Lo que tiene Milena es que sabe mirar sin exigirle a la vida que le devuelva la mirada. Como si lo más bonito no fuera que la vida te pase por encima, sino que tú la observes pasar con un vestido ligero y una copa de vino en la mano, con una cierta ironía, como quien se sabe dentro de algo que no controla del todo. Algo que, sin embargo, eligió vivir. Y en eso pensaba yo —en esa dulzura que también es una forma de resistencia— cuando se me cruzó una imagen tonta: la de ese rodaje. No uno de Hollywood, ojo. Uno de esos que se montan deprisa, con sillas plegables y un catering de empanadillas frías. Uno en el que cada persona tiene un papel. El director, el guionista, los actores, los que esperan su momento con cara de no saber si les van a llamar o no.
Así vivimos nosotros también. Como si estuviéramos rodando una película cuya trama no acabamos de entender, pero en la que vamos repartiendo personajes a la gente que se nos cruza. A ti te toca hacer de amigo fiel. A ti de amada que llega de forma azarosa. A ti de madre que quizá no entiende nada pero quiere abrazarte igual. A ti de figurante que pasa y deja un olor, un gesto, una frase que se te queda toda la vida. Y lo más loco de todo: tú escribes el guion, tú eliges a los actores, tú decides el tono… pero luego resulta que nadie te hace caso. Ni siquiera tú mismo.
Y ahí es donde Milena brilla. Porque su libro no es solo un paseo por el amor, los recuerdos o la muerte. Es, en realidad, una declaración de intenciones: que la vida es una mezcla rara entre improvisación y coreografía, y que lo único sensato es elegir bien la luz, buscar el mejor encuadre y aceptar que a veces las tomas salen borrosas. Que hay días en los que todo el mundo está fuera de personaje y otros en los que la escena es tan perfecta que nadie se atreve a cortar.
Y luego está la madurez, claro. Ese animal extraño que nadie te enseña a cuidar y que un día se te cuela en casa sin avisar. Milena la menciona casi de paso, como quien abre una caja y descubre dentro algo que no esperaba: “Mi vida me había dejado de gustar y no sabía qué hacer para cambiarla, tal vez la madurez fuese aquello”. Y ahí, en esa frase que parece un desliz, está una de las verdades más limpias del libro.
Porque quizá la madurez no sea más que eso: darte cuenta de que hay cosas que ya no te gustan y que no sabes cómo se arreglan. Que los juegos ya no tapan las heridas. Que el deseo no basta para mover las piezas. Que el tiempo —ese editor que va tachando con bolígrafo— ha empezado a borrar los atajos. De niños, lo que no nos gustaba se podía esquivar con una canción, con un escondite, con un “ya se me pasará”. De adultos, hay días en que ni un abrazo, ni el psicoanalista, ni el mar consiguen mover un milímetro lo que duele. Y no porque nos hayamos vuelto cínicos, sino porque hemos aprendido que hay dolores que también forman parte del decorado.
Milena no lo dice a gritos. Lo susurra entre páginas: madurar es mirar a tu vida de frente, no gustarte del todo y, aun así, quedarte. No por resignación, sino por una suerte de amor cansado. De amor del bueno. Y en ese gesto —el de seguir escribiendo aunque la escena no sea perfecta— hay más dulzura que en todas las vidas idealizadas que nos inventamos para aguantar el día.
La dulce existencia no te enseña a vivir. Te muestra cómo alguien vive con el corazón un poco partido y el ego en su sitio. Cómo se puede amar sin contrato. Cómo se puede desear sin caer en el vértigo. Cómo se puede envejecer con risa baja y ganas de un segundo café. Y tú lo lees y piensas que sí, que ojalá esa fuera la película. Que ojalá viviéramos todos como si estuviéramos rodando También esto pasará: una cinta sin efectos especiales, con conversaciones que parecen escritas por alguien que escucha, con silencios que se quedan en la sala como el humo de un cigarro que nadie quiere apagar.
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