En uno de estos rincones, ahí, al lado de Notting Hill, en una pequeña calle desde la que uno podía vislumbrar Hyde Park y los dorados destellos que ofrecía el amanecer londinense por la mañana, nos encontrábamos Cris y yo. Callejeros de una ciudad de caminos infinitos. Viudos de sueño. Soñadores de aventuras aún por vivir. 72 horas nos esperaban en esa ciudad planificadas al minuto, recorridas en Internet una y otra vez para encontrar la mejor ruta. “¿Es por aquí?”. “Sí, lo tengo controlado”.
Hannah Jane Parkinson, escritora de La alegría de las pequeñas cosas, decía que, si hay algo que uno puede, y debe hacer en Londres, es evitar el café de Starbucks y Costa. El peor. Y si uno lee el libro entero, verá que no falla en casi ninguna afirmación, como bíblico profeta, como antaño filósofos y políticos -menos la del desayuno inglés, del que sigo sin entender la presencia de pescado y garbanzos. ¿Para desayunar? Un poco fuerte-.
Por azar, destino, y porque no había otra opción que fuera potable, vimos, ahí pequeña, residente de una esquina de ladrillo oscuro, una cafetería que parecía más de high class que el Pret -otra opción que uno debe evitar-. “No será para tanto”, dije yo, poniendo un pie en el felpudo limpio, impoluto. No sonó ninguna alarma. Buena primera señal. En el interior, una cafetería mona, no muy diferente a alguna ya visitada en Madrid, sin extravagancias, modernidades ni clase alguna. Coqueta. Para nada inusual. En un ataque de caballerosidad, y teniendo en cuenta los 20.000 pasos que se agarraban a nuestras piernas como un bebé a su madre al nacer, me decidí a ir a la barra y pedir lo que queríamos. “Two cappuccinos and one piece of lemon cake”. “With card?”. “Yes, please”. “I will take it”. Entendí que me podía sentar. Tan señores en todo. Tan, ¿ingleses?
Unos minutos después, ahí vino el camarero con dos cafés cargados hasta arriba en unas tazas sin asa -esto sí era inusual- y una flor pintada en cada uno de ellos. Como en los mejores cafés en ningún sitio, como diría Jane Parkinson. Y lo probamos, poco a poco, saboreando cada gramo de café. No sé cómo dejar por escrito, con meras palabras, la sensación de haber probado, seguramente, el mejor café del mundo. Tal vez llego a las 1000. Espumoso, cremoso, con su perfecta cantidad de café, medida al miligramo, y la justa de leche. Simplemente, perfecto. El problema de haber probado un buen café es que, una vez que se aferra a tus papilas gustativas, roza tus labios y te eriza los nervios, instalándose en tu memoria, es muy difícil volver al aguachirle habitual.
Ahora, ya en Madrid, se abre la posición para presentarse a mejor café de la ciudad. Tarea difícil, o casi imposible, al no haber Café Guillam. Un nombre que, para nosotros, siempre fue Café Guillaume. Más francés, con clase, único. No sé si fue el encanto de Notting Hill, la taza sin asa que nos quemó los sentidos, las dos horas de sueño, o que simplemente, hay pequeños placeres que solo ocurren una vez en la vida. Secretos que permanecerán en esa pequeña esquina de Moscow Road, esperando a ser descubiertos por otra pareja que acuda en busca de un café algo mejor que el del Starbucks.
No sé si será cierto que tomarte un café por la mañana revive, pero, querido lector: en el Café Guillam, me lo creo totalmente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario