El día es soleado, me encuentro en la habitación de mi piso, como cada mañana, y las acacias empiezan a brotar. Se acerca la primavera, es algo que se nota. Se siente en cada capa de ropa que uno se quita, en el alboroto de las terrazas por la noche, hasta se escuchan pájaros cantar por encima de las ambulancias. La alarma hoy se ha hecho más dura que nunca, pero el karaoke de ayer valió la pena. Mañana me voy a casa a pasar unos días y hay que dejar las cosas lo más listas posible. Y más, cuando ayer me dieron la noticia de escribir la primera recomendación en la newsletter de mi librería favorita. En mi salón, con el disco de Rita sonando, espero a Leila, como cada día estas dos últimas semanas. Llega tarde, algo inusual. Me llama: “estoy llegando, cerraron el metro y tuve que andar desde Canal”.
Cuando llega, la veo por la ventana. La calle flota en ese brillo dorado matinal donde sus rizos negros se vuelven aún más oscuros. “¿Qué tal el libro? ¿Lo terminaste?”, pregunta nada más entrar. Me gusta su acento argentino. Se parece a mis dos compañeros de trayectos al trabajo, a mis padres adoptivos en Madrid. “Perdona el desorden, ayer tuvimos fiesta y no me dio tiempo a recogerlo todo. Sí, pude terminarlo, ya por fin”. Me mira, y sin hablar sé qué me está preguntando. “Bien, ha estado muy bien. Creo que, conociéndote, esperaba más. O simplemente, esperaba otra cosa”. Es así. Sin saber nada de la historia, lo compré con la idea de leer una narración de ficción. “No esperabas un reportaje narrativizado”. En absoluto. ¿Puedo decir que me ha sorprendido? Totalmente. ¿Que es el mejor libro de la década? No lo tengo tan claro. El tiempo dirá. ¿Que es el mejor reportaje que se ha hecho en años? Sin ningún lugar a duda.
Como cada mañana, le preguntó si quiere café. No, me basta con un vaso de agua. El café no le gusta demasiado, y prefiere mantenerse lejos de la cafeína. Nos sentamos y nos pusimos a hablar. De Silvia, cómo no. Ha sido el tema común estos últimos días, y sin conocerla, la siento como alguien muy cercano. Alguien a quien conoces de hace mucho tiempo.
-¿Cómo hiciste para que Silvia te contara toda esa historia? A ti, que no la conocías. A ti, siendo periodista. Cuando ella misma decía que no quería ser una víctima toda su vida, que había hecho cosas, ahora que era feliz.
-La verdad, no lo sé. El camino nos cruzó, y empezamos a hablar. La escucho narrar su vida, pero no la veo vivir. Silvia habla con la verdad de saberse en frente del miedo y haber sobrevivido a él. Con la verdad de sentirse viva. Habla de un pasado que está más presente que nunca, que no deja de acompañarla. En Madrid, Buenos Aires o Marbella. Silvia habla con la verdad, y eso, tras el horror, ya es mucho.
-Sin embargo -la corto-, ella siempre dice que hay momentos de amor en momentos como esos. Incluso en la ESMA.
-Claro. Y más cuando estás embarazada como lo estaba ella. No te queda otra para sobrevivir. Lo que tú no sabes es que son los hijos los que te protegen a ti. Te protegen del riesgo de no estar amarrado. Ahí está el sentido de la existencia. No en la muerte, como siempre se ha dicho. En la vida. Sí, en la vida, pero en la de otro. En la de tu hijo, tus padres, tu pareja o tus amigos.
-¿Cómo era preguntarle sobre violaciones, torturas, momentos que seguro se le clavaron en la mente para siempre?
-Siempre hay cierto morbo por las violaciones, pero la tortura es sagrada, porque en ella hay puro sufrimiento -hizo una pausa lo suficientemente corta como para no dejarme preguntar-. Y no por que la violación sea menos dolorosa, sino porque siempre fue sospechosa de haberla provocado, de no haberse resistido lo suficiente. “Si te violaron, fue forzado, pero bueno, a lo mejor te gustó”. ¿Cómo que y si me gustó? ¿Es menos violación si me gusta?
Evidentemente no. Es lo mismo. Por poco placer que pueda haber, esa imagen, ese roce, queda en el cuerpo marcado para toda una vida. Una vida que una vez ha tocado fondo, uno tiene que intentar recuperar de alguna manera. El libro es un poco como una liberación, una forma de expulsar todo lo que quedó dentro, cerrar un ciclo.
-El libro es una manera de responder a preguntas de hace dos décadas que quedaron flotando en el viento. El libro es un reflejo de todas las charlas que tuve con Silvia, en las que siempre hubo una pendulación entre lo monstruosa que fue su vida y lo trivial que ha sido después -cerró Leila a mi pregunta.
-¿Qué ocurrió para que el destino final de Silvia saliera cara? ¿Qué motivo había para mantenerla con vida?
-Una llamada. La llamada. O simplemente el azar. La cuestión es que Silvia, 30 años después, solo pide tiempo. Tiempo para disfrutar. Que el ciclo que supuso la ESMA y derivados no se cierre más tarde que el ciclo de la vida. Tenía tanto dolor por dentro, tanto desgarro, que cuando tu le preguntas dónde vive, ella responde: “En el limbo”.
Qué sensación más horrible la de decir: vivo y no vivo. Simplemente, estoy. Aunque hay veces que basta con estar. El sueño de mi vida es estar en mi jardín, con un libro, mis hijos, mi mujer, música, y que me dejen en paz. Así, es imposible que me aburra. “Chao Leilita, chao querida”. Así podría haber terminado mi charla con ella si la conociera de algo, pero no tengo ese placer. Leila es de esas personas que tienen algo especial en la manera de hablar, en la forma de expresarse. Esa manera de conseguir engancharte a lo más ínfimo, desde el dolor, el amor y saber cómo decir las cosas. No habré hablado con ella nunca, pero puedo decir que he leído La Llamada.
¿Y ahora qué? ¿Qué sigue? Una cena en una terraza, y un vuelo mañana por la mañana. En una vida que pasa. Como todas. Solo basta una llamada. Así, es imposible que me aburra.
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