23 de enero de 2023

Soledad. Y buena compañía.

Pasado Riduerta encontraron un carro que hacía la misma ruta que ellos, y Matias, con ánimo de ahorrar aliento, preguntó al carretero si querría llevarles hasta las cañadas de la montaña. Así empezaba Víctor Català su Soledad, al que rindo homenaje hoy con esta entrada. Hoy no estábamos en Riduerta, ni había un carro que nos pudiera llevar de vuelta a nuestro coche, pero lo habríamos deseado con toda nuestra alma. 

        Hoy se ha levantado el día frío. Frío congelador del que no deja sacar las manos de los bolsillos. Frío del que te obliga a ponerte varias capas térmicas para no morir de hipotermia. Menos mal que ha llegado ese momento. Parecía que no íbamos a poder disfrutar de él este año. Pero ha llegado, y con fuerza. La misma que nos ha empujado a nosotros un buen domingo para ir de excursión a las afueras de Madrid, concretamente al río Guadalix. 

A las 11 habíamos aparcado el coche y empezábamos nuestra ruta. Por si alguien tiene curiosidad, mis compañeros de excursión de hoy han sido mis dos compañeros del trabajo que viven en Madrid y me llevan a Alovera. Mis padres madrileños. Bueno, argentinos. Sin ellos, seguramente, no podría trabajar donde trabajo. Y les debo mucho. Aparte de gasolina. Después de muchos trayectos y horas juntos, esos nervios con los que los conocí el primer día se han convertido en risas y confianza que uno agradece al pasar tanto tiempo con alguna persona. Si no, el trabajo se puede convertir en esas 8 horas que deseas que pasen para cobrar una nómina al final de mes. Con ellos siempre pasan mejor. Hasta uno tiene ganas de ir. 

        Llevábamos nuestros mejores atuendos, y todo preparado: agua, un bocadillo, la cámara, un libro -siempre hay que ir preparado por si acaso-, la chaqueta, las zapatillas y las gafas de sol. Gorro no tenía. Una pena. Habría ido increíblemente bien. El camino transcurría a continuación del río, y los momentos en los que más se separaba uno, lo podías seguir escuchando unos metros más allá. Verde por todos lados. Árboles que mi padre seguro identificaría. Yo no, la verdad. Algo debe tener ser graduado en Ingeniería Agrícola. Deformación profesional. Tras unos minutos caminados, encontramos la primera cascada que veríamos en la ruta. Tenía su encanto. Era pequeña, coqueta, brillaba con una luz especial, llena de verdes… Era la foto perfecta. Me había llevado la Polaroid por un momento como este. Saco la máquina, me la pongo en el ojo, la enciendo, y… sin batería. Perfecto. Lo mejor que podía pasar, y a principio de la excursión. Me dejé llevar tanto en lo analógico, que no fui a caer que necesitaba cargar la batería desde la última vez que la utilicé. Al menos tenía el móvil. 

Proseguimos el camino junto a un grupo de amigos y su perro llamado Toto. Toto, hoy vas a dormir para dos días. Madre mía, cómo corría el perro. De atrás, adelante, otra vez atrás, y así continuamente. Lo ha dado todo en todo momento, incluso en el agua, sin un respiro. Al final ha sido uno más en nuestra excursión. Tras un rato buscando a Toto, hemos llegado a las cascadas del Hervidero. Más imponentes que la primera, pero no tan naturales, a mi gusto. Natural, de naturaleza, porque la primera tenía una roca recta más artificial que el bótox del que hablaron en la oficina. Había mucha más roca, más altura, e impresionaban mucho. Nos subimos a la cima de donde caía el agua para disfrutar de las vistas, y para comprobar cómo el frío dejaba helada el agua que se encharcaba al no caer hacía el “laguito”. Las placas que se formaban podían ser tranquilamente del tamaño del torso de una persona, pero poner el pie y romperlo era hasta relajante. Ese “crec” que se escuchaba. Como romper individualmente el papel de burbujas. Relajante. 

        Más tarde, para seguir el recorrido del río, hemos tenido tiempo para perdernos entre un campo donde iban apareciendo vacas de debajo de las piedras. El caminito para personas que pensábamos que existía era en realidad cacas de vaca pisadas por ellas mismas, y seco. Cuando ya hemos visto uno que tenía cuernos, hemos creído que era buen momento de volver al camino correcto. Un rato después, ya hemos puesto rumbo al Azud del Mesto. Por un momento hemos pensado en llegar a Pedrezuela, un pueblo de ahí al lado. Si había un Burger, ese era nuestro objetivo. Al ver que no había nada, hemos parado y nos hemos comido nuestro bocadillo de jamón. Muy aceitoso me lo hice. Eso de no tener dispensador se notó. 

Una vez hemos comido, hemos emprendido el camino de vuelta, por un trozo mucho más cómodo de recorrer. La verdad que la ida, cómoda, lo que se dice cómoda, no ha sido. La vuelta sí, aunque el cansancio hacía mella y la hora y media de la ida ha parecido 5 minutos comparado con la vuelta. El coche ha sido un oasis en medio del desierto, y la ducha al llegar a casa, me ha devuelto a 36 grados la temperatura corporal. 

        Pasado Riduerta encontraron un carro que hacía la misma ruta que ellos, y Matias, con ánimo de ahorrar aliento, preguntó al carretero si querría llevarles hasta las cañadas de la montaña. Hoy no estábamos en Riduerta, pero San Agustín de Guadalix se debe parecer mucho más a Riduerta que a Madrid. Se debe parecer mucho más a Menorca, de lo que se parece a Madrid. Porque el río Guadalix y las cascadas del Hervidero han sido un pequeño locus amoenus donde relajarse del estrés cosmopolita y disfrutar de un domingo de calma y buena compañía para coger fuerzas para la semana. Ahora nos espera Oporto. Cris, prepara la maleta que en nada nos vamos. 

Gracias por leer hasta el final. Esta entrada se la dedico a Edu, que seguro que la ha leído hasta aquí, y me encanta que lo haga y me lo diga. Siempre podré aprender cosas nuevas, como que Alovera no es manchega. Con San Agustín de Guadalix lo he comprobado por si acaso. Nos vemos a la próxima. Gracias a todos, como siempre. 


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