31 de diciembre de 2020

El último tour de 2020

        Bienvenidos lectores, a la que es la última entrada de este 2020, un año horrible en muchos sentidos de nuestras vidas, que también nos ha dejado ciertas cosas buenas. Tal vez pocas, a nuestro parecer, pero revisando estos 365 días con tranquilidad, nos damos cuenta que podría haber sido peor.

Todo empezó en Londres, con un brindis por un año mejor al anterior; un año que nos trajera salud, dinero, felicidad, amigos, viajes y muchas cosas más. Yo estaba estudiando en Madrid, y enero nos pasó lentamente a todos. Un enero lleno de exámenes, que a los estudiantes no nos deja disfrutar de la navidad al 100%, pero si lo haces bien, la recompensa llega a finales de mes con el aprobado en todas las asignaturas. Ese mes tuvimos ya el primer capítulo de lo que sería el 2020: una amenaza de guerra entre Estados Unidos y no sé qué país más, pero si está EE.UU., ya asusta.

Febrero fue un soplo de aire fresco, nunca mejor dicho. Llegó el frío y para mi llegaron fines de semana de estar con mi chica, con mis padres y con mis amigos, hasta me fui a Toledo para sacarme el carnet de coche. ¡Qué tortura! Descubrí una nueva ciudad como Granada, que me pareció la mejor ciudad para estar acompañado por ella; Madrid la viví en su mejor momento y en Menorca descubrí nuevos lugares y viejos recuerdos que seguían latentes en mi corazón pese a no vivirlos todos los días. Segundo capítulo de 2020: incendios en Australia, un fenómeno que destrozó la tierra y a todo el mundo. Iba mejorando el año…

        Marzo empezó ya a preocuparnos con la escasez de mascarillas y geles hidroalcohólicos, hasta que el 14 de ese mes, Sánchez nos encerró en casa un tiempo indefinido. Sánchez, Merkel, Johnson y casi todos los países del mundo hicieron lo mismo. El problema se veía venir, pero no a ese nivel, por lo que todos los estudiantes nos dejamos casi toda la ropa en nuestras respectivas residencias. Qué suerte tener un hermano que ya utiliza la misma talla que tú para robarle la ropa. A él no le gustó tanto, creo…

Con la cuarentena empezaron las clases online –algunos más, otros menos-, hacer ejercicio como nunca, y cuando digo como nunca es que hacía 5 años que no hacía ejercicio enserio como en ese momento. Empezamos a cocinar, jugar a juegos de mesa, surgió Zoom, y nuestra rendija a la libertad era ir al supermercado a comprar. Repasando el carrete de confinamiento, pasamos de llevar jerséis y sudaderas a ir en manga corta, eso sí, todos los días se salía y se aplaudía a las 20, acompañados de un Resistiré, que se fue haciendo odioso a medida que iban pasando los días.

        Los youtubers iban aumentando visualizaciones y adeptos en sus canales y los chefs iban subiendo más fotos a sus stories de platos que cocinábamos. La locura del encierro nos iba pasando, y cuando vimos que podíamos, poco a poco, volver a salir, el poco a poco se convirtió en un “a tope”. Con restricciones, pisábamos otra vez las calles y los bares, con miedo a no saber por dónde ir –por si había cambiado algo-, con miedo a cruzarte con otra persona cerca, con miedo a contagiarnos y tener que encerrarnos otra vez.

En verano se suavizó la curva, y los aviones volvieron a volar. Volví a Madrid y lo primero que hice fue bajarme al sur a ver a Cristina. Conté la historia ya de nuestro reencuentro, pero después de 3 meses y medio sin contacto, ese primer abrazo sabía a gloria, como también supo a gloria el carnet de coche –a la segunda, también hay que decirlo-. Las idas y venidas a Toledo eran más largas que viajar de Barcelona a París, ya que debido a las restricciones me tocó recorrerme la España vacía que defienden algunos, día sí y día también. Dos horas de recorrido de ida por carreteras secundarias que se hacían eternas.

Y para siempre también se hizo el verano contigo, el mejor verano de nuestras vidas, que a su manera será también eterno. Primero en Fuengirola y luego en Menorca, recorriéndonos las playas y bares juntos, sin saber lo que nos esperaría al volver el setiembre. Yo me quedé en Menorca, cambiando drásticamente mi futuro; estudiando Marketing y no diseño y trabajando con mi padre todas las mañanas. Podía parecer una catástrofe, pero doy las gracias al coronavirus por abrirnos los ojos y ver que lo que no funciona, no debe seguir adelante. Terminó el verano y cogía experiencia trabajando. La cuenta del banco, que había caído como las bolsas en el crack del 29, resurgía poco a poco, aunque rápidamente se volvía a ir. Qué lentamente entra el dinero y qué rápido se va. Sólo con un clic.

Celebré mi cumple otra vez con mis padres en casa, como hacía varios años que no pasaba y lo celebré en Granada recorriéndome los bares de tapas y de copas más bonitos y “del rollo”, que tiene la última ciudad de Al-Andalus. La curva de contagios volvía a subir y antes del último confinamiento del año, volví a coger el avión para verla una última vez antes de volver a las pantallas del móvil.

        A partir de ese momento, decidí volver a escribir. Volver a sacar las cosas con palabras y no comiéndomelas yo. Con esto os hago partícipes de todos mis sentimientos, buenos y no tan buenos, y de los pensamientos que alguna vez, por mi cabeza, entran y salen. Navidad se acercaba, pero este no ha sido el año que ha traído más ilusión, sino el que nos ha tocado celebrarlo con los nuestros de manera más discreta y cerrada. Al menos, lo celebramos toda la familia por Meet, dándonos los regalos igualmente. Más fríamente, pero con el mismo cariño que todos los años. Y con las mismas copas algunos. Bécquer, poeta andaluz, dijo que volverían las oscuras golondrinas sus nidos a colgar y yo digo que volveremos todos a celebrarlo como antaño lo celebrábamos.

Este año ha sido malo, sí, pero este año nos ha dejado muchas otras cosas. Este año nos ha dejado una Liga del Madrid; la primera final de copa del Rey entre equipos vascos; 3 discos de Bad Bunny para hacer historia; la renovación tecnológica que necesitaba el mundo para estar más en contacto; una guerra en contra del racismo y por los derechos de todo el mundo; murieron Kobe, Maradona, Ennio Morricone, Rosa María Sardà, Pau Donés o Michael Robinson, entre otros; el 2020 nos ha dejado un cambio de presidente en Estados Unidos necesario; una Semana Santa que no se ha podido celebrar en las carreras ni en el Vaticano –pobre Papa-; una mejora del medio ambiente -¿alguien se acuerda de Greta?- y también mis entradas, que eso es mucho. Todo esto, entre muchas otras cosas más en las que podría enrollarme hasta el día 1 de 2021.

El 2021 será otro año. Tal vez no mucho mejor, pero mejor, que ya es mucho. Tiene la misma pinta que el 20, pero cambiándole un número, pero tenemos vacuna y la esperanza es lo último que se pierde. Responsabilidad, amor, y empatía, son las palabras clave que necesitamos para empezar este nuevo año con todas las fuerzas posibles. Nadie dijo que iba a ser fácil, pero juntos lo conseguiremos. Mientras haya salud, todo es posible. Esto es todo amigos, por este año. Nos vemos en el próximo, en uno un poquito mejor. Espero encontraros leyéndome, o al menos, encontraros, que eso significa que estamos vivos. Chin chin.

22 de diciembre de 2020

El Rais. Por rice.

        No, no me he equivocado. No quería escribir País y me he confundido. Es tal cual está escrito: El Rais. Restaurante en Mahón al que tuve la oportunidad de ir el otro día. Al hablar de comida, ya se me hace la boca agua. Recuerdo un amigo mío que quería ser crítico gastronómico, y en chef se ha quedado. Nada malo por los posts de Instagram que veo. Pero ya que él hace la comida, yo me encargo de la crítica.

Celebrábamos muchas cosas; el 26º aniversario de la boda de mis padres –se dice pronto, pero son muchos años-, las notas de mi hermano, un concierto que habíamos hecho juntos que había salido increíblemente bien… Se necesitaba un sitio a la altura de la celebración. Y al puerto que fuimos. Para el que no lo sepa, Mahón tiene el segundo puerto natural más largo de Europa y el tercero del mundo, que, aunque no os sirva para nada, es un dato curioso que puede ser interesante en alguna conversación random. O no. Pero así ya lo sabéis y puedo fardar de puerto, que eso pocas veces se hace. Cogimos el coche, porque aquí, para ir a un sitio que está a 5 minutos en coche, se coge. Y ya está. No hay otras opciones.

Nos habían hablado muy bien de un restaurante que era del mismo dueño que tenía otro restaurante en el centro; Ses Forquilles. Los tenedores, para quien no lo entienda. Vaya nombre eh. Pues la comida era igual de especial que el nombre. La diferencia con este era que el del puerto se especializaba más en el arroz, en el arte del grano. Que no del gramo, que ya os veo venir. Blanco, largo, redondo, basmati, bomba… Hay muchos tipos distintos, y en el Rais, los podías probar casi todos. Rais, imagino que de Rice. Si es así, el que pensó el nombre no fue muy original, pero bueno, de alguien que ha pensado Ses Forquilles, qué podemos esperar. También hay que decir que me costó pillarlo. Aquí uno que es un poco lento.

Con vistas al puerto y una decoración bastante moderna, el ambiente era muy agradable. La calma del mar y la música se unían en una sinergia perfecta que hacía de la comida, un atributo más a la esencia “Made in Menorca”. Fuimos pidiendo y los platos fueron llegando. Sabías que era un restaurante bueno por sus cubiertos y la forma en la que estaban colocados, con total precisión y delicadeza.

Pan de cristal con tomate y aceite –muy diferente al pan de cristal del 100 montaditos, ya sabéis cuál digo… espera, no se parece en nada a ese. No sé por qué será-, croquetón de pollo rebozado, cuyo crujiente no nos va a quedar así en la vida, por mucho que Arguiñano diga en el Hormiguero que cualquiera puede “cocinar”. Este Arguiñano se ha vuelto un poco Ratatouille este 2020. El siguiente entrante fueron unas papas arrozadas a la brasa, lo cual sobraba un poco, con salsa picante, para terminar con unos calamares bravos; bravos por ser menorquines y por sus salsas, que te dejaban la boca ardiendo.

Cuando terminamos los entrantes llegó la hora de los dos principales, que como no podía ser de otra manera, fueron dos arroces: uno cremoso con setas y otro negro, para abarcar una gran diversidad. El primero fue otro rollo. De verdad. Qué arroz más rico, más meloso… El sueño de todo cocinero es saber clavar el arroz y ese estaba más que clavado. Tanto, que se deshacía en tu boca al momento, mientras que el arroz negro era más normalito. No destacaba, pero tampoco hacía un feo a la comida. Para nosotros, el error fue el tipo de arroz, pero para unos incultos sobre comida, el arroz era como al electricista la vacuna del Covid, que sabe de qué le hablan, pero ni idea de cómo se pone.

Para terminar, tres probamos el helado artesanal, que estuvo rico, pero no sobresaliente. No repetiríamos, mientras que mi madre probó la tarta de manzana. Eso sí que fue digno de mención en este blog; el hojaldre estaba en ese punto en que es crujiente y a la vez al morderlo se deshace, que junto al caramelo y a la manzana bien hecha hacía del postre una verdadera obra de arte de la repostería. Samantha estaría orgullosa.

Para ser la primera vez que íbamos, yo le doy un 9 de 10. Riquísimo, pero nos faltó algo para ser perfecto. Ay ese arroz negro… si no fuera por él, tendría el 10 seguramente. Es verdad que no somos de ir a estos restaurantes, pero también es cierto que si adónde vas está rico y te gusta, ¿para qué cambiar? El hombre es un animal de costumbres. Ahí se terminó nuestra experiencia en el Rais, y aquí termina mi experiencia como crítico gastronómico. No creo que me gane un sueldo de esto, la verdad, pero para hacerlo alguna vez no está mal. El hombre es un animal social, como decía Aristóteles, y un animal de costumbres, como ya hemos dicho. El hombre o al menos yo. Y como somos seres de costumbres, espero que leer mi artículo ya sea costumbre en vuestras vidas. Os espero en el próximo. Un beso y feliz navidad. Cuidaros.

6 de diciembre de 2020

El merecido reconocimiento del ajedrez. Por fin.

        Tac. Blancas mueven. Peón a d4. Tac. Responde peón negro, colocándose en d5. Tac. Peón a c4. Así empieza el Gambito de dama. Así empezó Elizabeth Harmon, nuestra jugadora de ajedrez favorita. La huérfana que maravilló a todo el mundo en los años 60 y también, la niña que se ha ganado todos nuestros corazones este mes de noviembre en Netflix.

        Alfil blanco a e5. Tac. Todo empezó un día que mi novia dijo; “hay una serie que está muy guay que va sobre ajedrez”. ¿Ajedrez? ¿De verdad? Eran dos cosas que no me cuadraban juntas. ¿Diversión y ajedrez? Podía ser cierto, pero se tenía que comprobar. Contesta el peón negro a c4. Tac. Para los dos, la cuarentena también dio para esto, para aprender a jugar. Ella con su padre y yo con mi hermano. Calidades distintas que nos permitieron jugar alguna partida en su casa. Con victoria de un servidor. Nadie lo dudaba tampoco. (Cristina, sabes que te quiero…).

        Caballo blanco a f2. Tac. Beth, o Elizabeth para los rivales, era una chica americana que había vivido su infancia en un orfanato. ¿El motivo? No es muy difícil de adivinar, pero tampoco os lo voy a contar todo. Responde alfil negro a f6, ampliando la zona de ataque. Tac. Era pelirroja y con flequillo. No muy agraciada la pobre, aunque con ese vestido, ni Kendall Jenner marcaría tendencia. Caballo blanco se come a peón 3. Tac. Durante sus años en el orfanato, descubre la práctica de un deporte, un tanto diferente. Un deporte poco seguido, en el que por muy sudador que seas, como yo, ni una gota te llegaría a caer. El ajedrez es un deporte complicado, laborioso, táctico. Y ella empieza a ganar. Y ganar. Y seguir ganando. Pero esconde un secreto, un secreto que se encuentra en el interior de unas pastillas. 

        Torre negra avanza 5 casillas. Tac. Harmon, que así se apellidaba la chica, representa perfectamente el paradigma del genio y la locura, y la fina línea que hay entre esas dos palabras. Si lo pensamos, muchos genios fueron así: Einstein con sus teorías, Newton con las manzanas, Steve Jobs y su innovación tecnológica nunca vista, Beethoven con sus sinfonías siendo sordo, Marie Curie y sus avances científicos, o Zidane, que, con sus alineaciones, a los madridistas nos tiene en vilo. En cada uno de ellos siempre reina la locura por encima de la razón, y tal vez por eso son tan buenos en lo suyo.

        Peón 4 negro avanza una casilla más. Tac. No solo se descubren nuevas jugadas de ajedrez, que evidentemente, ya sé que al que no juegue no le importan una m*****, sino que descubres una época distinta. Una época en la que se diferencian más las clases entre las personas; una época en la que predomina el machismo; la loca y seria Rusia sigue siendo igual o más fría que nunca -Napoleón y Hitler, bien lo saben-; una época en la que se siguen escuchando discos de vinilo -no como ahora, que sólo escucho yo y alguna persona más- y en la que también destacan los coches bonitos y los apartamentos diseñados por Frank Lloyd Wright y sus seguidores. ¡Qué estilo más espectacular! Tienen un aire tan vintage, que te entra por los ojos justo al verlo. 

        Reina blanca a d3. Jaque. Tac. Plan de domingo por la tarde. Con lluvia. No sabes qué hacer y las posibilidades en Netflix son infinitas. O casi infinitas, ya que la película que quieres ver no está. Ni en Netflix, ni en otra plataforma. Caballo negro se come a peón 4 -como pretendíamos-. No os he podido contar mucho, pero creo que es necesario ver la serie. Descubrir el personaje que muchos conocíamos por Peaky Blinders, pero que hemos perdonado y admirado por ser nuestra jugadora. Sufriendo hasta el último momento. En eso se parece más al Atlético de Madrid. 7 capítulos. Una partida intensa, emocionante, sensible. Una partida que lo tiene todo. Avanzamos, un artículo más, hacia la reina negra. Jaque mate. Os espero en el próximo artículo. Cristina, a ti te espero en la próxima partida. Quiero que me ganes. 

 

29 de noviembre de 2020

Explosión de color en Thames River

Próxima estación, este artículo. Correspondencia con It’s Christmas in London baby. Así terminamos la anterior entrada y así empezamos la noche de hoy. En Londres. 31 de diciembre. Ocho de la tarde. De noche, evidentemente. Un frío que pelaba -porque hacía un frío de esos que se te mete en el cuerpo y no sale hasta que te duchas-. Luces de navidad encendidas en todas las calles repletas de gente y canciones sonando en todos lados. Colas de decenas de personas en todas las tiendas y restaurantes llenos hasta límite de aforo. Aforo al 100%. Qué tiempos aquellos… Se acercaba el final del 2019 y queríamos terminar de disfrutar ese día diferente para nosotros.

        En las noticias siempre habían enseñado los fuegos artificiales de Londres y cualquiera que fuera en Navidad tenía que intentar ir a verlos. Habíamos mirado diferentes opciones, pero todas eran igual de complicadas para una familia que no había estado nunca en Londres y no sabía cómo funcionaba la ciudad. Metro, horarios, precios… Los británicos no nos dejaban de ofrecer entradas para ir a ver la función, pero sonaba más caro que unos calcetines de Gucci. Nos apetecía, pero era como la reventa de unas entradas para la final de Champions: falsa.

Seguían sonando villancicos y se iba acercando la hora de cenar. A esa hora en España se merienda, no se cena, pero buscamos un sitio para cuatro. Alguna mesa en cualquier sitio medio decente. Era un día especial y queríamos cenar fuera y no en el hotel. Nunca se nos había dado la oportunidad, por pereza, comodidad… pero queríamos aprovechar ese día diferente. Y llegamos al McDonalds. Vosotros pensaréis, ¿quién cena en fin de año en un McDonalds? Para vuestro asombro, demasiadas personas, más de las que incluso yo –un forofo del McDonalds- imaginaba. Estaba lleno, y se iba llenando por momentos. El resumen de esa cena fue que esa iba a ser la primera de muchas veces que cenáramos una hamburguesa en fin de año. La gente siempre tiende a comer grandes platos en esos días, y a veces, no nos damos cuenta de que no es lo qué comamos, sino cómo lo comamos, con quién, o dónde. Pasar de gambones o lechona a patatas fritas y una CBO no es un tan mal cambio. Eso sí, hay que decir que los McDonalds, como en España en ningún sitio. ¡Qué hamburguesas más raras! Ya me había pasado en Florencia, y aquí viví un dejàvú. El que avisa no es traidor…

La gente llenaba colas para entrar a las zonas donde se podían ver los fuegos artificiales y también, para fiestas privadas en edificios inmensos. Mujeres con vestidos largos y hombres con esmoquin era lo que más se repetía. Y entre esa multitud, cuatro menorquines vestidos con lo que llevaban en el avión, y un gorro de lana, buscamos una callejuela con vistas al río, para intentar ver lo que toda Inglaterra quería ver. Pero fue en vano. No había manera de no toparnos con otro edificio, por lo que decidimos volvernos al hotel.

        No eran ni las doce en España y ya íbamos con el pijama puesto. En la habitación llena de moqueta. (¡Cómo no!) Imaginaros las ganas que teníamos de celebrar el 2020 que llevábamos 12 uvas para cada uno en una bolsita y 12 chuches para hacer unas segundas campanadas, a las doce de Reino Unido. Uno. Dos. Tres. Las uvas fueron desapareciendo y el 2020 se convirtió en realidad. Al menos en España. Una hora más tarde, esperando campanadas, descubrimos que en Londres se hace cuenta atrás y vimos que las 12 chuches eran una tontería. Un error de novatos, pero nos las comimos igual.

Los fuegos fueron simplemente espectaculares. Un acto digno de ser visto. Pero por la tele, como en ningún sitio. Mucho mejor que en la calle, y encima, con ese frío. Primrose Hill, Vauxhall Bridge, Monument… Anda, anda. Ya habrá muchos otros años para ir a verlo. Eso sí, a partir de ahora, mi cena de fin de año va a ser la cena que todo el mundo desea y nadie quiere admitir. Una buena hamburguesa. Encima, si no nos dejan ser más de seis, al menos le va a dar alegría. Fue una celebración de un año que prometía mucho. Un año que empezamos en Londres. Nos faltaba mucho por ver y con vosotros lo vamos a ir recorriendo poco a poco.

Sin duda, es una experiencia que recomendaría una vez en la vida. Eso sí, mejor intentad no ir a un McDonalds. Id a ver ese ambiente. Festivo. Divertido. Diferente. También, ya que estamos, os recomiendo ir a ver mis otros artículos. Espero que os gusten. 31 de diciembre. Londres. Ocho de la tarde. El verdadero quién pudiera...

21 de noviembre de 2020

Madrid, ciudad de gatos

Muchos estaréis pensando, ¿por qué ciudad de gatos? ¿Hay gatos en todas las esquinas? ¿Es la mascota favorita? No. Evidentemente no. Los perros aquí también son bienvenidos, para que se vea que somos un blog inclusivo y respetuoso con todo el mundo.

    Hoy vamos a hablar de Madrid, una ciudad a la que la mayoría de gente ha viajado una vez en su vida. No sabes si es porque está en el centro del país, si es porque todas las carreteras salen de la Puerta del Sol, o porque pilla cerca a todo el mundo. A ver, a los isleños no, pero teniendo en cuenta que para salir de aquí tienes que coger un avión, qué más da si Madrid o La Coruña. Al menos a mí me da igual.

En su primera vez, todo el mundo llega ilusionado a la capital madrileña. Ser virgen de Madrid te hace descubrir cosas que no descubres en otros sitios. Aunque sí es verdad que al ir de turismo unos días, tal vez no descubres lo suficiente como cuando eres uno de sus "gatos", aunque sea temporalmente. ¿Y gatos por qué? Hay dos teorías; la primera, menos aceptada, es debido a un soldado del siglo IX, que trepó por una pared en una batalla y su agilidad le dio el nombre de gato. Esta es bastante regulera, a mi parecer. La segunda, más aceptada y más real, que es debido a la vida nocturna de los madrileños, como la que tienen los felinos. Es cierto que al llegar allí te acostumbras a ver gente en la calle hasta a las 3 de la mañana. Algo curioso. Será que al ser de pueblo, estas cosas te sorprenden.

    Madrid no es solo su Gran Vía y Preciados, esas galerías llenas de tiendas y gente que se llenan en Navidad. Antes de irme a vivir ahí, yo también pensaba eso, hasta que llegué con mis 4 maletas un 9 de septiembre. Al principio, estudiar allí es vivir en un mundo irreal: salir a cenar todos los días; salir de fiesta los fines de semana, teniendo en cuenta que hay 300 veces más discotecas que en Menorca; salir a pasear a ver la puesta de sol o solamente a tomarte una cerveza con tus amigos. Si algo no le falta a Madrid es gente, por eso extraña tanto verla como está ahora con la Covid. Mi asombro al verla vacía en verano me sorprendió y me dio una cierta pena; esa ciudad que yo adoraba se había vuelto un alma en pena donde la gente vagaba por la calle para mantener una cierta vida social, cuyo nivel no se iba a recuperar en mucho tiempo. Bares cerrados, hoteles con camas que tapiaban la entrada, sin gente en Preciados y con parques vacíos al atardecer. Una pena.

Madrid no es solo su Gran Vía y Preciados. Madrid es perderte por sus calles. Madrid es su Calle Serrano decorada por Navidad; sus manolitos de cebra y los de chocolate blanco –quien no los haya probado que vaya hoy-; Madrid es su calle Princesa llena de árboles infinitos; su Retiro con sus barcas y árboles marrones en otoño; Malasaña y sus tiendas vintage; Madrid es su Prado y sus museos, su metro y estaciones de tren. Madrid es mucho. Mucho más de lo que ves como turista. Madrid son sus bares de copas, también su Plaza Mayor y sus bocadillos de calamares, sus cafés y churros, su gente y tu familia. Tu segunda familia. No conozco a nadie que no le guste Madrid. Y si no le gusta, lo dice porque no ha estado allí.

Aunque se diga que son unos prepotentes, unos antipáticos, y que se creen superiores al resto. Madrid es mucho Madrid. Podrá no ser la mejor ciudad del mundo, pero eso es porque la sociedad de hoy en día, y más los españoles, somos muy nuestros. Lo nuestro es lo mejor, y el resto que se j***. Eso puede ser positivo o negativo, pero somos nuestros. Interiormente puede ser un punto de conflicto, pero frente al extranjero, nos defendemos con uñas y dientes. España tiene muchas cosas buenas y sabemos defenderlas hacia afuera, aunque hacia adentro no lo hagamos tanto. 

Muchos estaréis pensando, entonces, ¿qué tiene Madrid? Madrid tiene todo. Madrid te acoge. Madrid te pega a ella, a cada una de sus calles. Madrid es tu Madrid y el Madrid que tú quieres que sea. Aunque no seas madrileño, Madrid termina siendo tu ciudad y la de todos. Próxima parada, próximo artículo, correspondencia con It’s Christmas in London baby. Tengan cuidado al salir del blog, que se olvidan de leer los anteriores artículos. Gracias.

13 de noviembre de 2020

Rafalet, de nombre, Cala.

           Domingo, 8 de noviembre. Era un domingo normal, soleado, con una temperatura moderada para el mes en el que estamos, teniendo en cuenta que en un mes es navidad. Qué rápido se dice y qué rápido pasa. No te has dado cuenta, han pasado 30 días y estás cantando villancicos. Pero aún no hemos llegado, y tenemos que disfrutar cada día como si fuera el último. ¡Qué Mr. Wonderful ha sonado eso!

Nos levantamos tarde, y cuando digo tarde, es tarde. Tampoco os penséis que eran las doce, pero para alguien que se levanta a las 7.15, era tarde. Nuestra idea era irnos de excursión, pero teníamos que buscar un sitio cercano. Cogimos a nuestro "menta chips" y pusimos rumbo a nuestro destino. Eso parecía un carnaval. Tanta gente paseando por allí, sorprendía. Aunque era domingo y lo veías más normal.

        El camino era corto, pero como decía Baltasar Gracián: “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Justo al aparcar, ya empezabas andando sobre un caminito de tierra, lleno de árboles a los lados formando un arco sobre tu cabeza, al que solo le faltaban las flores. Aún no habíamos llegado al barranco, pero se empezaba a intuir. El olor de la hierba. La tierra mojada. El ruido de los pájaros cantando y la brisa que se iba metiendo entre la ropa en cuanto nos íbamos acercando al mar, indicaban que ya mucho no quedaba.

En ese momento, el mayor placer, cualquiera habría podido pensar que fuera el paisaje, pero nada más lejos de la realidad. Nuestra soledad entre los altos árboles hacía que el placer fuera poder andar sin mascarilla. Sí. Sin mascarilla. Todos sabéis a lo que me refiero y me daréis la razón. Actualmente ese es un pequeño placer, pequeño, pero placer, al fin y al cabo. Estar entre la naturaleza te hace estar más ligado al mundo en el que vivimos. Te escuchas a ti mismo, algo que no todos los días se puede hacer, por lo que siempre viene bien. Por eso todas las grandes urbes tienen sus jardines: Central Park, el Retiro, Hyde Park, Villa Borghese... Será que la gente intenta a veces evadirse del bullicio y la ciudad.

        Había ido ya a ese barranco; de pequeño, con el colegio. Siempre se iba por lo fácil que era y por "s'àvia alzina". Para quien no lo haya entendido; la "yaya encina". Un árbol de tronco inmenso que tenía más de 100 años. Nuestra mayor decepción vino cuando al llegar al final del barranco, nos encontramos el tronco decapitado, con un rimero de níscalos encima. Ese árbol que de pequeño te acogía, ahora restaba allí, inerte, utilizado como bandeja de cocina. El 2020 se había cargado hasta eso.

Lo único que nos quedaba era llegar al mar. Ahí estaba, justo al lado. No era una cala donde uno pudiera nadar, pero si avanzabas unos metros más, el mar mediterráneo ya se podía vislumbrar. El agua estaba calmada, aunque sabías que no siempre era así. La arena mojada que se te pegaba a los zapatos te lo chivaba. No podíamos hacer mucho más, por lo que tuvimos que desandar el camino andado. El olor de la hierba. La tierra mojada. El ruido de los pájaros cantando. Todo esto se juntaba en una selva; una selva reducida al tamaño de la isla.

Volvimos a pasar por el caminito de tierra, el arco de árboles y llegamos al coche. Había sido una excursión bonita; una excursión para pasar el día. Un domingo de noviembre normal, soleado. No nos dimos cuenta y terminaba el fin de semana. No te has dado cuenta y te has terminado mi artículo. Si no leísteis el del último día, os lo dejó aquí. Nos vemos en el próximo.

8 de noviembre de 2020

It's Christmas in London baby!

     Era un día nublado ayer en Menorca. Ya era hora. Llevábamos unas semanas que solo veíamos llover en la televisión. Parecía que se iba acercando, pero nunca llegaba. Hasta hoy. Típico día de otoño que apetece manta y peli; el sol se pone a las 18 y no hay mucho por hacer. Tal vez escribir. Creo que puede ser una buena idea. Hoy no es el mejor día para salir, y al disfrutar de tan pocas horas de sol, estoy nostálgico. Nostálgico de otra ciudad donde el sol se ve muy pocas veces. 

Un pajarito me dijo que algo que podía gustar era que escribiese sobre sitios adonde fuera y recomendarlos –o no-. Al principio no sabía muy bien si hacerlo o no, pero allá vamos. Los guapos te hacen un vlog en youtube, y los buenos, pero no tan guapos, escribimos en un blog. Diferentes niveles.

La ciudad sobre la que vamos a hablar hoy podría ser cualquiera que se encuentre en el Norte. Dinamarca, Bruselas, Finlandia… Pero hay una en concreto donde tuve la suerte de poder pasar el fin de año pasado. A los amantes de Friends os sonará el: ¡it’s London baby! Entonces sabréis de lo que os hablo. En ese momento no había ni Covid, ni mociones de censura, ni Trump, ni Biden ni nada. Era otro momento, que parece muy lejano, pero fue apenas hace un año.

Solo había viajado una vez fuera de España; 2009, Roma. Un viaje que, con solo 9 años, preparamos con mi hermano como si no volviéramos a salir nunca de Menorca. Este fue similar. Además, hacía mucho tiempo que no viajábamos en fin de año. Es una sensación diferente, y eso lo notamos des del momento en que utilizas el pasaporte y no el DNI para entrar en el avión. Fue el vuelo más largo en el que había estado, pero al pasar por Francia al menos no veías mar; vivir en una isla tiene eso, que la mayor parte del tiempo estás viendo azul y más azul –ya sea el cielo o el agua-. Buscábamos Paris, pero pillaba lejos, y la Torre Eiffel no es lo suficientemente alta como para verla a 400km de distancia. 

        El avión se iba acercando a las costas inglesas y la niebla iba apareciendo. No sabías si estabas entrando en Londres o en un baño turco. Ahí la moda es llevar una hora menos, y encima, el cielo se vuelve oscuro a las 16, por lo que solo disfrutas del sol –si es que salía- durante 8 horas del día. Para un fotógrafo, la captura de la luz se hace complicada. Pero lo intentas. El coger las maletas y salir del aeropuerto fue más rápido de lo que pensábamos,  lo que no imaginábamos era lo lejos que estaba el aeropuerto, de la ciudad; dos horas en el coche y llegamos al hotel, que eso en nuestra isla son dos idas y vueltas. Demasiado. Y más después de 3 horas de avión.

El hotel era el típico hotel londinense. No sé qué pasa ahí, pero todo se llena de moqueta, incluso el aeropuerto. El metro, por suerte, y en mi opinión, funciona mucho mejor que el de aquí. Más rápido y con menos tiempos de espera, por lo que era un lujo montarse. Y el primer día, recordando que era 31 de diciembre, no se nos ocurrió nada más que ir directos a Picadilly Circus, al lado de Leicester Square. Si no habías estado nunca ahí, el frío y la cantidad de gente que había te sorprendía y absorbía. Las luces de navidad acompañaban a la multitud en un ambiente muy lejano a la tristeza y pesimismo actual. Paseabas por las calles y todo te iba sorprendiendo; la cantidad de tiendas, los restaurantes, los edificios, la gente… Y no digamos los coches; ¿qué es eso de ir por la izquierda? Increíble. Nuestra boca estaba abierta, aunque puede que fuera por el hambre. 

        El ambiente que se respiraba era el de un fin de año diferente, y aún no habían llegado ni las 11 de la noche, las 12 en España. Momento en el que brindaríamos por un 2020 lleno de alegrías y salud. Cuánto nos faltaba por saber. Y cuánto os falta por saber sobre Londres. Si no leísteis la última entrada os la dejó aquí. Nos vemos en el próximo vide… ¡ay, no! Nos vemos en el próximo artículo. It’s London baby!

1 de noviembre de 2020

La poética de todos los santos

Después de volver a escribir el otro día tras casi un año sin hacerlo, vuelvo a ello. Poco a poco. Empecé relatando un poco cómo había sido mi verano; un verano diferente al que estaba acostumbrado. No sé si habrá gustado o no, pero a mí sí, y tampoco quiero leerlo mucho más. Soy de esas personas que una vez suben algo, lo vas leyendo y te va gustando menos. Con los exámenes pasa lo mismo.

Hoy venía aquí a hablar de algo que escuché el otro día en una conversación con mis padres. Se acerca el 1 de noviembre, y con ello “todos los santos”. No sé si se celebra en todos lados, pero aquí en España sí. Fiesta nacional. Seguramente más celebrada que alguna otra del mes anterior. Una pena que caiga en domingo, aunque tenga su cierto sentido. También digo que Halloween es más celebrado, incluso siendo una importación moderna, pero pa’ gustos colores. Yo soy de un color menos oscuro, la verdad.

Bueno, entonces, nos situamos en 1 de noviembre, año X. Día nublado muchas veces, al menos aquí en Menorca. No acompaña mucho. Ese día, uno de los sitios que se convierte en Trending Topic es el cementerio. Diréis; ¿no se parece a Méjico en algo? Efectivamente. Se parece a Méjico, en el blanco de los ojos como diría mi madre. Sigamos venerando más lo ajeno que lo propio. Ahí se celebra el día de los muertos, día 1 y día 2. ¿Por qué no son los días de los muertos? Pues no lo sé.  Aquí nos basta con el 1, porque ya es demasiado pesimismo como para alargarlo dos días. Es típico que las abuelas vayan al cementerio a ver a sus familiares, los padres y nietos acompañan a sus abuelos. Se cogen flores y se dejan allí. Tal vez no vuelves en todo el año, pero ese día tienes la sensación que has hecho algo importante. Es verdad que yo no soy de esos, pero no por no querer, si a mí me encantaría; el problema es que los espacios abiertos sin muchas personas a mí me agobian un poco, y estar acompañado por cuerpos inertes no ayuda mucho.

         A todo esto, la pandemia lo ha desbaratado todo. Y cuando digo todo es todo, hasta los cementerios. No se podían librar ni estos de las restricciones. Este año no se van a ver numerosas familias paseando por allí. Abuelos, abuelas, nietos, padres, van a desaparecer por un año. No completamente. ¿La solución? La solución no ha sido otra que pedir cita para ir al cementerio. Suena hasta poético. Pedir hora para ir al cementerio. Ese sitio donde los cipreses llegan al cielo. Tal vez nunca os habréis dado cuenta, pero ahora seguro que os fijáis. La gente normalmente pide hora para ir a la peluquería, a cenar, pero no para ir a ver a un muerto. Fue escucharlo y pensar, ¿enserio nadie se ha dado cuenta de lo poético y cruel que en el fondo es?

La muerte es algo que nos llega a todos a su tiempo, es algo que no esperas. Poco a poco te la esperas, pero llega sin avisar, sin enviarte un mensaje. Llega y no puedes hacer nada. No le puedes discutir y que venga otro día, porque la muerte no entiende de horarios, ni calendarios. Es triste pensar que alguien tenga que pedir cita para ir al cementerio. Eso no se pide, eso te llega. No se puede forzar. Pero este año toca así. En este año raro que estamos viviendo, solo le faltaba esto, que se tuviera que pedir hora para estar cerca de la muerte. Al menos llevas flores, que tal vez la espanta, como los ajos al vampiro. Yo no sé de qué servirá, pero si hay opciones de que no pase nada, yo me lo pienso.

No sé si habrá mucha gente que lo haga, pero imagino que los fieles a la tradición no se lo van a perder. Al menos van a hacer que no sea tan raro el día. Pedirán hora para ir al cementerio. Yo para ir al cementerio no, pero para que se termine este 2020 pues no sé dónde está el link, pero yo lo pido ya.

11 de octubre de 2020

El hecho de vivir en el paraíso

Sí. Sé que había dicho que hablaría de libros. Que os los resumiría. Pero también he dicho que ojalá ser millonario, y no se va a cumplir siempre. No digo que no lo haga más, pero quiero que sea un tema más libre. Volver a escribir. Gustarme escribiendo otra vez. Gustaros ya lo veremos; eso es más subjetivo.   

Este año está siendo uno de los más extraños que nos ha tocado vivir. Quién a 28 de febrero nos habría dicho que nos iban a encerrar en dos semanas. También es que este año era bisiesto, y ya de por sí era raro. Año de olimpiadas decían. Se les va a apagar la llama esa que encienden a los japoneses. Aun así, pasó. Pasó lo que decían que no iba a pasar; lo que nadie presumía que pasaría. Y nos quedamos encerrados, encima, durante 3 meses. Han sido los 3 meses más raros de nuestra vida; esos 99 días de confinamiento nos cambiaron. Aprendimos a jugar a las cartas, a cocinar, a estar con la familia, a hacer cosas que no nos gustaran. Leímos, vimos películas, hicimos “facetimes” con los amigos y familia, reímos y lloramos. También nos enfadamos, pero eso, después de estar tanto tiempo con las mismas personas acaba ocurriendo por la más mínima tontería. 

Una vez se empezaron a abrir las puertas de las casas, la gente salió como si no hubiera salido en su vida. Disfrutabas el tiempo fuera, cada paseo como si fuera el último. Nunca sabías lo que podía pasar. Hasta te podía caer una multa por no llevar la mascarilla, nuestro nuevo accesorio imprescindible para cualquier outfit. Menorca no lo sufrió tanto, pero estuvimos encerrados igual. Si ya parece a veces que estamos en cuarentena en la isla, con el confinamiento esa sensación se multiplicaba cada día más. Ir a sacar la basura era no escuchar ningún coche; incluso las farolas parecía que estaban confinadas.   

     Y así como la primavera fue diferente, el verano lo fue incluso más; sin estar trabajando, sin fiestas y sin música. Pero sí en pareja y en Fuengirola. Un sitio que a cualquier turista le suena...al nivel de Benidorm, pero no tan abarrotado. Me fui de Madrid teniendo la L en el cristal trasero de mi coche, y al bajar del tren en Málaga me esperaba ella. Tan guapa como siempre. La bienvenida siempre es genial, pero después de 3 meses y pico solo viéndote por “face” se te hace más nostálgica y la vives diferente. Aunque la mascarilla no ayuda, te la bajas un momento y disfrutas otra vez de ese beso que hacía tanto tiempo que no dabas.  

    En un sitio como ese, lo suyo es ir a la playa, aunque nos pillara lejos. Ir a la playa y comer patatas es lo que más hicimos, sobre todo lo segundo. ¿A quién no le pierde cualquier forma de comer esa delicia? Fritas, al horno, batatas, con salsa… de todas sus formas. La playa bien. Muy bonita. Seguramente mucha gente dirá que siendo de Menorca, cómo voy a pensar que las playas de allí son bonitas. Imagino que uno se acostumbra a vivir en su isla, y al paraíso lo normalizas, pero esas playas me gustaban. Con las montañas detrás, los apartamentos en primera línea… era un paisaje diferente, muy fotogénico a mi parecer. Pero esa es mi opinión, que seguramente no comparta mucha gente. 

Claro, luego vinimos a mi casa y ella se quedó impresionada con la cantidad de playas que había y el poco reconocimiento que les daba. Si en Fuengirola fuimos a la playa, en Menorca más –también gracias a tener coche-, por lo que intenté verlo desde la perspectiva del turista. Al final, sí es verdad que vivimos en un paraíso; un paraíso envuelto de mar, arena, peces y un agua turquesa que ya la querría el mismísimo Caribe. 

Tiene encanto, y hay que reconocerlo. Es verdad que lo propio lo valoras menos, pero con este paisaje y esta compañía, yo paraba el tiempo a verano de 2020. Un año distinto.