29 de noviembre de 2020

Explosión de color en Thames River

Próxima estación, este artículo. Correspondencia con It’s Christmas in London baby. Así terminamos la anterior entrada y así empezamos la noche de hoy. En Londres. 31 de diciembre. Ocho de la tarde. De noche, evidentemente. Un frío que pelaba -porque hacía un frío de esos que se te mete en el cuerpo y no sale hasta que te duchas-. Luces de navidad encendidas en todas las calles repletas de gente y canciones sonando en todos lados. Colas de decenas de personas en todas las tiendas y restaurantes llenos hasta límite de aforo. Aforo al 100%. Qué tiempos aquellos… Se acercaba el final del 2019 y queríamos terminar de disfrutar ese día diferente para nosotros.

        En las noticias siempre habían enseñado los fuegos artificiales de Londres y cualquiera que fuera en Navidad tenía que intentar ir a verlos. Habíamos mirado diferentes opciones, pero todas eran igual de complicadas para una familia que no había estado nunca en Londres y no sabía cómo funcionaba la ciudad. Metro, horarios, precios… Los británicos no nos dejaban de ofrecer entradas para ir a ver la función, pero sonaba más caro que unos calcetines de Gucci. Nos apetecía, pero era como la reventa de unas entradas para la final de Champions: falsa.

Seguían sonando villancicos y se iba acercando la hora de cenar. A esa hora en España se merienda, no se cena, pero buscamos un sitio para cuatro. Alguna mesa en cualquier sitio medio decente. Era un día especial y queríamos cenar fuera y no en el hotel. Nunca se nos había dado la oportunidad, por pereza, comodidad… pero queríamos aprovechar ese día diferente. Y llegamos al McDonalds. Vosotros pensaréis, ¿quién cena en fin de año en un McDonalds? Para vuestro asombro, demasiadas personas, más de las que incluso yo –un forofo del McDonalds- imaginaba. Estaba lleno, y se iba llenando por momentos. El resumen de esa cena fue que esa iba a ser la primera de muchas veces que cenáramos una hamburguesa en fin de año. La gente siempre tiende a comer grandes platos en esos días, y a veces, no nos damos cuenta de que no es lo qué comamos, sino cómo lo comamos, con quién, o dónde. Pasar de gambones o lechona a patatas fritas y una CBO no es un tan mal cambio. Eso sí, hay que decir que los McDonalds, como en España en ningún sitio. ¡Qué hamburguesas más raras! Ya me había pasado en Florencia, y aquí viví un dejàvú. El que avisa no es traidor…

La gente llenaba colas para entrar a las zonas donde se podían ver los fuegos artificiales y también, para fiestas privadas en edificios inmensos. Mujeres con vestidos largos y hombres con esmoquin era lo que más se repetía. Y entre esa multitud, cuatro menorquines vestidos con lo que llevaban en el avión, y un gorro de lana, buscamos una callejuela con vistas al río, para intentar ver lo que toda Inglaterra quería ver. Pero fue en vano. No había manera de no toparnos con otro edificio, por lo que decidimos volvernos al hotel.

        No eran ni las doce en España y ya íbamos con el pijama puesto. En la habitación llena de moqueta. (¡Cómo no!) Imaginaros las ganas que teníamos de celebrar el 2020 que llevábamos 12 uvas para cada uno en una bolsita y 12 chuches para hacer unas segundas campanadas, a las doce de Reino Unido. Uno. Dos. Tres. Las uvas fueron desapareciendo y el 2020 se convirtió en realidad. Al menos en España. Una hora más tarde, esperando campanadas, descubrimos que en Londres se hace cuenta atrás y vimos que las 12 chuches eran una tontería. Un error de novatos, pero nos las comimos igual.

Los fuegos fueron simplemente espectaculares. Un acto digno de ser visto. Pero por la tele, como en ningún sitio. Mucho mejor que en la calle, y encima, con ese frío. Primrose Hill, Vauxhall Bridge, Monument… Anda, anda. Ya habrá muchos otros años para ir a verlo. Eso sí, a partir de ahora, mi cena de fin de año va a ser la cena que todo el mundo desea y nadie quiere admitir. Una buena hamburguesa. Encima, si no nos dejan ser más de seis, al menos le va a dar alegría. Fue una celebración de un año que prometía mucho. Un año que empezamos en Londres. Nos faltaba mucho por ver y con vosotros lo vamos a ir recorriendo poco a poco.

Sin duda, es una experiencia que recomendaría una vez en la vida. Eso sí, mejor intentad no ir a un McDonalds. Id a ver ese ambiente. Festivo. Divertido. Diferente. También, ya que estamos, os recomiendo ir a ver mis otros artículos. Espero que os gusten. 31 de diciembre. Londres. Ocho de la tarde. El verdadero quién pudiera...

21 de noviembre de 2020

Madrid, ciudad de gatos

Muchos estaréis pensando, ¿por qué ciudad de gatos? ¿Hay gatos en todas las esquinas? ¿Es la mascota favorita? No. Evidentemente no. Los perros aquí también son bienvenidos, para que se vea que somos un blog inclusivo y respetuoso con todo el mundo.

    Hoy vamos a hablar de Madrid, una ciudad a la que la mayoría de gente ha viajado una vez en su vida. No sabes si es porque está en el centro del país, si es porque todas las carreteras salen de la Puerta del Sol, o porque pilla cerca a todo el mundo. A ver, a los isleños no, pero teniendo en cuenta que para salir de aquí tienes que coger un avión, qué más da si Madrid o La Coruña. Al menos a mí me da igual.

En su primera vez, todo el mundo llega ilusionado a la capital madrileña. Ser virgen de Madrid te hace descubrir cosas que no descubres en otros sitios. Aunque sí es verdad que al ir de turismo unos días, tal vez no descubres lo suficiente como cuando eres uno de sus "gatos", aunque sea temporalmente. ¿Y gatos por qué? Hay dos teorías; la primera, menos aceptada, es debido a un soldado del siglo IX, que trepó por una pared en una batalla y su agilidad le dio el nombre de gato. Esta es bastante regulera, a mi parecer. La segunda, más aceptada y más real, que es debido a la vida nocturna de los madrileños, como la que tienen los felinos. Es cierto que al llegar allí te acostumbras a ver gente en la calle hasta a las 3 de la mañana. Algo curioso. Será que al ser de pueblo, estas cosas te sorprenden.

    Madrid no es solo su Gran Vía y Preciados, esas galerías llenas de tiendas y gente que se llenan en Navidad. Antes de irme a vivir ahí, yo también pensaba eso, hasta que llegué con mis 4 maletas un 9 de septiembre. Al principio, estudiar allí es vivir en un mundo irreal: salir a cenar todos los días; salir de fiesta los fines de semana, teniendo en cuenta que hay 300 veces más discotecas que en Menorca; salir a pasear a ver la puesta de sol o solamente a tomarte una cerveza con tus amigos. Si algo no le falta a Madrid es gente, por eso extraña tanto verla como está ahora con la Covid. Mi asombro al verla vacía en verano me sorprendió y me dio una cierta pena; esa ciudad que yo adoraba se había vuelto un alma en pena donde la gente vagaba por la calle para mantener una cierta vida social, cuyo nivel no se iba a recuperar en mucho tiempo. Bares cerrados, hoteles con camas que tapiaban la entrada, sin gente en Preciados y con parques vacíos al atardecer. Una pena.

Madrid no es solo su Gran Vía y Preciados. Madrid es perderte por sus calles. Madrid es su Calle Serrano decorada por Navidad; sus manolitos de cebra y los de chocolate blanco –quien no los haya probado que vaya hoy-; Madrid es su calle Princesa llena de árboles infinitos; su Retiro con sus barcas y árboles marrones en otoño; Malasaña y sus tiendas vintage; Madrid es su Prado y sus museos, su metro y estaciones de tren. Madrid es mucho. Mucho más de lo que ves como turista. Madrid son sus bares de copas, también su Plaza Mayor y sus bocadillos de calamares, sus cafés y churros, su gente y tu familia. Tu segunda familia. No conozco a nadie que no le guste Madrid. Y si no le gusta, lo dice porque no ha estado allí.

Aunque se diga que son unos prepotentes, unos antipáticos, y que se creen superiores al resto. Madrid es mucho Madrid. Podrá no ser la mejor ciudad del mundo, pero eso es porque la sociedad de hoy en día, y más los españoles, somos muy nuestros. Lo nuestro es lo mejor, y el resto que se j***. Eso puede ser positivo o negativo, pero somos nuestros. Interiormente puede ser un punto de conflicto, pero frente al extranjero, nos defendemos con uñas y dientes. España tiene muchas cosas buenas y sabemos defenderlas hacia afuera, aunque hacia adentro no lo hagamos tanto. 

Muchos estaréis pensando, entonces, ¿qué tiene Madrid? Madrid tiene todo. Madrid te acoge. Madrid te pega a ella, a cada una de sus calles. Madrid es tu Madrid y el Madrid que tú quieres que sea. Aunque no seas madrileño, Madrid termina siendo tu ciudad y la de todos. Próxima parada, próximo artículo, correspondencia con It’s Christmas in London baby. Tengan cuidado al salir del blog, que se olvidan de leer los anteriores artículos. Gracias.

13 de noviembre de 2020

Rafalet, de nombre, Cala.

           Domingo, 8 de noviembre. Era un domingo normal, soleado, con una temperatura moderada para el mes en el que estamos, teniendo en cuenta que en un mes es navidad. Qué rápido se dice y qué rápido pasa. No te has dado cuenta, han pasado 30 días y estás cantando villancicos. Pero aún no hemos llegado, y tenemos que disfrutar cada día como si fuera el último. ¡Qué Mr. Wonderful ha sonado eso!

Nos levantamos tarde, y cuando digo tarde, es tarde. Tampoco os penséis que eran las doce, pero para alguien que se levanta a las 7.15, era tarde. Nuestra idea era irnos de excursión, pero teníamos que buscar un sitio cercano. Cogimos a nuestro "menta chips" y pusimos rumbo a nuestro destino. Eso parecía un carnaval. Tanta gente paseando por allí, sorprendía. Aunque era domingo y lo veías más normal.

        El camino era corto, pero como decía Baltasar Gracián: “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Justo al aparcar, ya empezabas andando sobre un caminito de tierra, lleno de árboles a los lados formando un arco sobre tu cabeza, al que solo le faltaban las flores. Aún no habíamos llegado al barranco, pero se empezaba a intuir. El olor de la hierba. La tierra mojada. El ruido de los pájaros cantando y la brisa que se iba metiendo entre la ropa en cuanto nos íbamos acercando al mar, indicaban que ya mucho no quedaba.

En ese momento, el mayor placer, cualquiera habría podido pensar que fuera el paisaje, pero nada más lejos de la realidad. Nuestra soledad entre los altos árboles hacía que el placer fuera poder andar sin mascarilla. Sí. Sin mascarilla. Todos sabéis a lo que me refiero y me daréis la razón. Actualmente ese es un pequeño placer, pequeño, pero placer, al fin y al cabo. Estar entre la naturaleza te hace estar más ligado al mundo en el que vivimos. Te escuchas a ti mismo, algo que no todos los días se puede hacer, por lo que siempre viene bien. Por eso todas las grandes urbes tienen sus jardines: Central Park, el Retiro, Hyde Park, Villa Borghese... Será que la gente intenta a veces evadirse del bullicio y la ciudad.

        Había ido ya a ese barranco; de pequeño, con el colegio. Siempre se iba por lo fácil que era y por "s'àvia alzina". Para quien no lo haya entendido; la "yaya encina". Un árbol de tronco inmenso que tenía más de 100 años. Nuestra mayor decepción vino cuando al llegar al final del barranco, nos encontramos el tronco decapitado, con un rimero de níscalos encima. Ese árbol que de pequeño te acogía, ahora restaba allí, inerte, utilizado como bandeja de cocina. El 2020 se había cargado hasta eso.

Lo único que nos quedaba era llegar al mar. Ahí estaba, justo al lado. No era una cala donde uno pudiera nadar, pero si avanzabas unos metros más, el mar mediterráneo ya se podía vislumbrar. El agua estaba calmada, aunque sabías que no siempre era así. La arena mojada que se te pegaba a los zapatos te lo chivaba. No podíamos hacer mucho más, por lo que tuvimos que desandar el camino andado. El olor de la hierba. La tierra mojada. El ruido de los pájaros cantando. Todo esto se juntaba en una selva; una selva reducida al tamaño de la isla.

Volvimos a pasar por el caminito de tierra, el arco de árboles y llegamos al coche. Había sido una excursión bonita; una excursión para pasar el día. Un domingo de noviembre normal, soleado. No nos dimos cuenta y terminaba el fin de semana. No te has dado cuenta y te has terminado mi artículo. Si no leísteis el del último día, os lo dejó aquí. Nos vemos en el próximo.

8 de noviembre de 2020

It's Christmas in London baby!

     Era un día nublado ayer en Menorca. Ya era hora. Llevábamos unas semanas que solo veíamos llover en la televisión. Parecía que se iba acercando, pero nunca llegaba. Hasta hoy. Típico día de otoño que apetece manta y peli; el sol se pone a las 18 y no hay mucho por hacer. Tal vez escribir. Creo que puede ser una buena idea. Hoy no es el mejor día para salir, y al disfrutar de tan pocas horas de sol, estoy nostálgico. Nostálgico de otra ciudad donde el sol se ve muy pocas veces. 

Un pajarito me dijo que algo que podía gustar era que escribiese sobre sitios adonde fuera y recomendarlos –o no-. Al principio no sabía muy bien si hacerlo o no, pero allá vamos. Los guapos te hacen un vlog en youtube, y los buenos, pero no tan guapos, escribimos en un blog. Diferentes niveles.

La ciudad sobre la que vamos a hablar hoy podría ser cualquiera que se encuentre en el Norte. Dinamarca, Bruselas, Finlandia… Pero hay una en concreto donde tuve la suerte de poder pasar el fin de año pasado. A los amantes de Friends os sonará el: ¡it’s London baby! Entonces sabréis de lo que os hablo. En ese momento no había ni Covid, ni mociones de censura, ni Trump, ni Biden ni nada. Era otro momento, que parece muy lejano, pero fue apenas hace un año.

Solo había viajado una vez fuera de España; 2009, Roma. Un viaje que, con solo 9 años, preparamos con mi hermano como si no volviéramos a salir nunca de Menorca. Este fue similar. Además, hacía mucho tiempo que no viajábamos en fin de año. Es una sensación diferente, y eso lo notamos des del momento en que utilizas el pasaporte y no el DNI para entrar en el avión. Fue el vuelo más largo en el que había estado, pero al pasar por Francia al menos no veías mar; vivir en una isla tiene eso, que la mayor parte del tiempo estás viendo azul y más azul –ya sea el cielo o el agua-. Buscábamos Paris, pero pillaba lejos, y la Torre Eiffel no es lo suficientemente alta como para verla a 400km de distancia. 

        El avión se iba acercando a las costas inglesas y la niebla iba apareciendo. No sabías si estabas entrando en Londres o en un baño turco. Ahí la moda es llevar una hora menos, y encima, el cielo se vuelve oscuro a las 16, por lo que solo disfrutas del sol –si es que salía- durante 8 horas del día. Para un fotógrafo, la captura de la luz se hace complicada. Pero lo intentas. El coger las maletas y salir del aeropuerto fue más rápido de lo que pensábamos,  lo que no imaginábamos era lo lejos que estaba el aeropuerto, de la ciudad; dos horas en el coche y llegamos al hotel, que eso en nuestra isla son dos idas y vueltas. Demasiado. Y más después de 3 horas de avión.

El hotel era el típico hotel londinense. No sé qué pasa ahí, pero todo se llena de moqueta, incluso el aeropuerto. El metro, por suerte, y en mi opinión, funciona mucho mejor que el de aquí. Más rápido y con menos tiempos de espera, por lo que era un lujo montarse. Y el primer día, recordando que era 31 de diciembre, no se nos ocurrió nada más que ir directos a Picadilly Circus, al lado de Leicester Square. Si no habías estado nunca ahí, el frío y la cantidad de gente que había te sorprendía y absorbía. Las luces de navidad acompañaban a la multitud en un ambiente muy lejano a la tristeza y pesimismo actual. Paseabas por las calles y todo te iba sorprendiendo; la cantidad de tiendas, los restaurantes, los edificios, la gente… Y no digamos los coches; ¿qué es eso de ir por la izquierda? Increíble. Nuestra boca estaba abierta, aunque puede que fuera por el hambre. 

        El ambiente que se respiraba era el de un fin de año diferente, y aún no habían llegado ni las 11 de la noche, las 12 en España. Momento en el que brindaríamos por un 2020 lleno de alegrías y salud. Cuánto nos faltaba por saber. Y cuánto os falta por saber sobre Londres. Si no leísteis la última entrada os la dejó aquí. Nos vemos en el próximo vide… ¡ay, no! Nos vemos en el próximo artículo. It’s London baby!

1 de noviembre de 2020

La poética de todos los santos

Después de volver a escribir el otro día tras casi un año sin hacerlo, vuelvo a ello. Poco a poco. Empecé relatando un poco cómo había sido mi verano; un verano diferente al que estaba acostumbrado. No sé si habrá gustado o no, pero a mí sí, y tampoco quiero leerlo mucho más. Soy de esas personas que una vez suben algo, lo vas leyendo y te va gustando menos. Con los exámenes pasa lo mismo.

Hoy venía aquí a hablar de algo que escuché el otro día en una conversación con mis padres. Se acerca el 1 de noviembre, y con ello “todos los santos”. No sé si se celebra en todos lados, pero aquí en España sí. Fiesta nacional. Seguramente más celebrada que alguna otra del mes anterior. Una pena que caiga en domingo, aunque tenga su cierto sentido. También digo que Halloween es más celebrado, incluso siendo una importación moderna, pero pa’ gustos colores. Yo soy de un color menos oscuro, la verdad.

Bueno, entonces, nos situamos en 1 de noviembre, año X. Día nublado muchas veces, al menos aquí en Menorca. No acompaña mucho. Ese día, uno de los sitios que se convierte en Trending Topic es el cementerio. Diréis; ¿no se parece a Méjico en algo? Efectivamente. Se parece a Méjico, en el blanco de los ojos como diría mi madre. Sigamos venerando más lo ajeno que lo propio. Ahí se celebra el día de los muertos, día 1 y día 2. ¿Por qué no son los días de los muertos? Pues no lo sé.  Aquí nos basta con el 1, porque ya es demasiado pesimismo como para alargarlo dos días. Es típico que las abuelas vayan al cementerio a ver a sus familiares, los padres y nietos acompañan a sus abuelos. Se cogen flores y se dejan allí. Tal vez no vuelves en todo el año, pero ese día tienes la sensación que has hecho algo importante. Es verdad que yo no soy de esos, pero no por no querer, si a mí me encantaría; el problema es que los espacios abiertos sin muchas personas a mí me agobian un poco, y estar acompañado por cuerpos inertes no ayuda mucho.

         A todo esto, la pandemia lo ha desbaratado todo. Y cuando digo todo es todo, hasta los cementerios. No se podían librar ni estos de las restricciones. Este año no se van a ver numerosas familias paseando por allí. Abuelos, abuelas, nietos, padres, van a desaparecer por un año. No completamente. ¿La solución? La solución no ha sido otra que pedir cita para ir al cementerio. Suena hasta poético. Pedir hora para ir al cementerio. Ese sitio donde los cipreses llegan al cielo. Tal vez nunca os habréis dado cuenta, pero ahora seguro que os fijáis. La gente normalmente pide hora para ir a la peluquería, a cenar, pero no para ir a ver a un muerto. Fue escucharlo y pensar, ¿enserio nadie se ha dado cuenta de lo poético y cruel que en el fondo es?

La muerte es algo que nos llega a todos a su tiempo, es algo que no esperas. Poco a poco te la esperas, pero llega sin avisar, sin enviarte un mensaje. Llega y no puedes hacer nada. No le puedes discutir y que venga otro día, porque la muerte no entiende de horarios, ni calendarios. Es triste pensar que alguien tenga que pedir cita para ir al cementerio. Eso no se pide, eso te llega. No se puede forzar. Pero este año toca así. En este año raro que estamos viviendo, solo le faltaba esto, que se tuviera que pedir hora para estar cerca de la muerte. Al menos llevas flores, que tal vez la espanta, como los ajos al vampiro. Yo no sé de qué servirá, pero si hay opciones de que no pase nada, yo me lo pienso.

No sé si habrá mucha gente que lo haga, pero imagino que los fieles a la tradición no se lo van a perder. Al menos van a hacer que no sea tan raro el día. Pedirán hora para ir al cementerio. Yo para ir al cementerio no, pero para que se termine este 2020 pues no sé dónde está el link, pero yo lo pido ya.