Esta entrada no es apta para nostálgicos, pero a mi me toca estar aquí, escribiendo, con una sonrisa de oreja a oreja, recordando esos momentos, esas analógicas, ese todo que vivimos hace ya un par de semanas en Oporto. Mi intención es dejar por escrito de la mejor manera, aunque sea una milésima parte de la felicidad que nos ha dejado en el cuerpo ese viaje.
Es la primera vez que realizamos un viaje con Cris. Juntos. A un sitio que no sea Menorca o Málaga. Y tras tres años ya lo necesitábamos y nos lo habíamos ganado. No fue fácil, ya que con el trabajo y la universidad es complicado cuadrar fechas. Pero lo conseguimos, y vivir en Madrid tiene esa facilidad de encontrar vuelos a muchos sitios que nunca han aparecido en las pantallas del aeropuerto de Menorca.
No quiero hacer un simple diario y poneros en una lista todas las cosas que vimos. Seguramente me dejaría muchas, y a eso hay que sumarle todas las que no vimos. Aunque también os digo que la ciudad, muy grande, no es. Recuerdo la sensación al levantarnos el primer día y ver el río de color blanco. Teníamos el hotel a su lado, y toda esa zona, que era la de la Ribeira do Douro, estaba bañada por una niebla que vista desde la ventana parecía que flotabas por encima de las nubes. Tiré varias fotos, para recordarlo, pero creo que podrían pasar años, que esa estampa no se olvida.
La luz es otro punto a tocar de la ciudad. Uno de los más importantes. Yo no he visto nunca una ciudad que brille tanto gracias a su luz. Madrid brilla con luz propia, pero tiene un tono más grisáceo, al igual que París. Menorca a veces es demasiado azul. Barcelona tiende a lo amarillo, pero Oporto estaba bañado de una luz de oro que hacía de la calle más estrecha y decadente, una calle bonita. Desde las 9 de la mañana hasta las 18, cada rincón tenía su encanto. Un tendedero en una venta con cuatro camisetas colgadas, el balcón de una casa corriente, o la fachada de la Sè. Una vez llegaba la noche, se apagaba el sol y daba paso a las luces del otro lado de la Ribeira, iluminando el cielo y creando un ambiente festivo en cada una de las calles.
La decadencia también está muy presente en la ciudad. Todo lo que tiene de bonito, lo tiene de viejo. Casas abandonadas sin un ápice de vida que le dan un toque misterioso. Ventanas con maderas para evitar a los okupas (¿o eso pasa más en España?). Paredes descalcificadas a la espera de un retoque tras muchos años sin ser arregladas por nadie. Tiendas, restaurantes que llevan sin abrir años, de los que parece que han tenido que huir y dejarlo todo a medio hacer. Digamos que ese decadentismo tenía su encanto.
Otro aspecto importante eran las baldosas. Tanto, que no me pude resistir a comprar uno como souvenir de la ciudad para mis padres. Verdes, amarillos, azules. Con flores, con figuras de ángeles, hasta con relieves de flores. Cada casa tenía el suyo. Su historia. Su presente. Y su futuro. Algunos más cuidados, y otros, como he dicho, reventados hasta el punto de estar troceados en la pared. Aguantándose la respiración para no caerse de ahí.
Y también la música. Seguramente el que más destacaba. En todos lados. De todos los tipos. Me sorprendió el primer día, y el último día, al llegar al aeropuerto, me faltaba ese ritmo, esa guitarra, esos acordes, ese saxofón, o cualquiera que pudieras pensar. Música pop, rock, heavy metal, jazz o bosa nova. No había género que se les resistiera. Y nada como hacer un amago de baile en frente del Monasterio de Serra do Pilar con el Hallelujah de fondo para recordarlo siempre.
Hay ciudades que no llaman la atención. Hay ciudades que no se llaman París, Londres o Nueva York, y puede parecer que no existen. Hay ciudades que están ahí, esperando su momento. Esperando a que alguien las descubra, las disfrute y las cuente a su gente. Porto es una de ellas. Porto es alegría. Porto es vino. Porto es luz, es tranquilidad, amor, fiesta, cuestas para arriba y para abajo, luz en cada rincón, sombras, comida, gaviotas, baldosas, pasteles de nata, francesinhas con patatas. Porto es la Sè, la iglesia del Carmen, la librería Lello, la Torre dos Clerigos, el puente de Don Luis, el palacio de la Bolsa, sus barcas en la Ribeira, su música, y sobretodo, felicidad. Porto es sinónimo de felicidad plena. La que tuvimos esos 3 días.
No nos quedó nada por ver, pero yo repetiría. Repetiría por esa guitarrita tocando Desafinado. Por los besos en los pasos de peatones. Por todas las risas, por el desayuno, por las quejas de las cuestas, y por ti. Obrigado, Porto. Obrigado a todos por leerme.
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