Entramos en otro bar. Diez cervezas y diez saquitos. ¿Qué llevan? Torrezno, huevo de codorniz y salsa carbonara. Están para corre****, nos decía Celia. Dejémoslo ahí. Llegamos el viernes por la tarde, después de una jornada de trabajo que se había hecho larga esperando que llegara la hora de salir. Con la maleta preparada y las ganas (a pesar del sueño) de disfrutar de un fin de semana atípico que no sabemos cuándo podremos repetir, nos montábamos en un AVE con dirección Zaragoza, donde nos encontraríamos con la gente de Barcelona. Un equipo de 10 se juntaba con otro de 12 personas. El taxista, merengue de nacimiento, nos fue contando hasta dejarnos en el hotel que Zaragoza era una ciudad muy buena que no sabía explotar todo su potencial. No la conocía. No podía juzgar. Quedaban 48 horas por delante para descubrir, conocer y disfrutar una ciudad que de primeras parecía más dormitorio y acabó siendo una ciudad con más marcha que ninguna. Si que estaba para… chuparte los dedos, el saquito. Nos vamos a otro.
Entramos en otro bar. Diez cervezas y 3 de patatas bravas. Encontrarse con gente a la que hablas cada día pero no has visto nunca es lo más parecido a un rencuentro de familia después de un trimestre estudiando fuera. Abrazos, risas, gritos y un recepcionista flipando de que 20 personas adultas se comporten como niños de 12 años. Y mejor así. Conocer a personas que te han hecho reír con solo unas palabras en reuniones o conocer a otras con las que has podido chocar profesionalmente y descubrir que son lo más majo que existe en la faz de la tierra. Así se hace equipo. Y 48 horas después, lo notas. Será más difícil que algo te siente mal ahora, o decirle algo de forma más borde. El lazo que te une es distinto. Así se hace equipo. Llegan las patatas y es un milhojas de patata con salsa brava. Seguramente la mejor que has probado nunca. Nos vamos a otro.
Entramos en otro bar. Diez cervezas y diez pinchos de champiñones con salsita. Esto es típico de aquí. El “tubo” de Zaragoza tiene más bares por metro cuadrado que Menorca en toda la isla. Y uno no se puede ir de ahí sin probar algo de todos y cada uno de los sitios. Despedidas de soltera, grupos de amigos que salen a cenar, compañeros de trabajo haciendo un afterwork o parejas que quieren tomarse algo por la calle antes de ir a casa. Pocas veces he visto esa cantidad de gente, aunque las calles estrechas lo magnifican todo un poco. Nos vamos a otro.
Entramos en otro bar. Diez cervezas y croquetas de arroz negro con alioli. Otros, de gallina con chocolate. Otros, de gorgonzola y manzana. Hablar con tus compañeros de algo que no sean cuotas, clientes, transportes, customer o quejas, hace que de repente alguien te sorprenda con su capacidad para hacer reír al resto. Y menos mal de estos especímenes, en peligro de extinción, porque dan a ese grupo una vida que sin ellos no sería lo mismo. Y yo no sé si el Quini o el Miqui del pueblo de Toledo de nuestro querido Carlos será real, pero así como él nos cuenta todas sus historias, solo deseas que siga habiendo historias durante muchos años más. Nos vamos a otro bar.
Entramos en otro bar. Diez cervezas y dos de pulpo a la gallega. Al haber ido a Galicia, ya ves si sabe bien o no. Este pulpo sería del Ebro, pero qué rico. De repente, nos encontramos frente al Pilar. Esa calle, parecida a Larios, con flores en las farolas y una imponente basílica al final. La estampa era preciosa. Entramos, los 25, decididos. Había que ver a la Pilarica. Y poner una vela, algo que no suelo hacer nunca. Si el otro día decía que en Galicia el abrazo al apóstol había servido para pedir por los míos, aquí, la vela y la virgen hicieron lo suyo para que volviera a pedir. No salió mal hace dos semanas. A ver si con esta hay suerte. No ha habido muchas veces que en una iglesia haya conectado tanto con lo que ahí se está viviendo -sí me suele pasar, en cambio, con nuestro Nazareno-. Aquí, en el Pilar, eso no ha sido así. Esos techos inmensos, el altar donde está resguardada esa estatua pequeña a la que veneran centenares de personas, las pinturas, la gente, el significado, todo eso consiguió que conectaras con algo más. ¿El qué? Algo. Da igual el qué. Nos vamos a otro bar.
Entramos en otro bar. Venga, la última. Diez cervezas y unas anchoas con vodka y limón. ¿Vodka? ¿Ha dicho Vodka? Sí, sí. Ya verás. Han sido 48 horas donde ha habido de todo. Un bocadillo de bacon para desayunar en un bar muy bonito; copas en un callejón mientras un saxofonista nos deleitaba con su música; un karaoke en el que hemos demostrado nuestra calidad como equipo; muchas caminatas; una visita al río Ebro, que va más rápido de lo que pensaba; un hotel muy bonito y un compañero que ronca más que un tractor por la noche; paseos por el centro iluminado; compras de cintas del Pilar e imanes para la nevera; comidas exóticas y otras más típicas -siempre recordaremos la oreja y la brocheta de cebra-; muchas cervezas, terrazas y cubatas; retiradas a tiempo que son victorias; cafés para revivir a un muerto; charlas con toda la gente que podías y así conocerlos mejor; descubrir una ciudad preciosa; descubrir gente increíble; muchos abrazos, muchas risas; y en estos dos días, hemos hecho equipo. Así se hace equipo, de verdad.
Después de 48 horas intensas, con ojeras y sueño, hemos cogido el tren y en 50 minutos estábamos en Yebes. Y así, hoy, por fin, 48 horas después, hemos bebido agua otra vez. El agua de Zaragoza es amarilla y sabe a cerveza.
Felicidades sigue escribiendo asi
ResponderEliminar