Así explota Noches insomnes, la primera novela que leí de Elizabeth Hardwick, escritora inmensa que durante muchos años estuvo relegada a la posición de “mujer de” -algo sufrido por muchas mujeres excepcionales a lo largo de la historia-. Digo que fue la primera novela porque recientemente pude leer Historias de Nueva York. Con los dos libros me llevé la última copia, algo que, digo yo, tiene que significar alguna cosa.
En el libro que publicó en 1979, un par de años tras la muerte de su marido, reconocido escritor americano del siglo XX, se nos muestra desnuda, frente a su libreta, como si de un diario se tratara. La traductora de estas obras, en la charla que ofreció para unos pocos privilegiados que tuvimos la suerte de asistir a Pérgamo esa tarde, nos dijo que había mucho de autobiografía en esas líneas, pero que no era un libro autobiográfico. Vemos a una Hardwick que nos muestra la poca relación que mantiene con su madre, su sentimiento como mujer, las relaciones que mantiene con otros, su amistad con Billie Holiday, invitada de honor de su apartamento, y muchos más temas desde un punto de vista muy poco personal, pero muy íntimo. Como si a vista de pájaro se tratara, entramos en su vida sin que ella nos la describa.
El tono que utiliza la americana, sin embargo, es mágico e hipnotizador. Pocas veces un texto pasa por delante de tus ojos de tal forma, tan claro, tan sensible, tan como si estuviera pensado en voz alta durante una noche insomne. Seguramente, cuando ya te da igual todo y tu reputación ha sido pisoteada por tu exmarido y muchas otras personas, se escribe de otra forma. Mucho más relajada, atrevida, sin ataduras ni complejos, mirando a la vida a los ojos, admitiendo que ésta nunca te va a devolver la mirada. Hardwick crea una obra brillante que, desde su impersonalidad, nos transporta a su vida. Una vida que, sencillamente, pasa.
En Historias de Nueva York, el concepto es otro totalmente distinto. La escritora que se nos presenta a través de Noches Insomnes en 1979, resulta que empezó a escribir en 1946 una colección de cuentos sobre historias de Nueva York y Kentucky, su pueblo natal. De 13 historias, magníficas todas, como bien me dijo Érika, me quedo con 2: Tardes en casa y Un amor de temporada. Por su significado, por su manera de decir algo que muchas veces he llegado a pensar y uno nunca consigue ponerle palabras. El primero, trata de la vuelta de la protagonista a su casa natal. Tras un tiempo viviendo en Nueva York, alejada de su familia, vuelve, aterrada, a una casa que dejó por aburrimiento y miedo a estancarse, buscando en la gran ciudad un sueño, una vida que prometía fuegos artificiales, amor, felicidad y muchas otras cosas. Cuando llega a Kentucky, a ese hogar, no encuentra esos demonios que había imaginado, ni siquiera ese horror monótono y literal habitual, sino que se descubre, atónita, recordando callejones, viejas historias vividas, rostros de familiares que se habían vuelto borrosos. Tras unos días en casa, descubre que es feliz en ese aburrimiento, y su única queja es que “la radio siempre está puesta”. Cuando vine a vivir a Madrid, mi sueño fue también esa vida que no tenía en Menorca; salir de la monotonía, tener tantos planes que no te queden días, buscar en la capital una actividad social que en mi casa no era tan posible. 2 años después, lo celebro totalmente, porque soy feliz, con mi gente, mi pareja, un trabajo que me gusta, pero de vez en cuando, añoro esa monotonía. Esa manera de subir las escaleras tan típica de mi padre; el olor del cuarto de mi hermano al pasar por delante de la puerta; los abrazos de mi madre, y hasta tumbarme en el sofá con ellos durante 2 días. En las vueltas, no busco nada más. Basta eso para ser feliz.
En Un amor de temporada, veo en Adele, ese FOMO (Fear of Missing Out) que tenemos todos. Tenemos tanto miedo de perdernos algo, de no vivir algo que podría ser increíble, que nos olvidamos de disfrutar lo que realmente vivimos. Matt, pareja de la protagonista, le dice que cuando haya visto todos los lugares más ostentosos los podrá olvidar y disfrutar de los pequeños lugares sin descubrir que tenemos al alcance de la mano. Ella, deseosa de ver mundo, joven, historiadora en potencia, activa culturalmente, decide irse a Europa para escribir una tesis sobre su pintor favorito, Van Eyck. ¿A quién no le gustaría irse a Ámsterdam y disfrutar de los girasoles, el mar y la pintura? Tras un tiempo ahí, no solo no puede escribirlo por una cuestión de inspiración, sino que el trabajo que se ve obligada a realizar para vivir, no es el que ella deseaba, algo que provoca un total inconformismo en la joven. “No había pedido un trabajo agradable -que lo era-. Me había exigido algún tipo de logro”, algo que no sucedió. Iba del trabajo a casa, se echaba crema, se tumbaba en la cama y se preparaba para una cita. En mi caso, no me echo crema, pero sí disfruto de mis cenas con Cris, regulares cada pocos días, disfrutando de los ratos libres que nos deja el día a día y también desearía un trabajo en el que pudiera lograr algo y no ser simplemente uno más. Como dice Nuccio Ordine, a veces buscamos la utilidad en lo inútil, en vez de dársela a lo que realmente la tiene. ¿Trabajar para vivir o vivir para trabajar? Esa es la cuestión.
Creo que, como Hardwick dice, prefiero tener poco tiempo para hacerme preguntas, bien estar trabajando, o bien preparándome para una cena con Cris, o en Pérgamo disfrutando de una charla, dormirme agotado y extrañamente feliz. Ese debe ser el truco.
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