tiene muchas veces trabajando, cuando empezar a las 9 de la mañana puede significar salir de casa a las 7:30, y llegar a las 20, una vez has terminado a las 18.30. ¿Trabajo para poder vivir, o vivo para trabajar? Cuando termino mi horario, no tengo tiempo ni ganas de más, y cuando dispongo de tiempo, debo gastar para demostrar que vivo. Benedetti tiene unas palabras muy bonitas que ilustran este momento: “nadie pedirá informes ni balances ni cifras / y sólo tendré horario para morirme / pero el cielo de veras que no es éste de ahora / ese cielo de cuando me jubile / habrá llegado demasiado tarde”.

"Hay veces que nos llega justito para lo que hay que pagar. Alquiler -por las nubes-, electricidad, gasolina. Hay que comer. Hay que vivir también. La familia, la pareja. La vida es eso". Y nada más que eso. Sin embargo, cada vez se hace más difícil. Los sueldos no suben, y si antes, este tema se convertía en una de las prioridades de todos los trabajadores, ahora lo urgente es trabajar mejor. La necesidad de tener más dinero, algo utópico, en vez de verse como una consecuencia de una situación a erradicar, se ha constituido como algo inevitable de nuestro tiempo. Es lo que nos ha tocado vivir. Es lo que hay, se repite. Nos toca conformarnos.

¿Es posible otro tipo de turismo? Habrá que reformular las prácticas a las que estamos acostumbrados. El problema vendrá cuando ese turismo de proximidad al que últimamente damos tanta importancia se convierta en exótico. En ese momento, el paraíso estará perdido, y los destinos morirán. Y tocará volver a buscar otra manera de demostrar ese afán de descubrimiento, construyendo alternativas a un consumo desesperado, de evasión, para que en un futuro no tengamos que afirmar: me acordé de todo lo que no hicimos cuando pudimos. 


13 de junio de 2024

¡Bienvenidos a la Eras Tour!

Pocas frases han suscitado tal vociferación en una multitud. Pocas palabras han tenido un efecto tan eufórico en sus oyentes. Pocas oraciones han provocado tal sinfín de emociones en un grupo de personas, que fueron desde la alegría al llanto, pasando por la locura y el éxtasis. Con cuatro simples palabras, Taylor Swift nos tenía a todos a sus pies. ¿Y qué pinto yo en todo esto? Mucho más de lo que creéis. 

        Todo empezó hará cerca de un año, cuando aparecieron las primeras entradas para un concierto único en el Santiago Bernabéu (no entraremos a valorar la magnitud de estadio en que se ha convertido) de una artista colosal que ha ido ganando fans y haters por igual tras este año lleno de conciertos y éxitos. Unas entradas que se agotaron en menos de una hora y que consiguieron sacar lágrimas en los ojos de mi novia muchas noches antes de acostarse, en la ducha cantando sus canciones, o viendo Tiktoks antes de dormir. Era su sueño. Un sueño que no se iba a cumplir a no ser que comprara una entrada de reventa por 400€ que el azar podía dejarte sin validez ese mismo día.

Pasaron meses sin noticias, sin ninguna mención a un segundo concierto, con algunos rumores y otros posts de clubes que no saben cómo ganar fama. Eso es otro tema. Llegó marzo y con las primeras flores de primavera llegaron nuevos códigos para un nuevo concierto. Un segundo concierto, en primer lugar, antes del concierto que era el primero, que pasaba a ser el segundo. ¿Qué? En fin, el resultado fue que conseguimos dos entradas, tras horas de cola y un precio para nada desorbitado. Íbamos a ver a Taylor Swift. En ese momento no era consciente de la magnitud de tal evento. 

        Se fue acercando la fecha y se fueron sucediendo preparativos que incluían la elección del outfit, la compra de purpurina, pegatinas y un algoritmo de Tiktok basado en información del pre-concierto, posibles anuncios, y compras de merchandising. Éste, llegó el martes 27 a la tienda del Bernabéu. Después de un día de trabajo, con el que llegué a Recoletos a las 19 de la tarde, nos íbamos a mi templo del futbol para ver si podíamos comprar algo para Cris. Una vez ahí, sorprendidos por la cola, que no fue larga, se fue no con una camiseta, sino también con una sudadera que no se va a quitar hasta que tenga 80 años. Y no es para menos. La va a amortizar. Estudió el terreno, los accesos y el bar de al lado, que no falte ese vermut en las noches calurosas del Madrid de mayo. 

Llegó el gran día. Empieza el protocolo Swift en Calle General Pardiñas. Exfoliación y bronceado del cuerpo a las 10. Discografía completa sonando por Spotify. Última prueba del vestido a las 12. Comida para coger fuerzas a las 13.30. Retoques de purpurina y accesorios a las 15 y se pone rumbo al Bernabéu. No bastaba con llegar antes con lo que llegamos mucho antes -de la apertura de puertas-. Había que ver el ambiente, cambiar pulseras, beber mucha agua, ver grupos de gente vestida con botas de cowboy y minifaldas y otros que se habían equivocado y pensaban que era febrero y volvía carnaval. 

        El otro día leí un artículo en el que la autora se consideraba un término que creo adecuado a mi postura frente a ese momento. No me considero fan de Taylor, ni mucho menos como Cris, aunque le he cogido cariño y me está gustando escuchar de vez en cuando sus canciones -al vivir ahora con Cris eso viene a ser en todo momento-, pero sí me considero “swiftcurioso”. No la odio, ni creo que sea una mojigata, o una fresca como llegué a escuchar, pero tampoco me apasiona a niveles religiosos. Y ahí nos presentamos, preparados para vivir uno de los mejores, sino el mejor concierto de mi vida, y sin duda, el mejor día de la vida de mi novia. 

Este artículo es básicamente, por y para ella, para que dentro de años, cuando a lo mejor vuelva a quedar poco para verla, en el Bernabéu, Wembley, Milán o Paris, lea esta entrada y recuerde esa sensación al ver a los bailarines entrar; al ver ese carrito de la fregona y el griterío de la gente al empezar la cuenta atrás; que recuerde el “It’s been a long time”; los primeros acordes de Miss americana en los que solo se escuchaban miles de voces cantar a unísono; recuerda también tu sonrisa al ver a tu Taylor; sus looks en cada una de sus eras; su versión de All too well de 10 minutos en los que lloraste tres veces mostrando que es una de las canciones más bonitas que vas a escuchar; recuerda también todo el disco de Reputation, y su 1989; recuerda el momento del niño y el sombrero; todas las veces que Taylor se dirigió a vosotros, como un cura se dirige a su parroquia llena de fieles; recuerda Karma y el bridge de Cruel Summer y The smallest man who ever lived; recuerda los fuegos artificiales, la ovación en Champagne problems y el momento en que se despidió de todos con un “Hasta pronto”. 

Los días post-concierto han sido complicados. Nadie te enseña a superar esas 3 horas y media en las que la piel se te eriza, las pupilas se dilatan y tus oídos intentan procesar todo lo que está escuchando. Y aunque la respuesta no sea ir a todos los conciertos de esta gira, nunca se sabe lo que puede pasar. Porque sé, aunque tú digas que va a ser complicado, que no va a ser la última vez que la veas. Y yo, tu swiftcurioso, quiero estar ahí contigo, para disfrutar juntos otra vez de una de las mejores experiencias que hemos vivido. …Ready for it?