16 de junio de 2025

Lo mismo de siempre...para los de siempre

Ufff, el verano. La maldita, bendita, agotadora y maravillosa estación. Llega sigilosa, con ese calor pegajoso de mayo que te avisa que ya está aquí la juerga. Y luego, zas, se instala con toda su artillería. El primer helado de cucurucho que se te derrite por los dedos antes de que puedas darle dos lametones, el olor a crema solar en el súper, los chiringuitos montando sus toldos, y claro, el anuncio de Estrella Damm. Ese puñetero anuncio que, año tras año, consigue que se nos caiga la baba y que nos entren unas ganas locas de teletransportarnos a una cala de aguas turquesas con amigos que ríen a carcajadas.

Y es que Menorca ha sido siempre un telón de fondo perfecto para esa fantasía veraniega. No es la primera vez que sus calas, su luz y su gente nos hipnotizan desde la pantalla. ¿Quién no recuerda aquel mítico anuncio donde sonaba The triangles con su pegadizo "Applejack"? Un tema que se convirtió en la banda sonora oficiosa de mil veranos, anclado en la memoria colectiva como el aroma a salitre y protección solar. Aquellos anuncios vendían un sueño, una promesa de libertad y belleza en un paraíso cercano.

Marina Munar, en su artículo "Lo mismo de siempre", lo clava. Lo clava con esa precisión de cirujano que te hace pensar: joder, si es que es verdad. Esa necesidad imperiosa de volver al origen, a la esencia, a lo que nos conformó. La búsqueda de la calma en el caos, de la raíz en la maleza. Volver a ese pueblo de la infancia donde las calles olían a romero y a siesta, a la casa de la abuela con sus rebozados y sus VHS, a ese grupo de amigos con los que el tiempo no pasa. Es la nostalgia de lo auténtico, de lo que nos ancla a la tierra, de lo que nos recuerda quiénes somos cuando el mundo nos empuja a ser mil cosas a la vez. El anuncio de Estrella Damm es el epítome de esa búsqueda: gente guapa, en lugares idílicos, disfrutando de lo sencillo, volviendo a lo de siempre. Y nos lo creemos. Vaya si nos lo creemos.

Lo veo y me asombro. Veo esas calas a las que he ido alguna vez, que conozco, que he pisado. Y me asombro. Me asombro de lo bonita que es Menorca, sus pueblos blancos, sus gentes amables, sus plazas llenas de vida en las fiestas de Sant Joan o el olor a ginebra en el ambiente. Los bares de toda la vida. Las “formatjades”, los “flaons”, los “pastissets” y su “sobrassada”. Las canciones de toda la vida, el “tambor i es fabiol”, las guitarras y sus bandas de música. Sus playas vírgenes, calas y “macares”. Y aunque a veces, en el día a día, uno pueda parecer que no valora lo que tiene, que lo da por sentado, cuando ves tu tierra proyectada en una pantalla, tan idílica, tan perfecta, pero sabes que esa imagen ya no se corresponde del todo con la realidad, la sensación se jode. Se jode porque esa belleza se ha convertido, para sus propios habitantes, en un lujo inalcanzable.

Pero, y siempre hay un "pero" que te revuelve las tripas, hay algo que chirría. Algo que se te clava como una astilla en el ojo mientras ves a esa gente tan feliz chapoteando en el Mediterráneo. Es la frase de la abuela. Esa abuela adorable, con su sabiduría curtida por el sol y la sal, abuela de arrugas sabias, que pregunta con una inocencia desarmante: "¿Cuándo os vais?". Y ahí es donde se te cae el alma a los pies. Porque mientras los protagonistas del anuncio "vuelven", los de Menorca se van. O se quedan, pero asfixiados.

Esa frase es un puñetazo en el estómago. Es la cruda realidad que se esconde detrás de la postal idílica. Es el grito silencioso de una isla que ya no da más de sí. Los menorquines, los que viven ahí todo el año, los que mantienen viva la isla cuando los turistas se van, se ven obligados a una diáspora silenciosa o a la resignación. Ya no es que no disfruten igual de sus playas o de sus pueblos; es que no pueden acceder a ellos. Los precios del alquiler se disparan a cifras obscenas, inasumibles para un salario local. Lo que antes era el hogar de varias generaciones se convierte en un apartamento turístico, vaciando los pueblos de vida y de identidad propia.

Pienso en ese concepto de "no-lugar" de Marc Augé, esos espacios de tránsito, anónimos y despersonalizados, que no crean lazos ni historia. Menorca, con su masificación, corre el riesgo de convertirse en un enorme no-lugar durante el verano, un mero escenario para la fantasía ajena. Los supermercados se llenan de productos pensados para el turista, los bares y restaurantes cambian su carta para satisfacer la demanda globalizada, y las calas, antaño rincones de paz y encuentro local, se convierten en aparcamientos de toallas y sombrillas donde no cabe un alfiler. 

Sin embargo, Augé, que era un tipo listo como pocos, también se sacó de la manga otra idea: que a veces, cuando un lugar se esfuma, cuando se desdibuja o se desvirtúa, su verdadera belleza reside precisamente en esa ausencia. En el recuerdo, en la evocación, en lo que ya no está. Y, joder, qué doloroso y qué cierto es eso. Por eso, quizás, estamos obligados a inventarnos nuestra propia Menorca. Una Menorca mental, a la medida de nuestros anhelos, una isla que solo exista en la cabeza, libre de masificaciones y especulaciones. Y seamos sinceros, de todas las Menorcas posibles, esa que nos vende el anuncio de Estrella Damm, esa de risas infinitas y calas desiertas, esa que parece sacada de un sueño, es, sin duda, la más atractiva. La que queremos creer. La que nos consuela, aunque sea por un ratito, de la cruda realidad.

Es la paradoja del crecimiento insostenible: lo que atrae al turista es, a la larga, lo que lo destruye. La búsqueda de nuestro propio paraíso, muchas veces, aniquila el paraíso de otros. Es el cuento del pastor que mata a la gallina de los huevos de oro, solo que en este caso, la gallina es una isla y los huevos, el bienestar de sus habitantes. ¿De qué sirve una belleza natural si solo unos pocos privilegiados pueden disfrutarla? ¿Dónde queda el sentido de comunidad, de pertenencia, cuando tu hogar se convierte en un parque temático?

Así que sí, el anuncio es precioso. Te vende un sueño. Te recuerda esa parte de ti que anhela volver a la sencillez. Pero detrás de la música pegadiza y las risas al sol, se esconde la paradoja del turismo masivo. La búsqueda de nuestro propio paraíso, muchas veces, destruye el paraíso de otros. Y esa es una reflexión que, por mucho que nos duela, no podemos ignorar cada vez que suena la canción del verano. Porque, al final, no todos "volvemos" a lo mismo. Algunos, simplemente, se ven obligados a irse.

Marina, tienes toda la razón. Volver a los orígenes, a "lo de siempre", a ese paraíso personal que nos reconecta con quienes somos, es algo precioso. Para ese grupo de catalanes del anuncio, es una experiencia fantástica, un lujo que pueden permitirse, un viaje de vuelta a la esencia. Pero, la verdad, es una idea que me remueve por dentro. Porque mientras ellos vuelven, yo me siento como esa abuela. Sé que os necesitamos, que la economía de la isla depende de vuestra presencia, pero hay una parte de mí que, aunque lo intente disimular, a veces no puede evitar preguntarse: ¿pero cuándo os vais?


No hay comentarios:

Publicar un comentario