2 de julio de 2024

La vida es una herida con la que nacemos todos

Llegar de noche a un pueblo es como si nunca hubieras llegado. El autobús me dejó en la plaza, con las pocas luces titilando a lo lejos. Mis padres me esperaban en la casa, pero las puertas estaban cerradas y las luces apagadas. No había rastro de ellos. La última vez que hablamos fue hace dos horas, cuando el atardecer pintaba el cielo con ese tono anaranjado que siempre me llena de nostalgia. Recordé la llave extra, siempre colocada bajo la maceta en la entrada. Con una mezcla de esperanza y miedo, levanté la maceta y ahí estaba. ¡Bingo! Entré como lo hacía de niño, con esa mezcla de curiosidad y temor a lo desconocido.

La casa estaba vacía, como si me aguardara en un silencio expectante. No había señales de vida reciente: polvo acumulado, telas de araña y recuerdos flotando en el aire. ¿Dónde estarían mis padres? ¿Por qué no me esperaban? Miré al cielo, buscando respuestas entre las estrellas, y por un momento, volví a ser el niño que corría por estos pasillos.

Dejé mis maletas en la entrada y subí las escaleras. En la mesa del comedor, un objeto captó mi atención. Me acerqué lentamente, con el corazón latiendo con fuerza. Era un libro, de color verde, titulado Esta herida llena de peces. ¿Podría este libro decirme algo sobre mis padres?

Abrí el libro y comencé a leer las primeras líneas, precedidas por unos versos de Gabriela Mistral. La lectura era como el preludio de un concierto, llena de nerviosismo y expectativa. La voz de Lorena Salazar Masso, una autora desconocida para mí, resonaba con una claridad poética que me atrapó de inmediato.

La historia me llevó al malecón de Quibdó, donde una madre y su hijo compartían un momento de ternura instantes antes de montarse en una canoa. El niño, con la inocencia que todos llevamos dentro, llama a su madre “ma” al ver un pajarito. Esa simple palabra, cargada de amor y dependencia, resonó en mí como un eco de mi propia niñez. La madre, en un momento de reflexión, dice: “yo le enseño a ser él y me ayuda a deshacerme, a vivir bajo nuevas formas”. Comprendí entonces lo que Massimo Recalcati describe cuando habla de que “un hijo implica la descentralización en la vida de sus padres”. Un hijo trae consigo el fin de la vida anterior, esa vida construida entre dos personas, en la que de repente, se introduce una tercera parte a la que hay que enseñar el sentido mismo de la vida. 

A través del viaje por las metáforas y conversaciones del río Atrato, comprendemos la profundidad de los sentimientos de una madre hacia su hijo. Una mamá es una presencia constante, en las alegrías y en las adversidades. Es ese hombro en el que llorar, el abrazo que te consuela. Una madre es una herida y una cicatriz, algo que duele pero también sana. Un niño, en cambio, es niño en todas partes; no siente miedo, no se cohíbe, no siente vergüenza tampoco. Juega, y solo se interrumpe para soñar o comer.

El río, como metáfora de la vida, fluye por distintas ciudades, acompañando a la pareja a través de su cuenca. A lo largo de los años, nosotros, una comunidad de peces, vivimos al ritmo del agua. En el camino se suceden incendios que nos invitan a reflexionar sobre la vida. Incendios que, siendo recurrentes, pierden su poder inicial. La gente, cansada de malos momentos, deja de deprimirse por esos incendios y los acepta, como el niño que pierde un diente y espera el siguiente. Como niños, nos toca sonreír y vagar por ese río, un río que se convierte en una razón para vivir, para llegar a tierra firme. Como si no pasara nada.

El libro verde llegaba a su fin y yo me encontraba perdido en la selva de sus palabras, que dejaban un sol ardiente en el horizonte y se desplegaban hacia un lugar inexplorado. Por un momento, me olvidé de mis padres, del exterior, de mi isla y de mi gente. Por un instante, no había preocupación en mi cabeza, como ese niño de Quibdó al que envidiaba. Un niño cuya mirada tuve hace tiempo y que se desvaneció con los años, revelando una más cruda y real. Hay veces en que uno desearía mirar como un niño, con inocencia, como si nada. El final del libro, ese último capítulo, me dejó boquiabierto y desperté de un sueño que parecía no tener fin. El camino, que recorrí durante doscientas páginas por el río Atrato, valió la pena.

Como por arte de magia, la puerta de casa se abrió y aparecieron mis papás. El libro no me había dicho nada sobre ellos, y para saber dónde habían estado solo me quedaba preguntar. “Buscamos una canoa que nos llevara a los dos y a tu hermano desde que salimos de casa, hasta Bellavista”. ¿Bellavista? Llegar de noche a un pueblo es como no haber llegado, por eso, tomar un avión por la mañana suele ser lo habitual. Y lo mejor.


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