7 de agosto de 2024

A la vida se viene a veranear

El despertador había sonado a las 9.30 de la mañana, sin embargo, no sabía que yo llevaba media hora despierto. Entraba luz por la ventana y se escuchaban las primeras tórtolas de la mañana viajar de un ciprés a otro. En estos días de descanso, romper con la rutina, los horarios y con el orden prestablecido durante 10 largos meses probablemente fuera más difícil que ponerse a trabajar. Aún así, ese día seguramente había sido en el que más hubiera descansado en los últimos tres meses. 

La vida en el campo es tranquila, natural, sencilla, lejana a todo lo que significa Madrid o Menorca en verano. Si este tenía que ser un verano diferente, lo había conseguido. Y tan diferente. Las tostadas suelen ser con tomate y aceite, y la leche hay que hervirla en una olla todas las mañanas al no haber microondas. Siempre hay café hecho por los padres de Cris y nuestro trabajo consiste en juntarlo todo y llevarlo al porche, encima de una mesita de piedra con dos sillas de plástico. No hemos descubierto cómo ahuyentar a las avispas, aunque hemos probado la albahaca y un limón con clavos que no parecen hacer efecto. En este rincón del mundo puede que la gente no exista porque no se escucha nada. En este rincón del mundo, rodeado de olivas y campo puede que vivamos en un universo paralelo donde más allá del portón rojo existe lo desconocido. 

Esta nueva rutina que se adhiere a nosotros en menos de los 21 días estipulados por El monje que vendió su Ferrari, podría ser eterna. Me siento en el merendero, en una de esas sillas de hierro que están por todos los jardines de París, cubierto por lo que aún no sé si es una higuera, una yuca o un manzano, o cualquier otra planta que desconozco y abro mi portátil. Suelo escribir mejor por la mañana, cuando mi cabeza todavía no se ha asentado sobre ningún pensamiento. Escribo mejor cuando tengo tiempo para escribir. Que no suele ser habitual. En las dos horas que llevo despierto no he leído nada ni he escuchado nada aparte de las canciones de Taylor Swift que me pone Cris en el coche. A veces, en la lejanía del interior de la casa, que parece encontrarse a miles de quilómetros, se escucha la cadena Ser, donde Sastre es siempre un buen hilo conductor por el que empezar a escribir algo.

Cuando el sol empieza a aparecer entre los árboles que hacen de guardianes de nuestro imperio campestre, empiezo a escuchar algo que repite mi nombre, susurrándolo una y otra vez. Parece que se escucha algo en el interior de la casa. Voy a nuestra habitación, donde aparece el bañador rosa, el que me suelo poner casi todos los días, pidiendo que lo saque a pasear. Necesita refrescarse en el frescor de la piscina, volver a mojarse para recuperar su vida, para lo que ha sido creado. Me cambio de ropa, miro que no lleve nada en los bolsillos y me dirijo a la zona de la piscina. Intentas evitar las baldosas, cuya superficie quema, invitando a no pasar por ahí, y quema para que saltando llegues a la alberca, donde en ese último salto vuelves a vivir. Ese último salto que te da aliento para otros 20 minutos de calor y de sol.

Una vez en el agua, siempre nos ha gustado jugar. Nos abrazamos, jugamos a pasar por el aro, la siento encima de la colchoneta, nos pasaríamos una pelota si a Cris le gustara que nos pareciésemos a dos hermanos picados, y de repente sentimos una corriente desconocida. No habíamos sentido nunca esa sensación. Algo nos arrastraba sin saber nosotros nuestro destino. El día se oscureció, como si hubiéramos entrado en un túnel en el que solo ves paredes negras que no reflejan ninguna imagen, hasta que al final de ese túnel apareció un punto de luz amarillo. Esa corriente fría que duró unos segundos más que parecieron eternos, nos transportó de repente a un lugar soleado, de costa. En medio del mar, podía ser cualquier lugar.  

Nadando pudimos llegar hasta la orilla, empezamos a descubrir ese lugar donde nos había soltado la corriente. Estábamos sentados en la playa, con nuestras toallas rebozándose en arena, y decidí mirar al horizonte. ¡Ya sé dónde estamos! ¡Ahí está Carvajal! ¡Y el Kalifato! Las playas de Málaga tienen algo que me cautiva. No será el verde que las rodea, ni la tranquilidad. Tampoco su agua cristalina. Tras mucho pensarlo, y he tenido horas para hacerlo, hay algo en esa niebla que nace de cada granito de arena que baña la costa malagueña que me gana cada año. Cris siempre me dijo que cómo me iban a gustar sus playas teniendo las de Menorca. Es cierto que no hay punto de comparación, pero siempre me he definido como un isleño urbanita. A mi me puede la ciudad. En Fuengirola, ese híbrido entre ciudad de costa, pueblo de extranjeros, y Málaga en estado puro, supongo que será ese olor a sardina, esa caña fresquita antes de comer, un mojito a la sombra de la sombrilla o la ducha por la tarde una vez has llegado a tu casa, pero tiene un color especial que me instala una sonrisa en la cara. Será el color de la niebla costera.

Sylvia Plath se levantó un día en su casa, cuando el sol amanecía, sin legañas en la cara, me la imagino siempre perfecta, y con un café solo en vaso de cristal estrecho al lado decidió escribir lo siguiente: “si viviera junto al mar nunca estaría realmente triste. Obtengo una inmensa sensación de eternidad y paz en el océano. Puedo perderme mirándolo hora tras hora”. Y tiene toda la razón. Hay algo en ese azul del mar que nos cautiva, que nos atrapa hasta mecernos en un sueño eterno del que uno desea no despertar. Será la bajada de tensión, la relajación de las vacaciones, o una sustancia tóxica que nos deja medio adormilados, pero en ese inmenso azul que encuentra en el cielo su media naranja residen las almas de muchos visitantes que viajan a la costa en busca de paz y serenidad. 

El despertador había sonado a las 9.30 de la mañana, sin embargo, 48 largas horas después, el despertador seguía sonando y nos encontrábamos en Málaga comiendo espetos, boquerones al limón y un par de rosadas. La corriente volvió a llevarnos de golpe a la piscina, pero a nosotros ya nos daba igual. La vuelta fue más corta, como siempre. A la vida se viene a veranear, y si tenéis la suerte de hacerlo con buena compañía, ya que a Cris me la quedo yo, eso que os lleváis. De momento, tenéis este blog para que os acompañe lo que pueda. 

Como Ángel Martín diría; a veranear. Os quiero. 


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