27 de agosto de 2024

En busca de la Samba perdida

“¿Hoy vais a tocar la Samba?”. Como músico de la Banda de Mahón que ha crecido durante la época de máximo esplendor de la Banda d’Es Migjorn, esta fue una pregunta que durante bastantes años nos dio ciertos dolores de cabeza y provocó que nos hiciéramos la pregunta de si lo nuestro no era tan válido como lo que podían hacer ellos. “Bueno, intentaremos hacer algo similar”, era nuestra respuesta. Su cara con una media sonrisa mostrando decepción, no ayudaba.

Con el Covid llegó una de las noticias que nadie esperaba: el director de la Banda d’Es Migjorn dejaba huérfana la que había sido una banda que llegó a hacer historia y no había una transición tranquila para esa banda que era la favorita de muchos de los pueblos de la isla. Los músicos que no tocábamos con ellos observábamos desde la distancia la euforia que provocaba en el público, el éxtasis en cualquier actuación y la indiferencia y apatía cuando nos tocaba a nosotros actuar. Con la nueva normalidad llegó un nuevo director, pero la Samba, esos 30 minutos de pura emoción, baile, alegría y “bulla”, murieron con él. ¿Cuál era el camino a seguir? ¿Era Samba o la nada? Anne Carson dijo una vez: “La vida después de Proust es un desierto”. La vida después de la Samba era un desierto y había que encontrar nuestro oasis.

En un momento así, en el que parece que nos falta una identidad y podemos ir en búsqueda de un pasado al que agarrarnos, nos embarcamos en un camino para devolver a la gente esa Samba que ya no estaba. Volver a esa esencia nos permitiría construir una identidad sólida, sin fisuras y ganarnos, como banda, un sitio en ese podio que hacemos -o hacía yo- interiormente. Sin embargo, en un mundo en el que echamos de menos el pasado y vivimos un presente que se nos escurre entre los dedos, nos falta tiempo para comprender qué está pasando.  

En El tiempo perdido, la filósofa Clara Ramas dice que “si poseímos el objeto una vez, es posible recuperarlo”, y esa era nuestra idea. Verano tras verano intentábamos juntar distintas obras que pudieran gustar a la gente e imitar esa música que hacía la Banda d’Es Migjorn y que gustaba tanto a la gente. Parecía una fórmula bastante fácil de replicar, y ahí estaba el problema. Nos establecimos en la melancolía y pensábamos el futuro como una recuperación ingenua de lo perdido, sin buscar una salida hacia el futuro. Actuación tras actuación sentía que no llegábamos a conectar con el público, que por mucho que hubiera percusión, que tocáramos I Will Survive o le metiéramos algo de baile, nunca era suficiente. Intentábamos recrear ese deseo que sentíamos anhelando esa Samba perdida que ya no teníamos. 

A lo mejor era un problema nuestro y la gente no le daba tanta importancia. A lo mejor nos infravalorábamos y buscábamos re-crear algo a lo que ya no podíamos volver. “Crecer no es otra cosa que ir dejando atrás instancias a las que no se vuelve”, decía Ramas y en nuestro caso, esto quedó de manifiesto en el momento en que ya han pasado casi 5 años desde que el Covid rompió con eso que tanto adorábamos. 

La generación que llena la plaza en los tiempos actuales ya no es la misma que lo hacía hace 6 o 10 años. La generación que llena la plaza ya no conoce del todo esa Samba que añoran los de la generación que ahora ocupa barras y los lugares más alejados de la plaza. Nos volvemos mayores, quizá por eso ahora recordamos. Los melancólicos querrán que todo vuelva a ser como antes, sin embargo, lo que el melancólico no comprende es que esa Edad Dorada que añora es solo una proyección de su carencia en el presente. Ese objeto perdido no se puede poseer de nuevo en el presente porque ese pasado era cuando las cosas simplemente se daban. De entrada, volver a esa Samba que habíamos perdido, “constituía también el reconocimiento tácito de que esta había desaparecido”, y transformaba algo “natural” en su contrario: lo artificial. 

El melancólico de la Samba entonces, acierta en su diagnóstico: estamos en la pérdida. Pero erra en su solución. Esa Samba que ya no existe no surgió de decisión alguna, simplemente, se dio. Se daba. Como el amor. Se da o no se da. Pero no podemos ya volver a ella. Por eso, debemos actuar como el escritor Marc Augé cuando nos dice que lo que da espesor a ese París recordado es la certeza de que no volverá, pero no por ello está agotado. Eso es lo que le hace vivo. Todos tenemos que inventar nuestro París, porque solo existe cada vez que nos lo inventamos. Lo mismo ocurre con la Samba. No volverá, pero no por ello está ya muerta. Cuando la Samba ocurrió no se disfrutaba conscientemente porque se estaba demasiado ocupado en el disfrute mismo. Al emprender esa peculiar Odisea de recuperar el recuerdo de una Samba que ya no podemos vivir, buscamos una cosa que no es una cosa: tiempo. La solución será dejar de buscar y querer aferrar un pasado perdido y mirar, oír y saborear la nueva experiencia para sentir la Samba que podemos vivir ahora. El verdadero viaje no era ir hacia lo que hacía la otra banda, sino hacia nosotros mismos, nosotros que no seremos ya, nunca más, precisamente, los mismos.

Como dice Kant, “La edad de los padres siempre parece peor que la de los abuelos”. Lo que ahora parece miserable, para los que vienen parecerá glorioso. 

“¿Hoy vais a tocar la Samba?”. Cuando alguien vuelva a hacerme esta pregunta, la respuesta será: “Ahora se llama Post-jaleo. Disfrútalo.” 

Fuente: Diari Menorca


11 de agosto de 2024

De lágrimas se llena la Península

Parafraseando a Almudena Grandes, la memoria es el cofre de los recuerdos donde el tiempo guarda sus tesoros y el alma atesora sus vivencias. Hay algo que encuentro curioso, o más bien, intrigante, en la sensación que emerge de la memoria. El pasado. ¿Qué ocurre con el pasado? ¿Se desvanece y cae como las hojas del otoño? ¿Se disuelve como la niebla al amanecer? El pasado anida en los recovecos de nuestra mente para abalanzarse sobre nosotros como un cóndor esperando. No hacemos memoria de algo que no hemos vivido, ni tampoco de lo que estamos viviendo. Haz memoria, me decía mi madre cuando perdía algo. Recuerdo su cara, su gesto de, yo no puedo hacer más. Sin embargo, esta memoria pasada tiene más que ver con el presente y con el futuro de lo que pensamos. 

Si quisiéramos establecer la definición de obra maestra literaria, sería un poco complicado acotar las variables que tendrían que ser estudiadas, sus valores y la manera de medirlo. Hay pocas cosas más subjetivas que el arte, materia que siempre ha sido considerada inútil, algo peligrosa; cuanto menos creativa sea una sociedad, más puede uno gobernar. Eso debieron pensar muchos cuando empezaron a mandar. Sin embargo, hay algo en lo que todos podríamos estar de acuerdo, y es que para que un libro sea considerado obra maestra, empezar con una buena dedicatoria debería ser de obligado cumplimiento. En el caso de la novela que hoy nos ocupa, esta primera premisa para que en obra maestra se pueda convertir, se cumple de forma ingenua, familiar, simple. Tal como una obra maestra debe ser. 

Quien no sabe de donde viene, no puede saber quién quiere ser. David Uclés, jiennense de nacimiento, originario de Úbeda, decidió en el apogeo de su juventud, en sus años de locura, éxtasis, frenesí, en los que no existe un futuro, sino un único presente, que vuela frente a nuestros ojos, escribir una historia única. Una historia en peligro de extinción, haciendo un ejercicio de memoria para decirnos a todos sus lectores -ahora compañeros de península-, lo que hemos sido durante muchos años y enseñarnos lo que queremos llegar a ser. A lo largo de 700 páginas el autor desafía la realidad, dejando espacio para la fantasía, para la poesía y para la magia. 

Como en el mundo creado por García Márquez, ese mundo que no aparece en los mapas, perdido en mitad de la América salvaje que muchos han situado en algún pueblo del norte colombiano, Uclés nos presenta su Macondo particular; Jándula. Situado en la provicia de Jaén, fue el pueblo que vio crecer a toda su familia, la generación Ardolento, o Arlodento. Ambos servían. Qué más da. Como los Buendía, la familia de Odisto se nos presenta llena de tradiciones, de muerte, algunas alegrías perdidas en mitad de la tristeza general y muchos hijos. Si observamos bien estas dos obras me parece curioso, y a lo mejor es simple coincidencia, que esos mundos separados por la distancia de un océano y por más de 50 años de historia, traten el abandono con sinónimos en sus títulos. Azar puro, o no tanto. Conociendo al autor, algo me hace pensar que no hay tanta locura en esta idea. O quizás, sí. Vuelvo a la acción. 

No era tarea fácil intentar resumir una guerra civil, por mucho que muchos otros autores lo hayan hecho. Por suerte, en la literatura española tenemos novelas que tratan la guerra desde el punto de vista de todos los bandos, desde la visión de un juez, hasta sabemos, con un punto de ficción, qué ocurrió durante los últimos días de la vida de Lorca. No era tarea fácil resumir 15 años de viaje, de entrevistas, de descubrir porqué la gente prefería vestir con mangas largas en verano mientras recogían garbanzos en sus huertos a 40 grados bajo el sol, o cuál era el ritual que se realizaba antes de cualquier parto; no era tarea fácil descubrir porqué los balcones de Madrid son tan estrechos, ni tampoco descubrir la estrategia que Franco escribió en ese papel enterrado en la arena canaria. No era fácil conseguir que algo tan complicado como la guerra, se nos apareciera en forma de realismo mágico. Porque, aunque no exista la gruta -que bien podría ser el túnel de Despeñaperros-, ni hubiera un volcán en mitad de Iberia -aunque lo que pase en Madrid consiga afectar a toda la península-, ni existan flores que congelan a la gente, cada uno de los disparos, de las muertes, de las batallas, fue real. Fue más que real. Y contarlo de esa forma tan bella, tan sentida, tan íntima, hace de este libro algo único. 

La península de las casas vacías es un libro que no vamos a olvidar en breve. Hay libros que se leen y se olvidan. Hay algo en mi interior que me dice que, con este, va a ser más complicado. Será la voz de algún antepasado, que en mitad de mi vigilia me susurra. La península de las casas vacías tiene un poco de García Márquez, pero tiene mucho de Uclés. Y qué maravilla haber descubierto a este autor. Aunque si tenemos que esperar 15 años a que escriba otro libro, voy a tener ya casi 40. David, sé que en tu refugio en Santiago vas a estar leyendo esto; por favor, saca otro libro. Ya. Entre campana y campana.

La península de las casas vacías no era un libro fácil, y David lo hace muy sencillo. Lo hace tan sencillo para que nosotros, simples lectores, podamos sentir desde el sofá de nuestra casa, o en la arena de la playa, lo que sintió cada uno de esos personajes que forman su familia. David deja toda su alma en cada una de sus palabras para que lo acompañemos a lo largo de la historia. Aunque no compartamos apellido. Porque, aunque no seamos Ardolento, o Arlodento, qué más da, todos tenemos un Odisto en nuestra familia. Ese bisabuelo que se fue a la guerra y no volvió. Esa tía que tuvo varios hijos que se le murieron muy jóvenes. O ese amigo de nuestro abuelo con el que no se hablan porque durante la guerra tuvieron ideologías distintas y ya no volvieron a hablar. Esa división, cuya presencia en el ambiente presente vuelve a aparecer, deberíamos dejarla a un lado e intentar, como Odisto al final de la novela, volver a casa y disfrutar. Porque la vida, a veces es tan sencilla como esto.

“En ese pueblo triste, tristísimo, la gente se divierte, sin duda, pero se divierte como si dijera: comamos y bebamos, que mañana moriremos.”


7 de agosto de 2024

A la vida se viene a veranear

El despertador había sonado a las 9.30 de la mañana, sin embargo, no sabía que yo llevaba media hora despierto. Entraba luz por la ventana y se escuchaban las primeras tórtolas de la mañana viajar de un ciprés a otro. En estos días de descanso, romper con la rutina, los horarios y con el orden prestablecido durante 10 largos meses probablemente fuera más difícil que ponerse a trabajar. Aún así, ese día seguramente había sido en el que más hubiera descansado en los últimos tres meses. 

La vida en el campo es tranquila, natural, sencilla, lejana a todo lo que significa Madrid o Menorca en verano. Si este tenía que ser un verano diferente, lo había conseguido. Y tan diferente. Las tostadas suelen ser con tomate y aceite, y la leche hay que hervirla en una olla todas las mañanas al no haber microondas. Siempre hay café hecho por los padres de Cris y nuestro trabajo consiste en juntarlo todo y llevarlo al porche, encima de una mesita de piedra con dos sillas de plástico. No hemos descubierto cómo ahuyentar a las avispas, aunque hemos probado la albahaca y un limón con clavos que no parecen hacer efecto. En este rincón del mundo puede que la gente no exista porque no se escucha nada. En este rincón del mundo, rodeado de olivas y campo puede que vivamos en un universo paralelo donde más allá del portón rojo existe lo desconocido. 

Esta nueva rutina que se adhiere a nosotros en menos de los 21 días estipulados por El monje que vendió su Ferrari, podría ser eterna. Me siento en el merendero, en una de esas sillas de hierro que están por todos los jardines de París, cubierto por lo que aún no sé si es una higuera, una yuca o un manzano, o cualquier otra planta que desconozco y abro mi portátil. Suelo escribir mejor por la mañana, cuando mi cabeza todavía no se ha asentado sobre ningún pensamiento. Escribo mejor cuando tengo tiempo para escribir. Que no suele ser habitual. En las dos horas que llevo despierto no he leído nada ni he escuchado nada aparte de las canciones de Taylor Swift que me pone Cris en el coche. A veces, en la lejanía del interior de la casa, que parece encontrarse a miles de quilómetros, se escucha la cadena Ser, donde Sastre es siempre un buen hilo conductor por el que empezar a escribir algo.

Cuando el sol empieza a aparecer entre los árboles que hacen de guardianes de nuestro imperio campestre, empiezo a escuchar algo que repite mi nombre, susurrándolo una y otra vez. Parece que se escucha algo en el interior de la casa. Voy a nuestra habitación, donde aparece el bañador rosa, el que me suelo poner casi todos los días, pidiendo que lo saque a pasear. Necesita refrescarse en el frescor de la piscina, volver a mojarse para recuperar su vida, para lo que ha sido creado. Me cambio de ropa, miro que no lleve nada en los bolsillos y me dirijo a la zona de la piscina. Intentas evitar las baldosas, cuya superficie quema, invitando a no pasar por ahí, y quema para que saltando llegues a la alberca, donde en ese último salto vuelves a vivir. Ese último salto que te da aliento para otros 20 minutos de calor y de sol.

Una vez en el agua, siempre nos ha gustado jugar. Nos abrazamos, jugamos a pasar por el aro, la siento encima de la colchoneta, nos pasaríamos una pelota si a Cris le gustara que nos pareciésemos a dos hermanos picados, y de repente sentimos una corriente desconocida. No habíamos sentido nunca esa sensación. Algo nos arrastraba sin saber nosotros nuestro destino. El día se oscureció, como si hubiéramos entrado en un túnel en el que solo ves paredes negras que no reflejan ninguna imagen, hasta que al final de ese túnel apareció un punto de luz amarillo. Esa corriente fría que duró unos segundos más que parecieron eternos, nos transportó de repente a un lugar soleado, de costa. En medio del mar, podía ser cualquier lugar.  

Nadando pudimos llegar hasta la orilla, empezamos a descubrir ese lugar donde nos había soltado la corriente. Estábamos sentados en la playa, con nuestras toallas rebozándose en arena, y decidí mirar al horizonte. ¡Ya sé dónde estamos! ¡Ahí está Carvajal! ¡Y el Kalifato! Las playas de Málaga tienen algo que me cautiva. No será el verde que las rodea, ni la tranquilidad. Tampoco su agua cristalina. Tras mucho pensarlo, y he tenido horas para hacerlo, hay algo en esa niebla que nace de cada granito de arena que baña la costa malagueña que me gana cada año. Cris siempre me dijo que cómo me iban a gustar sus playas teniendo las de Menorca. Es cierto que no hay punto de comparación, pero siempre me he definido como un isleño urbanita. A mi me puede la ciudad. En Fuengirola, ese híbrido entre ciudad de costa, pueblo de extranjeros, y Málaga en estado puro, supongo que será ese olor a sardina, esa caña fresquita antes de comer, un mojito a la sombra de la sombrilla o la ducha por la tarde una vez has llegado a tu casa, pero tiene un color especial que me instala una sonrisa en la cara. Será el color de la niebla costera.

Sylvia Plath se levantó un día en su casa, cuando el sol amanecía, sin legañas en la cara, me la imagino siempre perfecta, y con un café solo en vaso de cristal estrecho al lado decidió escribir lo siguiente: “si viviera junto al mar nunca estaría realmente triste. Obtengo una inmensa sensación de eternidad y paz en el océano. Puedo perderme mirándolo hora tras hora”. Y tiene toda la razón. Hay algo en ese azul del mar que nos cautiva, que nos atrapa hasta mecernos en un sueño eterno del que uno desea no despertar. Será la bajada de tensión, la relajación de las vacaciones, o una sustancia tóxica que nos deja medio adormilados, pero en ese inmenso azul que encuentra en el cielo su media naranja residen las almas de muchos visitantes que viajan a la costa en busca de paz y serenidad. 

El despertador había sonado a las 9.30 de la mañana, sin embargo, 48 largas horas después, el despertador seguía sonando y nos encontrábamos en Málaga comiendo espetos, boquerones al limón y un par de rosadas. La corriente volvió a llevarnos de golpe a la piscina, pero a nosotros ya nos daba igual. La vuelta fue más corta, como siempre. A la vida se viene a veranear, y si tenéis la suerte de hacerlo con buena compañía, ya que a Cris me la quedo yo, eso que os lleváis. De momento, tenéis este blog para que os acompañe lo que pueda. 

Como Ángel Martín diría; a veranear. Os quiero.