27 de noviembre de 2023

Cochabamba en su esplendor.

Era inevitable. Tantas veces rezando al azar, jugando a los dados de la vida, viviendo tertulias, charlas y días, para encontrarme finalmente al rey de Cochabamba. Aún no había tenido el placer de leer a Jorge F. Hernández, George para sus amigos -placer que solo tengo como lector-, pero llegó el momento. Tarde o temprano, el momento siempre llega. Y el instante en el que apareció, no podía ser mejor. Surfeaba la ola de la literatura hispanoamericana y no podía estar disfrutándola más. 

Tarde, ya con el telón del día bajado, cuando las farolas salen a las calles de Madrid, empezó en Pérgamo la charla de presentación de Cochabamba, donde el escritor mexicano lució en su máxima faceta de lo que es, un escritor incansable, inventor, metafórico y gracioso. A su lado, con esa labia, esa capacidad de hablar como un mago de la literatura, cualquiera se hubiera sentido pequeño. Y aún así, Pablo lo defendió a las mil maravillas. Oratoria, la del escritor, de un siglo pasado y moderno, de México, Madrid y de cualquier lugar del mundo. De mentiras noveladas que se vuelven verdades. Cochabamba en su esplendor. 

La primera vez que uno deshoja las páginas de un escritor, virgen a su prosa, sintiendo su alma a través de sus palabras, puede ser altamente peligrosa. Puede no cumplir las expectativas, cortarte la respiración o hasta descubrir un mundo totalmente nuevo y apasionante. Pero ese hombre, especie de Santa Claus literato, no defraudó en ninguna de las 198 páginas que dura la novela. O cuento largo. No me queda claro, ¿cuántas páginas debe tener un libro para ser considerado novela? El Planeta obliga a unas 200, pero hay obras de 100 que dicen más que otros ladrillos. Ese es uno de los dilemas constantes del escritor, que se embarca junto a Xavier Dupont, amigo que confió en él para escribir la historia de la que en su época fue la mujer más bella del mundo, en un viaje de 72 horas. 72 horas seguidas de comida, de desayuno, de lluvia, de no bañarse ni tener tiempo para cambiarse. 72 horas de viaje a Paris y a Cochabamba. 72 horas de pura literatura sobria, para no estropear una historia que el autor vuelve mágica.  

Pudiera citar todas las frases destacadas estaríamos delante de una de las entradas más largas de este, nuestro querido blog. Sin embargo, hay frases que merecen un hueco en este blog como lo tienen en mi corazón. Hay veces que uno vive duelos callados y no puede llorarlos delante de nadie y la vida sigue y uno vuelve a levantarse de la cama y a ir a trabajar y reza para encontrar un momento de escape en el que pueda descansar de esa vida que a veces se nos hace complicada leyendo un libro y escondiéndose así de una realidad que a veces nos traiciona aunque sea mejor no darle tiempo y traicionarla a ella porque el tiempo no tiene edad sino acumulación de palabras y a veces lo mejor es pensar que Paris es la ciudad más bonita del mundo aunque uno no la conozca porque tiene toda la vida para imaginársela y porque Paris existe en las palabras que cada escritor narra a la vuelta de sus páginas y a veces el paisaje más bello del mundo no es Paris sino lo que está en los ojos de la persona a la que uno quiere porque continuamente uno puede estar hablando de Amor incluso estando callado y contemplando un paisaje y a veces solo hay que reír a carcajadas la hermosa vida que es fugaz y efímera como de novela, y hasta aquí no ha habido una triste coma, salvadora, ni una respiración tranquila, que llega como agua de mayo, porque así me dejó a mi la novela. Sin respiración. Con el corazón en un puño. A lágrima viva. 

Y no sé si la historia será real, si la mujer más bella del mundo fue amante de Camus o si Edith Piaf cantó en la boda de Catalina. Lo que sí sé es que, aunque la primera vez que uno deshoja las páginas de un escritor, virgen a su prosa, deseo que las primeras palabras que lea sean escritas por Jorge F. Hernández. Volad a Paris. Volad a Cochabamba. Sentid la narración de una historia como si os la contara vuestro amigo. Terminaréis viudos de Catalina, de Xavier, de Jorge F. Hernández y de Pedro. Desde el día en que tocó a la puerta.  


23 de noviembre de 2023

El mejor café del mundo. Sin rodeos.

Londres, ciudad de paso izquierdo, cambiado, arrítmico; ciudad de niebla y llovizna desigual, azarosa, arbitraria; ciudad de buses rojos, paraguas, jardines y portales blancos; de flores y rascacielos; de mar, árboles marrones y antros dejados. Londres, ciudad moderna, de metro, cosmopolita, nocturna y desvelada; ciudad a todas horas y a todas partes. Los barrios, con sus historias entrelazadas como hilos, descubren una ciudad que absorbe y exhala novedad con cada aliento. Londres, ciudad de sombras y revelaciones, donde cada rincón parece susurrar secretos que desafían a quienes se aventuran a descubrirla. 

        En uno de estos rincones, ahí, al lado de Notting Hill, en una pequeña calle desde la que uno podía vislumbrar Hyde Park y los dorados destellos que ofrecía el amanecer londinense por la mañana, nos encontrábamos Cris y yo. Callejeros de una ciudad de caminos infinitos. Viudos de sueño. Soñadores de aventuras aún por vivir. 72 horas nos esperaban en esa ciudad planificadas al minuto, recorridas en Internet una y otra vez para encontrar la mejor ruta. “¿Es por aquí?”. “Sí, lo tengo controlado”. 

Hannah Jane Parkinson, escritora de La alegría de las pequeñas cosas, decía que, si hay algo que uno puede, y debe hacer en Londres, es evitar el café de Starbucks y Costa. El peor. Y si uno lee el libro entero, verá que no falla en casi ninguna afirmación, como bíblico profeta, como antaño filósofos y políticos -menos la del desayuno inglés, del que sigo sin entender la presencia de pescado y garbanzos. ¿Para desayunar? Un poco fuerte-.

        Por azar, destino, y porque no había otra opción que fuera potable, vimos, ahí pequeña, residente de una esquina de ladrillo oscuro, una cafetería que parecía más de high class que el Pret -otra opción que uno debe evitar-. “No será para tanto”, dije yo, poniendo un pie en el felpudo limpio, impoluto. No sonó ninguna alarma. Buena primera señal. En el interior, una cafetería mona, no muy diferente a alguna ya visitada en Madrid, sin extravagancias, modernidades ni clase alguna. Coqueta. Para nada inusual. En un ataque de caballerosidad, y teniendo en cuenta los 20.000 pasos que se agarraban a nuestras piernas como un bebé a su madre al nacer, me decidí a ir a la barra y pedir lo que queríamos. “Two cappuccinos and one piece of lemon cake”. “With card?”. “Yes, please”. “I will take it”. Entendí que me podía sentar. Tan señores en todo. Tan, ¿ingleses?

Unos minutos después, ahí vino el camarero con dos cafés cargados hasta arriba en unas tazas sin asa -esto sí era inusual- y una flor pintada en cada uno de ellos. Como en los mejores cafés en ningún sitio, como diría Jane Parkinson. Y lo probamos, poco a poco, saboreando cada gramo de café. No sé cómo dejar por escrito, con meras palabras, la sensación de haber probado, seguramente, el mejor café del mundo. Tal vez llego a las 1000. Espumoso, cremoso, con su perfecta cantidad de café, medida al miligramo, y la justa de leche. Simplemente, perfecto. El problema de haber probado un buen café es que, una vez que se aferra a tus papilas gustativas, roza tus labios y te eriza los nervios, instalándose en tu memoria, es muy difícil volver al aguachirle habitual. 

        Ahora, ya en Madrid, se abre la posición para presentarse a mejor café de la ciudad. Tarea difícil, o casi imposible, al no haber Café Guillam. Un nombre que, para nosotros, siempre fue Café Guillaume. Más francés, con clase, único. No sé si fue el encanto de Notting Hill, la taza sin asa que nos quemó los sentidos, las dos horas de sueño, o que simplemente, hay pequeños placeres que solo ocurren una vez en la vida. Secretos que permanecerán en esa pequeña esquina de Moscow Road, esperando a ser descubiertos por otra pareja que acuda en busca de un café algo mejor que el del Starbucks. 

No sé si será cierto que tomarte un café por la mañana revive, pero, querido lector: en el Café Guillam, me lo creo totalmente.


19 de noviembre de 2023

Soldados de Salamina.

Fue en octubre de 2023, ahora hace más de un mes, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas. Puede que el nombre no os diga mucho, y en ese momento, a mí tampoco me decía gran cosa. Me encontraba vagando entre los pasillos de una de esas librerías que suelo frecuentar, cuando tropecé con el libro que hoy traigo a colación. Soldados de Salamina me cautivó no solo por su editorial -de la cual soy amante-, sino también por su trama. La Guerra civil. Finales de 1939 en tierras catalanas. Javier Cercas. Todas las señales que necesitaba para decidirme a comprarlo estaban presentes a la vez en ese libro. Y así, me lo llevé conmigo.

        Hace un par de meses terminé Santander, 1936., y disfruté de lo lindo con la historia, con esa familia, con la extraña naturalidad con la que el autor relata algo tan atroz como lo sucedido. Unas semanas después, coincidiendo con la feria del libro, compré Días de llamas, siguiendo la estela de un mismo tema que me tenía cautivo. Este último, en total contraposición a la perspectiva del primero -siempre es necesario contar con ambas visiones-, permanece en la cola de libros por leer. Y en ese día, del cual solo recuerdo la lluvia, Soldados de Salamina y la historia de Sánchez Mazas cayeron en mis manos.

Al haber sido uno de los últimos en llegar a mi biblioteca, no tenía más remedio que esperar su turno hasta que pudiera sumergirme en sus páginas. El dilema principal de cualquier lector. Los mexicanos dirían no comas ansias, pero con los libros es una tarea imposible. Al igual que me ocurre con las patatas. Sin embargo, surgió la azarosa casualidad de que un día en Pérgamo, entre las recomendaciones que le hicieron a un chico que estaba como yo, perdido en ese laberinto de montañas de deseos infinitos repletos de palabras que aguardaban para ser descubiertas, resonó el nombre de Salamina. Es lo único que acerté a escuchar. No lo tenían. Lástima. ¡Pero yo sí! Y así, con algo de trampas, decidí saltarme la cola y embarcarme en la novela de Javier Cercas. 

        Unas tres semanas después, con pausas intermedias que no carecieron de su peso, la novela ha llegado a su conclusión. A un punto final que, al igual que en 1939, fue oasis, descanso, fue tristeza, desazón. Todo, claro está, depende de la perspectiva desde la cual se observe. La trama gira en torno a Sánchez Mazas, fundador ideológico del falangismo, y su suerte esquiva al fusilamiento. ¿Quién fue el que decidió salvarle la vida, incluso sabiendo quién era? Un héroe. Y aquí entra la cita que me dejó embelesado y mereció que por primera vez subrayara un libro: “un héroe es alguien que tiene el coraje y el instinto de la virtud para no equivocarse. Un héroe es el que no se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse. Héroe no es el que mata, sino que el que no mata o se deja matar”. En la obra, este héroe es un ancianito que danza al compás de Suspiros de España, aunque bien pudieron ser muchos. Un solo disparo habría sido suficiente para cambiar la historia. Y resulta que el disparo que no se efectuó fue más trascendental que los miles que sí resonaron. 

En un mundo contemporáneo donde el ego prevalece sobre todo lo demás -recordemos que supuestamente íbamos a salir mejores de la pandemia-, la importancia de ese no disparo se hace evidente, especialmente en regiones como Ucrania o Gaza. Qué importante sería la figura de ese héroe. Qué necesaria. Aunque baile al son de Suspiros de España en una caravana en medio de los Pirineos. Con el paso de los años, los héroes serán cada vez más escasos. Porque, como dice Bolaño, esos héroes mueren en la batalla. Sin embargo, mientras alguien los recuerde, no habrán perecido del todo. Quizás sean ellos mismos los que se aferran a nuestra memoria para evitar morir del todo. 

        Y aquí tendré siempre especial recuerdo para esa persona que en su momento fue mi héroe: mi tío. Un héroe vestido con jersey de pico y camisa. Un héroe vestido de músico del siglo XX. Un héroe del que no recuerdo su voz, pero sí tengo largos destellos de momentos junto a él. Ahora, ahí arriba, como Miralles, camina con una bandera que no es de su país, sino que es de un país que es todos los países y que sólo existe porque él la levanta, desharrapado, polvoriento, anónimo, infinitamente minúsculo en aquel mar llameante de arena infinita, caminando hacia delante, sin saber muy bien hacia dónde va ni con quién va ni por qué va. Siempre hacia delante. 

A diferencia de Cercas, al repasar estas líneas, no me encuentro en un vagón de tren con un whisky de regreso desde Francia, pero mi habitación en un piso de Chamberí no está nada mal. En absoluto. 


16 de noviembre de 2023

Azul. Azul de amanecer.

Hoy traté de recordar la primera vez que vi el mar. Lo intento, y tras varios minutos de un inútil recorrido por los recovecos de mi memoria, no tengo nada, ni una imagen, ni un destello que acuda a mi mente. En lugar de imágenes, lo único que se me presentaba era un vaho, esa neblina matutina que danza en la aurora. Lo más parecido a un recuerdo son esas fotos, sagradas reliquias que guarda mi familia, que se convirtieron con el paso de los años en ventanas a otra dimensión, donde el pasado se abraza con el presente en un vals eterno. 

        El primer baño de Aleix. La primera vez en la playa, el primer castillo de arena, todas esas fotos se convierten ahora en más que simples recuerdos, sino en un caleidoscopio a una época que ya no volverá. Y aunque ahora no alcancen a despertar en mi la sensación de estar ahí, de sentarme en la orilla, escuchar el rumor de las olas del mar, sentir la caricia salina de la brisa marina, me permiten por un instante, efímero quizás, volver a mi casa. A mi hogar.  

Envidio algunas veces, de manera sutil, a la gente que ha podido experimentar la magnitud de una primera vez de la forma más pura. Porque las primeras veces, a pesar de su inexperiencia, destilan una esencia única, imborrable en la memoria: tu primer beso, las primeras notas de tu primer concierto, tu primera entrevista de trabajo, tu primera declaración de la renta, tu primera vez visitando un país lejano, o la adrenalina en tu primera vez conduciendo un coche. Sé que son momentos que siempre permanecerán en mi memoria. Y aunque entre ellos no esté la primera vez que vi el mar, intuyo que cada regreso a su orilla será como un retorno a un refugio para el alma. El mar, como un confidente eterno, siempre estará allí, imperturbable, dispuesto a envolverme con la espuma que trata de escapar de sus entrañas. Es como si en ese abrazo salino, me estuviera, de cierta forma, mostrando la continuidad de una historia, una historia que se renueva a cada marea. 

        Platón ya lo anunciaba en sus novelas: Panta rei, como le atribuía a Heráclito. Todo fluye, sería la traducción más correcta. Y creo que no le falta la razón. Soy consciente que el mar, en mi enésima peregrinación a revivir esa primera vez en sus orillas, no estará de la misma forma que como lo dejé. La vida, como las olas, tampoco se detiene. Mis padres cumplen años, mi hermano ya no es ese pequeño trombonista que me llegaba al pecho, mis amigos van escribiendo la historia de sus vidas en Menorca, Costa Rica, Mallorca, Madrid, la banda de música cambia de repertorio, el equipo de baloncesto ha subido de categoría, tiendas abren y otras cierran en un afán de dar   vida a nuestro pequeño pueblo. Hay nuevos turistas, y otros que repiten, mientras barcos, algunos relucientes y otros testigos de antiguas travesías, continúan su eterno vaivén. Todo fluye. Y a pesar de este dinamismo, natural y necesario, creo que hay cosas que tienen, o más bien, deben, permanecer inalteradas. Porque sé que, por mucho que nada sea igual, esa siempre será mi casa. Aunque esa primera vez que contemplé el mar se haya desvanecido en el olvido, al regresar, deseo recordar su aroma, su brillo, incluso su azul. Porque sé que, por mucho que nada sea igual, ahí estará mi familia esperándome, con la misma paciencia con la que el mar espera tocar tierra. Porque sé que, por mucho que nada sea igual, cuando vuelva del mar, aquí, en la tierra, me espera mi gente, mi segunda familia. 

Por eso, aunque no me acuerde de esa primera vez en la que vi el mar, lo esencial radica en convertir cada ocasión en esa primera vez que viviste hace tiempo. El mar permanecerá ahí, imperturbable testigo, pero de nosotros depende vivir cada momento como si fuera la última vez. O como si fuera la primera.