Volar de noche durante una hora y media puede provocar dos reacciones totalmente distintas en la gente; dormir hasta escuchar que vas a aterrizar y dormir hasta que ya has tocado tierra y tu compañero se ve en la obligación de despertarte, provocando un malhumor general. A esas horas no está pagado… La llegada fue tranquila, y el cielo prometía un día tranquilo, algo gris, que acentuaba ese aire de misterio del campo verde y majestuoso que se alzaba entre los destellos del amanecer. Los árboles, organizados y estructurados en cuadrículas perfectas, mostraban el norte tal y como es en nuestra imaginación: verde, rural, frío, precioso.
Llegar a tu hotel cuando vas de viaje se convierte en ese medicamento que debes tomarte para calmar todo el estrés que has vivido durante las horas anteriores. El trayecto al aeropuerto de madrugada, el tiempo de espera interminable, una hora de vuelo, llegar a tu destino, adivinar dónde tienes que ir, coger el transporte para llegar al hotel… hasta que finalmente, una vez llegas, no tienes tiempo para disfrutarlo y relajarte porque tienes que salir a descubrir. A vivir.
El desayuno también puede convertirse en un momento peligroso si no encuentras el sitio perfecto -en el caso de no desayunar en el hotel-. Para nosotros, Café Iacobus, fue una especie de oasis en mitad del desierto. Donde a las 10 todo estaba cerrado, ahí apareció esa pequeña cafetería. Esas tostadas con pan de coca, con tomate y jamón ibérico supieron a gloria durante esos tres días que nos convertimos en ese cliente habitual que tanto vanagloria Hannah Jane Parkinson en “La alegría de las pequeñas cosas”. No hay nada como la sensación de que en un sitio ya te conozcan y sepan lo que quieres.
¿Qué puede hacer uno en Santiago? Sinceramente, poco. Pero esto tiene algo bueno, y es que puedes exprimir toda la acción en un fin de semana y saber que no te has perdido nada. Entre lo más destacable, y quiero dejar para el final el punto fuerte, una de las cosas que más disfrutamos fue callejear. El centro de Santiago consta de un máximo de 15 calles seguramente, las cuales todas y cada una de ellas confluyen en la Plaza del Obradoiro. Entres por donde entres, salgas por donde salgas, la plaza de la Catedral se convierte en ese centro neurálgico que en verano todo el mundo pisa arrodillándose y dando las gracias por ese camino que ha realizado, y en febrero luce menos llena, esta vez de turistas que aprovechan un fin de semana o puentes para descansar. Era gracioso como al irnos nosotros llegaban andaluces para celebrar el puente de Andalucía. Y luego, llegarían baleares para hacer lo mismo. Seguro.
Disfrutamos de las empanadas gallegas, que probamos de una tienda típica perdida entre una de esas calles estrechas y sombrías que producen ese laberinto entre el complejo catedralicio. Imaginaos esa típica abuela que ha cocinado desde que se ha levantado a las 5 de la mañana, 5-6 empanadas de diferentes sabores y las ha puesto a la venta en su casa. Esa tienda, podía ser perfectamente eso. No había nada más auténtico. Disfrutamos también de toda la comida restante. Pulpo “a feira”, almejas a la plancha, pinchos que pensábamos típicos del País Vasco, patatas, y todo lo que se nos pusiera por delante, hasta churros con chocolate. Tuvimos tiempo de pedir un buen McDonald’s y cenar en nuestra habitación de hotel tras un día que había sido muy largo, y pasarnos por la librería de Cronopios, en honor a nuestro querido y adorado Cortázar.
Fuimos a Coruña también, de excursión, de escapada, más bien. Viendo el panorama del primer día, buscamos algo distinto para hacer porque viendo que iban a ser tres días de rodear la catedral, queríamos ver algo distinto. El problema vino cuando al llegar a la capital nos encontramos con un temporal de viento y lluvia que agitaba mi chubasquero como si fuera la vela mayor de una de las carabelas de Colón. Entre eso y el logo de Camino de Santiago marcado en azul y amarillo, la estampa no podía ser más graciosa. E incómoda -y lo digo por experiencia-. La excursión tuvimos que acortarla debido a la imposibilidad de hacer nada que no fuera estar en un bar y probar la Estrella en Galicia, su ciudad natal. Y nada mejor que hacerlo con las vistas de María Pita.
Después, a lo largo de cierto tiempo, nos dedicaremos a recordar las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas. Al terminar el viaje, le pregunté a Cris qué era lo que había disfrutado más. Ella siempre me responderá lo mismo: “La visita a la Catedral, el Pórtico de la Gloria, y el abrazo al Apóstol”. Hay momentos que quedan grabados en tu retina para siempre, y los 1800 segundos que forman esa media hora en la que pudimos observar ese pórtico, valieron la pena, todos y cada uno de ellos. Con la cabeza mirando al cielo, observando detenidamente, nos sentimos un poquito más cerca de Dios. Literalmente. A veces nos olvidamos de pedir, y el abrazo al Apóstol fue el motivo perfecto para pedir por nosotros y los nuestros, en un recuerdo que quedará por siempre en nuestra cabeza.
Galicia calidade, aunque nos quedara la espinita clavada de la lluvia. Volveremos, sin lugar a duda, como peregrinos. Comeremos pulpo, empanadas, churros y celebraremos la vida.
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