23 de noviembre de 2024

La M***cake.

En el corazón de Madrid, en la elegante calle Velázquez, se erigía una pastelería que no era solo un local de repostería, sino un emblema de lujo y exquisitez. Allí, en sus hornos consagrados al arte de las tartas de queso, se habían elaborado con meticulosa dedicación 5000 ejemplares de una de sus tartas más icónicas. Pero esta vez, no era solo una tarta: era el resultado de una alianza inédita y astuta entre la pastelería y Milfshakes, la marca emergente de un youtuber, Nil Ojeda. El encuentro entre sabor y estrategia de marketing había dado lugar a lo que muchos llamaban ya una obra maestra: una combinación de audacia, genialidad y, para quienes comprendían la jugada, pura perfección. I-de-a-za.

La historia comenzó en un viernes cualquiera, o más bien, en ese instante de expectativa cargada que marca el inicio de un fin de semana que promete ser distinto. A las cuatro de la tarde, Cris y yo, aún en casa, planeábamos enfrentarnos a una cola que se auguraba eterna. Sin embargo, justo antes de salir, la noticia llegó como un baldazo de agua fría: las tartas de aquel día, la codiciada M***cake, estaban agotadas. No había más. Ni una. Solo quedaban dos oportunidades, sábado y domingo, y aunque nos aliviaba no haber desperdiciado horas en una fila estéril, la sorpresa nos dejó perplejos.

¿Cómo era posible? ¿Tanta gente deseaba esa tarta? La incredulidad se mezclaba con fascinación a medida que los detalles llegaban: personas que habían llegado a las 4:30 de la madrugada para garantizar su lugar en la cola; chicos que se habían escapado de clases; parejas que habían viajado desde otras ciudades solo para saborear aquel postre convertido en fenómeno. Todo ello nos revelaba un escenario que, en su absurdo, rozaba lo épico. De pronto, entendimos que la competencia no era solo cuestión de tiempo, sino de voluntad, resistencia, y un fervor colectivo que transformaba una tarta en un símbolo. La duda se instaló como una sombra: ¿seríamos capaces de formar parte de esa pugna casi mítica? O, mejor aún, ¿valía la pena?

Por la tarde urdimos el plan, conscientes de que esta tarea sería más complicada de lo previsto. Y, para situaciones excepcionales, medidas excepcionales. La alarma estaba programada para las 7:45 de la mañana de un sábado, una decisión que no dejaba lugar a dudas: algo no iba bien en nuestras cabezas.

Madrid amanecía con el suelo húmedo, como si la ciudad hubiese recibido una visita nocturna de lluvia ligera, dejando un rastro que teñía el ambiente de una calma especial. Era uno de esos días en los que el aire parece llevar consigo un secreto, un enigma reservado para quienes se aventuran temprano. Las calles estaban desiertas, frías, y parecían custodiar un aura de intimidad que solo existe en la quietud matutina tras un festivo. Salí a pie, buscando el frescor que impregnaba el aire, ese mismo frío que parecía dispuesto a invadir manos, pies y cualquier rincón desprotegido.

A medida que me acercaba a Velázquez, comenzaron a surgir figuras humanas de lo que parecía ser una ciudad dormida. Como si hubiesen salido de escondites invisibles, se dirigían todas hacia un punto en común: la pastelería de Alex Cordobés. Había algo casi coreográfico en esa casualidad silenciosa, una anticipación compartida que impregnaba el aire, transformando una fría mañana en el preludio de algo extraordinario.

A las ocho de la mañana uno se consuela pensando que la cola quizá no será tan larga. Pero, por supuesto, la realidad siempre está dispuesta a abofetearte. La lluvia empieza a caer, aunque, afortunadamente, habíamos sido lo suficientemente sensatos como para llevar un paraguas. El cansancio de la madrugada había cedido ante la previsión, pero la pregunta seguía latente: ¿hasta dónde llegaría esa fila?

Al llegar a la esquina de Velázquez con Ayala, el panorama era justo el que habíamos anticipado: abarrotado. Sin embargo, la verdadera intriga comenzaba al intentar averiguar dónde terminaba todo aquello. Avanzamos, cruzando calles, y llegamos a Nuñez de Balboa. Según los relatos del día anterior, allí debía estar el punto final, la última persona en la cola. Y, en efecto, unos pasos más allá, apareció el rezagado que marcaba el final. Ese alguien que, de habernos levantado antes, habría quedado detrás de nosotros. Pero siempre hay alguien más rápido, y ese alguien, inevitablemente, está antes que tú.

Eran las 8:15 de la mañana. La lluvia se detuvo y, con ella, abro mi ejemplar de Ensayos críticos de Barthes, intentando concentrarme en las palabras mientras el frío se colaba entre los dedos. Sabía que la espera sería larga, demasiado larga. La tienda no abriría hasta las diez, y el tiempo se estiraba como una prueba de paciencia. A medida que pasaban los minutos, la fila crecía, interminable. Más personas llegaban, acudiendo como atraídas por un imán invisible, y el rumor empezó a extenderse: la cola alcanzaba ya Ortega y Gasset, dos manzanas más arriba. Una serpiente humana que parecía no tener fin.

Los minutos transcurren, y con ellos las páginas que voy leyendo, tratando de retener en mi mente la esencia de cada idea. Algunos minutos parecen desvanecerse con rapidez, como si quisieran ser olvidados; otros, en cambio, los releo, los subrayo mentalmente, atrapándolos en mi memoria con la esperanza de evocarlos en otro momento. 

La fila sigue creciendo, y con ella desfilan rostros de personas que, sabes o intuyes, no llegarán a probar la tarta. Es inevitable pensar en cómo sería todo si el destino me hubiera concedido otra posición, si yo fuera uno de esos afortunados con acceso directo. En esos pensamientos, absurdos, deseo por un momento ser un "influencer", que Nil me hubiera llamado el jueves para decirme: "Vente hoy, te dejo probarla antes que nadie." Qué fácil habría sido todo. Pero no. Allí estábamos. Resistiendo el frío, que parecía ya implacable, soñando con un café que habíamos evitado por miedo a retrasarnos y perder nuestro lugar en esta absurda pero imprescindible carrera.

—¿Por qué estáis todos esperando? —me pregunta una mujer mayor, con esa mezcla de curiosidad y desconcierto que provocamos todas esas personas algopadas a las paredes de su calle.

—Por una tarta de queso —respondo.

Cinco palabras que, en su sencillez, no logran capturar lo que realmente hay detrás. Más de 1500 personas, calculo yo, estábamos allí, resistiendo el frío, algunos desde las cuatro de la madrugada. Todo por una tarta de queso. Una colaboración, sí, con la marca de alguien que seguimos, de alguien que, de algún modo, nos conecta. Pero el dilema se instala y me hace reflexionar: ¿qué hacía diferentes las tartas de hoy respecto a las del jueves? ¿Era el sabor? ¿El rojo intenso? ¿La pegatina única en la caja? No, la verdadera diferencia no estaba en la tarta. La diferencia era toda esa gente reunida, todos compartiendo la extraña emoción de saber que esto no era algo ordinario. Que formábamos parte de un evento irrepetible. La diferencia estaba en ser uno de los pocos que podría vivir esta experiencia. Tres días. Solo tres días de tartas. La incertidumbre del sabor, el misterio de si lograríamos conseguirla, el rumor de un premio que no teníamos del todo claro cuál sería. Esa diferencia tenía un nombre: Milfshakes. Esa era la esencia de la marca: no solo venderte algo, sino hacerte parte de algo. Algo que, en aquel momento, se sentía tan único como la magia que Madrid exhalaba a las ocho de la mañana.

Ahora, en casa, con la tarta finalmente conquistada, todo toma un aire ceremonial. Como si hubiéramos traído un trofeo que merecía su propio rito. Las cucharas están listas. Nos preparamos para el primer bocado. La textura de Alex Cordobés no nos sorprende, conocemos su obra. Pero, aun así, esa primera cucharada tiene algo especial. La tarta, cremosa y aterciopelada, se desliza hacia la boca. Los ojos se agrandan. Las pupilas se dilatan. La lengua se rinde. Y el sabor es...***

¡Já! ¿Creíais que os iba a explicar el sabor? Os hubierais levantado a las 8, amigos. ¡Qué listos…!


17 de noviembre de 2024

La fragilidad que nos sostiene

Hay libros que uno sueña con escribir, como si al hacerlo pudiera plasmar en sus propias palabras todo aquello que resuena en el alma. Libros que llegan en un momento preciso de la vida, se adhieren a tus nervios y anidan en los recovecos de la mente, negándose a abandonarte. Algunos libros, de hecho, se convierten en un refugio tan íntimo que uno se sorprende soñando con releerlos, con redescubrir esa chispa que en su día encendieron. Claros ejemplos serían Marina o La Plaça del Diamant. Pero la realidad, cruel, nos recuerda que esas sensaciones son irrepetibles, porque el que lee ya no es el mismo, porque el tiempo ha cambiado tanto al lector como a la percepción de las palabras. Lo que quedó atrapado en aquellas páginas pertenece a un “yo” que ya no existe. Un “yo” que ya no estará más.

Fue Julia quien nos habló de Frágil hace un par de semanas. Era una noche de otoño húmeda, de esas que pretenden mojar el asfalto para dejar impregnada su fragancia, una noche típica de Dublín, en la que buscábamos un lugar en el que poder desarrollar nuestras ganas de hablar, discutir, reír. Entramos en La Armonía, bar modesto, uno de toda la vida, con pocos taburetes y mucha historia. Tenían grandes cervezas, y mejor aún, un aire de complicidad que se prestaba al tipo de debates en los que podías perderte sin temor al tiempo.

Julia, como siempre, fue el alma de la velada. Estaba “magnética”, como suele decir. Es una de esas personas que iluminan cualquier espacio con su sola presencia, que dicen lo justo, lo que se necesita, como si el mundo le hubiese otorgado un don especial para encontrar la palabra exacta. Tiene una risa contagiosa, pero también una habilidad aguda para desenmascarar argumentos flojos y exponerte, con sutileza y una sonrisa, a tus propias contradicciones. Si el destino fuera justo, Julia sería ministra algún día. Aunque, claro, tendríamos que guardar bajo llave cierto vídeo comprometedor que probablemente sería su ruina en un futuro menos idílico. No diré nada más. 

Esa noche, con la primera cerveza en la mano y su mirada brillante de entusiasmo, Julia nos habló de Belinda McKeon, una autora nacida en Longford en 1979, cuya novela Frágil transcurre en el Dublín de los años noventa. “Es uno de mis libros favoritos,” dijo Julia, con esa convicción que te obliga a escuchar. Cuando alguien afirma que un libro ha sido su favorito pueden darse dos posibilidades: la primera, o bien está exagerando y el entusiasmo no resiste un juicio crítico, o bien, como sucede en nuestro grupo, la valoración de Julia se convierta en universal y mayoritaria. 

El proceso se desarrolló más o menos así: Julia nos habló del libro, Pablo lo empezó a leer, y yo, tras asistir a una charla sobre Foucault, muy interesante, acabé sucumbiendo a la recomendación. Era inevitable; el destino parecía ya trazado. Además, acababa de terminar mi última lectura y me encontraba “libre”. Claro que, cuando un lector dice estar “libre” de lecturas, suele significar que tiene una lista de espera con al menos 40 títulos y no sabe por cuál decidirse. El último recomendado suele tener ese brillo especial de la novedad, y así fue como inicié Frágil.

“Fue el amigo de mi vida. Solo se tiene uno así en la vida, no puede haber dos.” Esta frase de James Salter en Años luz podría servir como epígrafe del libro. Frágil explora esa amistad única y extraordinaria que desafía los moldes establecidos, especialmente en la Irlanda de los años 90. Catherine y James, sus protagonistas, se enfrentan a una relación que trasciende lo común: una conexión que parece estar fuera del tiempo, pero profundamente influida por las tensiones y restricciones sociales de su entorno. Es una amistad tan intensa que se impregna del dolor del otro, un vínculo en el que la alegría puede volverse celos y las inseguridades individuales se mimetizan hasta que ambos cargan con el peso del otro.

McKeon ofrece un retrato profundamente íntimo de la juventud, ese tiempo en el que uno vive bajo la ilusión de que tiene todo el tiempo del mundo para entenderse a sí mismo. Su estilo, con ecos que inevitablemente recuerdan a Sally Rooney, nos sumerge en las dudas, las ansiedades y los pequeños triunfos de una generación que navega en busca de significado mientras tropieza con los límites de la sociedad que la rodea. Es un relato honesto y desgarrador de lo que significa encontrarse —y perderse— en los primeros pasos de la vida adulta.

Mientras leía el libro, las imágenes de un Dublín cambiante se materializaban a cada párrafo. Aquel Dublín de los noventa, aún cargado de sombras, pero vibrante con la promesa de algo nuevo, podría haber sido mi Menorca de los años de mi juventud. Las amistades que forjamos entonces, muchas de las cuales se disolvieron con el tiempo, compartían algo con lo que Julia describía: un carácter frágil y a la vez indestructible, como si su intensidad fuera suficiente para sostenernos, al menos mientras durara.

¿Hasta dónde estoy dispuesto a llegar para ayudar al otro? ¿Debo permitir que mi bienestar se hunda para que la otra persona pueda mantenerse a flote? Estas preguntas, que cruzaron mi mente a lo largo de la lectura, se sienten como el eje invisible de Frágil. El problema de Catherine, su dolor y su lucha interior, me resultaron tan palpables que los asumí como míos, trayendo a mi memoria esos momentos en los que, intentando aliviar el peso del otro, terminé cargando con una angustia que no era mía, descendiendo a un lugar del que después es difícil salir.

McKeon lo muestra con una sutileza que duele, como un hilo que se estira hasta romperse. En la desesperación por salvar al amigo, Catherine no solo pierde de vista las necesidades de James, sino las suyas propias, un dilema universal que también asoma en las palabras de Rilke: "El amor consiste en esto, que dos soledades se protejan, se limiten y se saluden." 

Frágil no ofrece respuestas claras, pero deja un eco en el lector, obligándonos a reflexionar sobre la naturaleza de nuestras propias relaciones y sobre cuánto estamos dispuestos a dar antes de perdernos en el proceso. Frágil es más que una historia de juventud. Es un espejo en el que uno se ve reflejado y también un recordatorio de que, como esos libros que soñamos con releer, la vida que vivimos nunca será igual a la que recordamos. Es un homenaje a esos años en los que cada encuentro, cada conversación, cada pérdida, parecía moldear quién éramos y quiénes seríamos, aunque solo más tarde pudiéramos comprenderlo.

En cada página, entre los silencios de Dublín y las palabras no dichas entre Catherine y James, resuena la universalidad de las relaciones humanas: lo complejo de querer y ser querido, de sostener y ser sostenido. Es un libro que no solo se lee, sino que se vive, dejando una huella indeleble que nos recuerda que, aunque las amistades puedan desvanecerse, su eco perdura en nosotros como un latido constante.


5 de noviembre de 2024

Paella de solidaridad. Consumo no apto para poli*****.

Confesaba ayer Pérez-Reverte, en un arrebato de sinceridad, su alivio al no encontrarse en la situación de ser un escritor joven, un novel atrapado en una época de autocensura, donde cada palabra debe medirse con una exactitud cirujana que convierte el arte de escribir en una suerte de cuerda floja. Con su particular ironía, el murciano declaró que ahora que había llegado a la serenidad de una edad madura, bien podía inclinarse a un “sofá y se*o” que se desprende de quien llega a su ocaso en paz. Años de haber trabajado para conseguir una reputación sólida y un archivo inmenso lo eximen de los temores que cercan a otros escritores de treinta años, en un mundo donde cada palabra puede volverse en su contra.  

Yo, desde luego, no soy escritor, ya me gustaría. Aunque me atrevo a soñar con que algún día podré llegar a serlo. Tan solo soy un simple chico de Menorca que escribe entradas en un blog y que está, frente a su chica, pidiéndole que siga queriéndolo. Pero en esta confesión de Reverte, encuentro un eco extraño, como si, de algún modo, hablara de este miedo que hoy parece atenazar cualquier forma de expresión. Valencia, y todo lo que trae a la mente su reciente catástrofe, se alza ante mí como un tema escabroso, por su crudeza, por las vidas que ha sacudido y por las que se ha llevado, pero también porque me deja, antes de escribir, en esa encrucijada que me recuerda que, por mucho que quiera expresar mis más sinceras emociones, esas que me dejan dormir intranquilo, hoy se me exige contenerme. Y entonces, me surgen las siguientes preguntas: ¿cómo plantear una entrada sobre el tema? ¿cómo no herir a personas diariamente agotadas y menos dispuestas a escuchar? ¿cómo no ofender sensibilidades cada día más tensas? ¿cómo decir lo que sentimos en lo más profundo de nuestro interior de forma que se entienda y no moleste a nadie? 

Vivimos en un tiempo complejo, en el que cada desastrosa tormenta que azota nuestros cimientos se destapa una verdad dolorosa: la sensación de que quienes dirigen nuestros destinos no siempre parecen moverse por nuestra seguridad o bienestar. La DANA, en toda su furia y devastación, ha sacado a relucir dos cosas: una trágica indiferencia institucional y, al mismo tiempo, una inesperada pero noble voluntad del pueblo. Como simples peones, luchamos por nuestra propia supervivencia, sabiendo que es probable que el de encima no luche, ni siquiera, porque saquemos la cabeza del infierno. Decenas, cientos y hasta miles de personas anónimas que de inmediato se han movilizado para aportar, para tender una mano y llevar alimentos, agua, lo que fuera necesario. Se movieron sin esperar órdenes, sin un cálculo previo, simplemente impulsados por la solidaridad frente a una desgracia común. En estos tiempos donde la fe en la humanidad es cada día menor, este acto nos ofrece un destello fugaz de algo que estaba casi olvidado, un resquicio de orgullo en nuestra sociedad, aunque sepamos que es una excepción, una chispa que arde ahora mismo, pero que, inevitablemente, y muy desgraciadamente, puede apagarse cuando vayan pasando los días. 

Y todo este caldo de cultivo, sumado a la tormenta y situación climática, que a corto plazo era difícilmente evitable -otro tema sería hablar de la posible prevención, aunque ya para futuros casos- acontece en un entorno en el que nuestras propias crisis, tanto la económica, como la social y ambiental, laten bajo el peso de la política, una política que ha alcanzado cada rincón de nuestras vidas. Nos golpea la paradoja de saber que somos un pueblo que lucha por sobrevivir en las calles mientras sus representantes se aferran a un juego de intereses y en la absurda disputa entre facciones. En tiempos como estos, en que la costa valenciana sufre el embate del agua y del abandono, veo a los políticos luchando, presencial y digitalmente, por conservar sus sillas, atadas no al servicio nuestro, sino al beneficio propio. Claro, hay excepciones, pocas, como Óscar Puente, cuya retransmisión por Twitter en medio de la tragedia de los trabajos de recuperación es una gestión de la comunicación que muchos podrían adoptar. Las redes sociales sirven también para decir, desde su móvil y sin tapujos, que alguien está actuando, que algo se hace. Aunque sea poco, al menos es una señal de que todavía quedan quienes recuerdan el sentido ese de la responsabilidad. 

El resto, en cambio, aunque no dudo que la situación es muy compleja, parecen atrapados en una inercia ya difícil de revertir, la de politizar hasta el acto más pequeño, de modo que las ayudas se miden más por quién la ofrece que por el bien que aportan. No me quiero meter más tampoco en política -es la autocensura de mi mente la que habla, no la de mi corazón-, porque no creo que sea el espacio para decir quién lo hace bien y quién lo hace mal. Todos sabemos cómo están las cosas. Lo inquietante es que, pase lo que pase, la impresión general es que nada va a cambiar, y la eterna lucha entre derecha e izquierda va a seguir siendo un desgastante enfrentamiento donde no se esbozan propuestas sino demostrar quién es el menos malo. 

Recordaba hoy, durante ese espacio de calma y reflexión de mi café mañanero, un episodio de The Crown. Ese episodio en el que la catástrofe de Aberfan paraliza a todo un país, debate a lo largo de sus 50 minutos, si la reina debe o no debe acudir al escenario de una catástrofe en la que se perdieron las vidas de 144 personas. Salían el domingo las imágenes del rey visitando Valencia y se ha abierto el mismo debate. ¿Debe uno ir o no ir? ¿Debe el rey mostrarse ante su pueblo, aunque pueda parecer un gesto vacío incapaz de consolar el dolor de todos esos miles de personas? En un desastre de tal magnitud, el momento preciso no existe. Siempre, y ahí reside su responsabilidad como figura pública, se corre el riesgo de llegar demasiado pronto o demasiado tarde, sin embargo, como ocurre en The Crown, la reina decide ir a Aberfan. Y ahí reside el quid de la cuestión: nunca se va a acertar en el momento tras una pérdida. Por lo tanto, independientemente del momento, el debate no debe estar sobre si presentarse o no en Valencia. Simplemente, su obligación es estar ahí, en cualquier momento. 

Para terminar, me gustaría cerrar esta reflexión con un recuerdo literario, con unas palabras de Diego Muzzio en la presentación de El ojo de Goliat. En la Argentina de los años 70, las novelas de terror eran vistas como un género banal que necesitaba una doble validación. Esa literatura, tan inusual en ese momento, tenía un punto político del miedo al otro que no era ajeno a la situación social que vivía el país. El terror estaba tan ahí, que escribir literatura de terror era escribir sobre la realidad, por lo que la mayoría de escritores imaginaron, no incorrectamente, que era mejor inventar una vida más fantástica y vivir en una realidad que no lo era tanto. A modo de escape. Sobre Valencia he dudado mucho, sobre escribir o quedarme mudo, sobre qué decir y cómo, sin embargo, creo que hay veces que a la realidad uno tiene que afrontarla de cara, sin temor. Porque, aunque la realidad no deja de ser terrorífica, no deja de ser real, y si bien los hombres pueden destruirse entre sí, también son capaces de extender una mano cuando todo se oscurece. Y eso, aunque solo dure el tiempo de una tormenta, es algo por lo que sentirse orgulloso. 

15 de octubre de 2024

Seré inmortal, porque yo soy tu destino.

Cuando un grupo de música que te ha acompañado durante años decide separarse, suele provocar en sus fans una sensación de soledad y vacío difícil de llenar, solo comparado con algo que más vale no invocar. Algo que uno había amado hasta memorizar letras y bailes, deja de existir como una única unidad para pasar a existir en lo desconocido, o en el mejor de los casos, por separado.  

El motivo puede ser diverso: el cantante principal, habitualmente sobreexpuesto a la popularidad, busca su propio camino; diferencias imaginando el devenir del grupo, o simplemente, por motivos económicos. Siempre es cuestión de dinero. Queen se separó, y Mercury tuvo que volver. One Direction se separó. Take That se separó. Mecano se separó y vemos cómo les ha ido. 

        El caso de La Oreja de van Gogh no es ajeno a este modus operandi. Cuando en el pasado se decidió cambiar de cantante, Leire apareció como una nueva oportunidad para modernizar una banda que se había cansado de triunfar. Cuando uno ha ganado tanto es difícil seguir con hambre -o eso dicen los futbolistas-. Amaia era la que había decidido dar un paso atrás y su imagen quedaría envuelta en un aura de inmortalidad que recordaríamos años después. Todos hemos sido aquel que al escuchar esas canciones que tantas veces sonaron en las radios de miles de coches en todas las carreteras, colegios, oficinas y hogares españoles deseamos que Amaia volviera, aunque fuera para un concierto. Leire, sin embargo, fue el parche. Una voz igual de sobresaliente se convirtió en el remplazo de un ídolo, algo complicado, casi imposible, de sustituir. Mucho ha durado. 

Cuando este verano uno de los malditos conciertos del Bernabéu regaló al público la aparición estelar de Amaia en el concierto de Karol G, algo se rompió. Ese ídolo de la infancia de toda una generación reaparecía tras muchos años en la sombra. Esa melancolía que muchos sentían al escuchar al grupo, se había convertido en el motivo perfecto para soñar con la idea utópica, idílica, de volver a verla en acción. Sólo había un problema. Leire. Y en ese momento, justo en esa ovación al recibir a la artista en la canción de Rosas, las cabezas de los hombres del grupo empezaron a funcionar. ¿Cuánto vamos a ganar con nuestra gira ya pactada? ¿Cuánto podemos ganar con una nueva gira con Amaia? La diferencia sería abismal. ¿Cuánta gente iría a un concierto de La Oreja de van Gogh en el que cantara Amaia? Miles, incluso cientos de miles. El grupo juega con la baza a favor de la memoria, un arma muy poderosa en los tiempos actuales. Una memoria que seguramente se emborrona por una expectativa que va a ser fácil de cumplir, en el caso de que termine ocurriendo. Solo volver a esa infancia, a ese momento ya pasado, valdrá los 100€ que podrán costar las entradas.  

Es cuestión de tiempo, como todo, que esta suposición se haga realidad. Y sino, tiempo al tiempo, aunque creo que Amaia gana mucho más como ídolo y ente propiedad del recuerdo que como una cantante resurgida de la muerte. Alguien, en uno de esos momentos lúcidos que uno tiene en el momento más inesperado, escribió los siguientes versos: "Después de ti entendí / que el tiempo no hace amigos / qué corto fue el amor / y qué largo el olvido". Igual ese amor que ahora sentimos por el recuerdo podría haber sido eterno. Cuando un grupo de música que te ha acompañado durante años decide separarse, suele provocar en sus fans una sensación de soledad y vacío difícil de llenar. Sin embargo, hay dos versos que uno debe recordar: "seré inmortal / porque yo soy tu destino". 


10 de octubre de 2024

¿Qué es el mar?, dijeron los peces

Dos peces jóvenes van nadando por una pecera cuando de pronto se cruzan con uno más viejo que les saluda con las aletas y les comenta educadamente: "Buenos días, chicos. ¿Qué tal está hoy el agua?". Los dos peces jóvenes le devuelven el saludo al pez más viejo con un simple gesto y continúan su camino un rato más en silencio hasta que uno de ellos se vuelve hacia el otro y le pregunta: "Tío, ¿qué coño es el agua?".

Llueve. Lleva todo el día lloviendo y se escucha que es por el huracán que está causando estragos en las costas americanas -ahora que estoy escribiendo esto hace un sol que ni en mayo-. Ha empezado octubre y con él ha llegado el frío, por lo que uno a veces necesita resguardarse en un café bien caliente donde calentar las yemas de las manos. Y si se acompaña de una galleta de pistacho, mucho mejor. 

El verano tiene esa casuística distinta donde el mundo real parece pararse para dar espacio a un tiempo de relajación, fantasía y reflexión donde uno puede darse cierta prioridad, una prioridad inexistente los 10 meses restantes. Madrid, y el trabajo, pueden extasiar hasta caer en una rutina mortífera sin un descanso posible. Pérgamo, ahora vuelve a estar lleno, como antaño, de amigos, compañeros de los escritores, conocidos de la librería, paseantes curiosos... Algunos tardan en llegar, pero se colocan en las sillas del final. Mojados unos, sudados otros. 

Claves de una política global fue una de las novedades veraniegas de la editorial Arpa, que con El tiempo Perdido se ganó mi respeto y admiración, y hoy, sus tres autores se sentaban frente al público para presentar y debatir sobre la situación política actual, las guerras simultáneas de Gaza y Ucrania, la policrisis y el cambio climático. Creo que el haberme hecho mayor ha derivado en un placer epicúreo a través de planes como este. Hay un gozo tranquilo, duradero en las charlas que provocan que mi cabeza se aleje del trabajo y el día a día para profundizar en temas que no domino tanto. Nunca me ha interesado mucho el tema político, pero como dijo Mariana Enriquez en el prólogo del libro que ya reseñé en este blog de Juan Forn, la amalgama de géneros, el mestizaje de formatos que van pasando por mis manos a la hora de enlazar lecturas han conseguido que pueda atender una charla sobre política global y el tema me interese hasta el punto de escribir esta reseña.

        Sería difícil quedarme con ciertos esbozos de los temas que tocaron durante la hora y media que duró la charla, pero hubo un par de frases que resonaron en mi cabeza durante un rato como para apuntarlas en los Diarios que ha sacado el iPhone en su nueva actualización. Buena actualización, aunque no sé si para mi salud ocular es bueno -apostaría que no-. 

Decía Carlos Corrochano, el director de la obra y entre otras cosas, profesor en Science Po, que uno de los paradigmas actuales que nos encontramos es que “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”. Un ejemplo sería la Inteligencia Artificial. Ixtaso, coautora, comentó acerca de la nueva tecnología que nace, que al ser “cloudcentrista” no hay un material que nos preocupe, sin embargo, sí hay una materialidad que afecta a las dinámicas de poder y aumenta la vulnerabilidad de todas esas zonas que no disponen de ellas. Viendo esto, queda la duda de si lo nuevo que puede nacer, es bueno, o preferimos mantener lo antiguo. 

Reflexionando durante la charla, y es algo que comenté en la última entrada, creo que vivimos en un mundo que se ha establecido durante tantos siglos que ahora, en un momento que nosotros consideramos crítico, donde todo está “perdido”, la religión, la familia, la patria, los valores tradicionales, no somos capaces de crear raíces para que nazca de una nueva base, esa sociedad moderna que andamos buscando. Decía Xan que para que eso sucediera en el siglo XX, tuvo que ocurrir una de las mayores masacres de la historia de la humanidad y que no debemos caer en el riesgo de que vuelva a suceder. Claro, ahí introducimos el concepto de, ¿hasta qué punto estamos dispuestos a llegar para conseguir esa paz que queremos? ¿La guerra? ¿Darle las llaves del poder a un país en concreto? No debería ser una opción. Ni siquiera en nuestro pensamiento. 

A lo largo de la historia ha habido tantas crisis que es difícil decir que la de ahora es una de las más profundas, porque no conocemos como fueron las revoluciones del siglo XIX, o lo que sintieron nuestros antepasados en la Edad Media, sin embargo, cada generación ve lo suyo como lo más importante, como lo más crítico. Por eso, vuelve a aparecer ahora el concepto de utopística, más que de utopía, porque no buscamos ese ideal que ya vemos como un imposible, sino que buscamos posibles maneras de conseguir una sociedad más adaptada a la realidad del mundo en el que vivimos ahora. Una utopía mucho más pragmática, y menos centrada en la fe. Debemos preguntarnos más acerca de “¿qué debemos hacer?” y no “¿qué somos?”. Los tiempos han cambiado y durante siglos, la pregunta que ha monopolizado la teoría filosófica ha sido la segunda, junto a “¿de dónde venimos?”. Cuando la ciencia y la religión ya han compartido sus teorías, sus creencias, sus premisas, toca pensar en algo nuevo, en otra respuesta. Pero parece que somos incapaces de cambiar las cosas.

Carlos decía, atribuyendo a Tronti, que el pensamiento debe ser extremo, sin embargo, la acción consecuente, prudente. Romper las barreras de la imaginación, sabiendo que hay ciertos límites que no vamos a poder cambiar. ¿Y si a lo mejor no estamos preparados para que nazca nada nuevo? Y creo que el problema viene, como dice Clara Ramas, cuando estos valores que creemos perdidos no se han evaporado sin más, sino que permanecen como ruinas por las que se da una guerra cultural permanente para devolverles la vida. Mientras haya personas que estén ancladas en ese pasado, en “lo viejo”, siempre que intente nacer algo nuevo va a haber una lucha que ya explicó Marx hace dos siglos y que ahora no nos parece tan lejano. Y así sucede la historia. 

¿Y si los dos peces no andaban tan equivocados? ¿Y si somos nosotros los que nadamos en el mar sin saber lo qué es? Dos jóvenes van paseando por la calle cuando de pronto se cruzan con una persona mayor que les saluda con una mano en el bastón y les comenta educadamente: "Buenos días, chicos. ¿Cómo va la vida?". Los dos jóvenes le devuelven el saludo al viejo con un simple gesto y continúan su camino un rato más en silencio hasta que uno de ellos se vuelve hacia el otro y le pregunta: "Tío, ¿qué coño es la vida?".


27 de agosto de 2024

En busca de la Samba perdida

“¿Hoy vais a tocar la Samba?”. Como músico de la Banda de Mahón que ha crecido durante la época de máximo esplendor de la Banda d’Es Migjorn, esta fue una pregunta que durante bastantes años nos dio ciertos dolores de cabeza y provocó que nos hiciéramos la pregunta de si lo nuestro no era tan válido como lo que podían hacer ellos. “Bueno, intentaremos hacer algo similar”, era nuestra respuesta. Su cara con una media sonrisa mostrando decepción, no ayudaba.

Con el Covid llegó una de las noticias que nadie esperaba: el director de la Banda d’Es Migjorn dejaba huérfana la que había sido una banda que llegó a hacer historia y no había una transición tranquila para esa banda que era la favorita de muchos de los pueblos de la isla. Los músicos que no tocábamos con ellos observábamos desde la distancia la euforia que provocaba en el público, el éxtasis en cualquier actuación y la indiferencia y apatía cuando nos tocaba a nosotros actuar. Con la nueva normalidad llegó un nuevo director, pero la Samba, esos 30 minutos de pura emoción, baile, alegría y “bulla”, murieron con él. ¿Cuál era el camino a seguir? ¿Era Samba o la nada? Anne Carson dijo una vez: “La vida después de Proust es un desierto”. La vida después de la Samba era un desierto y había que encontrar nuestro oasis.

En un momento así, en el que parece que nos falta una identidad y podemos ir en búsqueda de un pasado al que agarrarnos, nos embarcamos en un camino para devolver a la gente esa Samba que ya no estaba. Volver a esa esencia nos permitiría construir una identidad sólida, sin fisuras y ganarnos, como banda, un sitio en ese podio que hacemos -o hacía yo- interiormente. Sin embargo, en un mundo en el que echamos de menos el pasado y vivimos un presente que se nos escurre entre los dedos, nos falta tiempo para comprender qué está pasando.  

En El tiempo perdido, la filósofa Clara Ramas dice que “si poseímos el objeto una vez, es posible recuperarlo”, y esa era nuestra idea. Verano tras verano intentábamos juntar distintas obras que pudieran gustar a la gente e imitar esa música que hacía la Banda d’Es Migjorn y que gustaba tanto a la gente. Parecía una fórmula bastante fácil de replicar, y ahí estaba el problema. Nos establecimos en la melancolía y pensábamos el futuro como una recuperación ingenua de lo perdido, sin buscar una salida hacia el futuro. Actuación tras actuación sentía que no llegábamos a conectar con el público, que por mucho que hubiera percusión, que tocáramos I Will Survive o le metiéramos algo de baile, nunca era suficiente. Intentábamos recrear ese deseo que sentíamos anhelando esa Samba perdida que ya no teníamos. 

A lo mejor era un problema nuestro y la gente no le daba tanta importancia. A lo mejor nos infravalorábamos y buscábamos re-crear algo a lo que ya no podíamos volver. “Crecer no es otra cosa que ir dejando atrás instancias a las que no se vuelve”, decía Ramas y en nuestro caso, esto quedó de manifiesto en el momento en que ya han pasado casi 5 años desde que el Covid rompió con eso que tanto adorábamos. 

La generación que llena la plaza en los tiempos actuales ya no es la misma que lo hacía hace 6 o 10 años. La generación que llena la plaza ya no conoce del todo esa Samba que añoran los de la generación que ahora ocupa barras y los lugares más alejados de la plaza. Nos volvemos mayores, quizá por eso ahora recordamos. Los melancólicos querrán que todo vuelva a ser como antes, sin embargo, lo que el melancólico no comprende es que esa Edad Dorada que añora es solo una proyección de su carencia en el presente. Ese objeto perdido no se puede poseer de nuevo en el presente porque ese pasado era cuando las cosas simplemente se daban. De entrada, volver a esa Samba que habíamos perdido, “constituía también el reconocimiento tácito de que esta había desaparecido”, y transformaba algo “natural” en su contrario: lo artificial. 

El melancólico de la Samba entonces, acierta en su diagnóstico: estamos en la pérdida. Pero erra en su solución. Esa Samba que ya no existe no surgió de decisión alguna, simplemente, se dio. Se daba. Como el amor. Se da o no se da. Pero no podemos ya volver a ella. Por eso, debemos actuar como el escritor Marc Augé cuando nos dice que lo que da espesor a ese París recordado es la certeza de que no volverá, pero no por ello está agotado. Eso es lo que le hace vivo. Todos tenemos que inventar nuestro París, porque solo existe cada vez que nos lo inventamos. Lo mismo ocurre con la Samba. No volverá, pero no por ello está ya muerta. Cuando la Samba ocurrió no se disfrutaba conscientemente porque se estaba demasiado ocupado en el disfrute mismo. Al emprender esa peculiar Odisea de recuperar el recuerdo de una Samba que ya no podemos vivir, buscamos una cosa que no es una cosa: tiempo. La solución será dejar de buscar y querer aferrar un pasado perdido y mirar, oír y saborear la nueva experiencia para sentir la Samba que podemos vivir ahora. El verdadero viaje no era ir hacia lo que hacía la otra banda, sino hacia nosotros mismos, nosotros que no seremos ya, nunca más, precisamente, los mismos.

Como dice Kant, “La edad de los padres siempre parece peor que la de los abuelos”. Lo que ahora parece miserable, para los que vienen parecerá glorioso. 

“¿Hoy vais a tocar la Samba?”. Cuando alguien vuelva a hacerme esta pregunta, la respuesta será: “Ahora se llama Post-jaleo. Disfrútalo.” 

Fuente: Diari Menorca


11 de agosto de 2024

De lágrimas se llena la Península

Parafraseando a Almudena Grandes, la memoria es el cofre de los recuerdos donde el tiempo guarda sus tesoros y el alma atesora sus vivencias. Hay algo que encuentro curioso, o más bien, intrigante, en la sensación que emerge de la memoria. El pasado. ¿Qué ocurre con el pasado? ¿Se desvanece y cae como las hojas del otoño? ¿Se disuelve como la niebla al amanecer? El pasado anida en los recovecos de nuestra mente para abalanzarse sobre nosotros como un cóndor esperando. No hacemos memoria de algo que no hemos vivido, ni tampoco de lo que estamos viviendo. Haz memoria, me decía mi madre cuando perdía algo. Recuerdo su cara, su gesto de, yo no puedo hacer más. Sin embargo, esta memoria pasada tiene más que ver con el presente y con el futuro de lo que pensamos. 

Si quisiéramos establecer la definición de obra maestra literaria, sería un poco complicado acotar las variables que tendrían que ser estudiadas, sus valores y la manera de medirlo. Hay pocas cosas más subjetivas que el arte, materia que siempre ha sido considerada inútil, algo peligrosa; cuanto menos creativa sea una sociedad, más puede uno gobernar. Eso debieron pensar muchos cuando empezaron a mandar. Sin embargo, hay algo en lo que todos podríamos estar de acuerdo, y es que para que un libro sea considerado obra maestra, empezar con una buena dedicatoria debería ser de obligado cumplimiento. En el caso de la novela que hoy nos ocupa, esta primera premisa para que en obra maestra se pueda convertir, se cumple de forma ingenua, familiar, simple. Tal como una obra maestra debe ser. 

Quien no sabe de donde viene, no puede saber quién quiere ser. David Uclés, jiennense de nacimiento, originario de Úbeda, decidió en el apogeo de su juventud, en sus años de locura, éxtasis, frenesí, en los que no existe un futuro, sino un único presente, que vuela frente a nuestros ojos, escribir una historia única. Una historia en peligro de extinción, haciendo un ejercicio de memoria para decirnos a todos sus lectores -ahora compañeros de península-, lo que hemos sido durante muchos años y enseñarnos lo que queremos llegar a ser. A lo largo de 700 páginas el autor desafía la realidad, dejando espacio para la fantasía, para la poesía y para la magia. 

Como en el mundo creado por García Márquez, ese mundo que no aparece en los mapas, perdido en mitad de la América salvaje que muchos han situado en algún pueblo del norte colombiano, Uclés nos presenta su Macondo particular; Jándula. Situado en la provicia de Jaén, fue el pueblo que vio crecer a toda su familia, la generación Ardolento, o Arlodento. Ambos servían. Qué más da. Como los Buendía, la familia de Odisto se nos presenta llena de tradiciones, de muerte, algunas alegrías perdidas en mitad de la tristeza general y muchos hijos. Si observamos bien estas dos obras me parece curioso, y a lo mejor es simple coincidencia, que esos mundos separados por la distancia de un océano y por más de 50 años de historia, traten el abandono con sinónimos en sus títulos. Azar puro, o no tanto. Conociendo al autor, algo me hace pensar que no hay tanta locura en esta idea. O quizás, sí. Vuelvo a la acción. 

No era tarea fácil intentar resumir una guerra civil, por mucho que muchos otros autores lo hayan hecho. Por suerte, en la literatura española tenemos novelas que tratan la guerra desde el punto de vista de todos los bandos, desde la visión de un juez, hasta sabemos, con un punto de ficción, qué ocurrió durante los últimos días de la vida de Lorca. No era tarea fácil resumir 15 años de viaje, de entrevistas, de descubrir porqué la gente prefería vestir con mangas largas en verano mientras recogían garbanzos en sus huertos a 40 grados bajo el sol, o cuál era el ritual que se realizaba antes de cualquier parto; no era tarea fácil descubrir porqué los balcones de Madrid son tan estrechos, ni tampoco descubrir la estrategia que Franco escribió en ese papel enterrado en la arena canaria. No era fácil conseguir que algo tan complicado como la guerra, se nos apareciera en forma de realismo mágico. Porque, aunque no exista la gruta -que bien podría ser el túnel de Despeñaperros-, ni hubiera un volcán en mitad de Iberia -aunque lo que pase en Madrid consiga afectar a toda la península-, ni existan flores que congelan a la gente, cada uno de los disparos, de las muertes, de las batallas, fue real. Fue más que real. Y contarlo de esa forma tan bella, tan sentida, tan íntima, hace de este libro algo único. 

La península de las casas vacías es un libro que no vamos a olvidar en breve. Hay libros que se leen y se olvidan. Hay algo en mi interior que me dice que, con este, va a ser más complicado. Será la voz de algún antepasado, que en mitad de mi vigilia me susurra. La península de las casas vacías tiene un poco de García Márquez, pero tiene mucho de Uclés. Y qué maravilla haber descubierto a este autor. Aunque si tenemos que esperar 15 años a que escriba otro libro, voy a tener ya casi 40. David, sé que en tu refugio en Santiago vas a estar leyendo esto; por favor, saca otro libro. Ya. Entre campana y campana.

La península de las casas vacías no era un libro fácil, y David lo hace muy sencillo. Lo hace tan sencillo para que nosotros, simples lectores, podamos sentir desde el sofá de nuestra casa, o en la arena de la playa, lo que sintió cada uno de esos personajes que forman su familia. David deja toda su alma en cada una de sus palabras para que lo acompañemos a lo largo de la historia. Aunque no compartamos apellido. Porque, aunque no seamos Ardolento, o Arlodento, qué más da, todos tenemos un Odisto en nuestra familia. Ese bisabuelo que se fue a la guerra y no volvió. Esa tía que tuvo varios hijos que se le murieron muy jóvenes. O ese amigo de nuestro abuelo con el que no se hablan porque durante la guerra tuvieron ideologías distintas y ya no volvieron a hablar. Esa división, cuya presencia en el ambiente presente vuelve a aparecer, deberíamos dejarla a un lado e intentar, como Odisto al final de la novela, volver a casa y disfrutar. Porque la vida, a veces es tan sencilla como esto.

“En ese pueblo triste, tristísimo, la gente se divierte, sin duda, pero se divierte como si dijera: comamos y bebamos, que mañana moriremos.”


7 de agosto de 2024

A la vida se viene a veranear

El despertador había sonado a las 9.30 de la mañana, sin embargo, no sabía que yo llevaba media hora despierto. Entraba luz por la ventana y se escuchaban las primeras tórtolas de la mañana viajar de un ciprés a otro. En estos días de descanso, romper con la rutina, los horarios y con el orden prestablecido durante 10 largos meses probablemente fuera más difícil que ponerse a trabajar. Aún así, ese día seguramente había sido en el que más hubiera descansado en los últimos tres meses. 

La vida en el campo es tranquila, natural, sencilla, lejana a todo lo que significa Madrid o Menorca en verano. Si este tenía que ser un verano diferente, lo había conseguido. Y tan diferente. Las tostadas suelen ser con tomate y aceite, y la leche hay que hervirla en una olla todas las mañanas al no haber microondas. Siempre hay café hecho por los padres de Cris y nuestro trabajo consiste en juntarlo todo y llevarlo al porche, encima de una mesita de piedra con dos sillas de plástico. No hemos descubierto cómo ahuyentar a las avispas, aunque hemos probado la albahaca y un limón con clavos que no parecen hacer efecto. En este rincón del mundo puede que la gente no exista porque no se escucha nada. En este rincón del mundo, rodeado de olivas y campo puede que vivamos en un universo paralelo donde más allá del portón rojo existe lo desconocido. 

Esta nueva rutina que se adhiere a nosotros en menos de los 21 días estipulados por El monje que vendió su Ferrari, podría ser eterna. Me siento en el merendero, en una de esas sillas de hierro que están por todos los jardines de París, cubierto por lo que aún no sé si es una higuera, una yuca o un manzano, o cualquier otra planta que desconozco y abro mi portátil. Suelo escribir mejor por la mañana, cuando mi cabeza todavía no se ha asentado sobre ningún pensamiento. Escribo mejor cuando tengo tiempo para escribir. Que no suele ser habitual. En las dos horas que llevo despierto no he leído nada ni he escuchado nada aparte de las canciones de Taylor Swift que me pone Cris en el coche. A veces, en la lejanía del interior de la casa, que parece encontrarse a miles de quilómetros, se escucha la cadena Ser, donde Sastre es siempre un buen hilo conductor por el que empezar a escribir algo.

Cuando el sol empieza a aparecer entre los árboles que hacen de guardianes de nuestro imperio campestre, empiezo a escuchar algo que repite mi nombre, susurrándolo una y otra vez. Parece que se escucha algo en el interior de la casa. Voy a nuestra habitación, donde aparece el bañador rosa, el que me suelo poner casi todos los días, pidiendo que lo saque a pasear. Necesita refrescarse en el frescor de la piscina, volver a mojarse para recuperar su vida, para lo que ha sido creado. Me cambio de ropa, miro que no lleve nada en los bolsillos y me dirijo a la zona de la piscina. Intentas evitar las baldosas, cuya superficie quema, invitando a no pasar por ahí, y quema para que saltando llegues a la alberca, donde en ese último salto vuelves a vivir. Ese último salto que te da aliento para otros 20 minutos de calor y de sol.

Una vez en el agua, siempre nos ha gustado jugar. Nos abrazamos, jugamos a pasar por el aro, la siento encima de la colchoneta, nos pasaríamos una pelota si a Cris le gustara que nos pareciésemos a dos hermanos picados, y de repente sentimos una corriente desconocida. No habíamos sentido nunca esa sensación. Algo nos arrastraba sin saber nosotros nuestro destino. El día se oscureció, como si hubiéramos entrado en un túnel en el que solo ves paredes negras que no reflejan ninguna imagen, hasta que al final de ese túnel apareció un punto de luz amarillo. Esa corriente fría que duró unos segundos más que parecieron eternos, nos transportó de repente a un lugar soleado, de costa. En medio del mar, podía ser cualquier lugar.  

Nadando pudimos llegar hasta la orilla, empezamos a descubrir ese lugar donde nos había soltado la corriente. Estábamos sentados en la playa, con nuestras toallas rebozándose en arena, y decidí mirar al horizonte. ¡Ya sé dónde estamos! ¡Ahí está Carvajal! ¡Y el Kalifato! Las playas de Málaga tienen algo que me cautiva. No será el verde que las rodea, ni la tranquilidad. Tampoco su agua cristalina. Tras mucho pensarlo, y he tenido horas para hacerlo, hay algo en esa niebla que nace de cada granito de arena que baña la costa malagueña que me gana cada año. Cris siempre me dijo que cómo me iban a gustar sus playas teniendo las de Menorca. Es cierto que no hay punto de comparación, pero siempre me he definido como un isleño urbanita. A mi me puede la ciudad. En Fuengirola, ese híbrido entre ciudad de costa, pueblo de extranjeros, y Málaga en estado puro, supongo que será ese olor a sardina, esa caña fresquita antes de comer, un mojito a la sombra de la sombrilla o la ducha por la tarde una vez has llegado a tu casa, pero tiene un color especial que me instala una sonrisa en la cara. Será el color de la niebla costera.

Sylvia Plath se levantó un día en su casa, cuando el sol amanecía, sin legañas en la cara, me la imagino siempre perfecta, y con un café solo en vaso de cristal estrecho al lado decidió escribir lo siguiente: “si viviera junto al mar nunca estaría realmente triste. Obtengo una inmensa sensación de eternidad y paz en el océano. Puedo perderme mirándolo hora tras hora”. Y tiene toda la razón. Hay algo en ese azul del mar que nos cautiva, que nos atrapa hasta mecernos en un sueño eterno del que uno desea no despertar. Será la bajada de tensión, la relajación de las vacaciones, o una sustancia tóxica que nos deja medio adormilados, pero en ese inmenso azul que encuentra en el cielo su media naranja residen las almas de muchos visitantes que viajan a la costa en busca de paz y serenidad. 

El despertador había sonado a las 9.30 de la mañana, sin embargo, 48 largas horas después, el despertador seguía sonando y nos encontrábamos en Málaga comiendo espetos, boquerones al limón y un par de rosadas. La corriente volvió a llevarnos de golpe a la piscina, pero a nosotros ya nos daba igual. La vuelta fue más corta, como siempre. A la vida se viene a veranear, y si tenéis la suerte de hacerlo con buena compañía, ya que a Cris me la quedo yo, eso que os lleváis. De momento, tenéis este blog para que os acompañe lo que pueda. 

Como Ángel Martín diría; a veranear. Os quiero. 


23 de julio de 2024

La 100. Por todos nosotros.

No había llegado a las 100 entradas en este blog. No todavía. Hacía falta la imaginación de una tarde de verano, la textura de un helado de pistacho, la saladura del mar y el olor a puesta de sol. Mi amiga María no tenía una chamarra amarilla, pero tenía uno de los mejores inicios de cuento que -acordaros del nombre-. 

Las 100 entradas nunca fueron un objetivo. Físicamente, nunca fueron, aunque ahora mismo le esté dando forma como escultor que utiliza un teclado mecánico como herramienta de trabajo. En el salón de mi casa, en la penumbra de mi habitación en Madrid o en la del apartamento de Cris han nacido el 90% de las entradas de este blog. El resto, seguramente sean apuntes de un viajero que pierde el tiempo en un aeropuerto, solo, sin otra compañía que libros y un iPhone en el que teclear. Como escultor, cambio el yeso o el mármol por las palabras porque creo que se me dan algo mejor, aunque tampoco creáis que sirvo mucho más allá de esto que leéis casi bisemanalmente. Nunca fui creativo, ni original, y mucho menos, manitas. Además, todo el tema de ensuciarse las manos siempre me ha costado un poco; desde un simple donut a comerme una hamburguesa al lado del mar acompañado de mi novia en un paisaje inmejorable. Las manos, cuanto más limpias, mejor. 

Las 100 entradas nunca estuvieron en mi cabeza, hasta que hace relativamente poco, descubrí que ya llevaba 98. Allá por junio de 2020, un chico que estaba a punto de cambiar Madrid por Menorca estaba con su padre sentado en un 100 Montaditos. Él se había pedido el de pollo cajún con salsa barbacoa y yo recuerdo el de pollo kebab con salsa de yogur y lechuga, acompañado de unas patatas con cheddar y bacon. “Creo que voy a empezar a escribir un blog”, le solté. Había venido a ayudarme con la mudanza, y aunque no se pudo llevar mucho, recuerdo esos dos días con un ajetreo poco aconsejable para las temperaturas que nos acompañaban ahí por finales de un junio lleno de mascarillas.

Las 100 entradas no son una obsesión. No sabía de qué quería escribir el blog, aunque la idea principal siempre estuvo relacionada con los libros. Siempre he sido más de números, aunque el otro día, discutiéndolo con mis padres, llegamos a la conclusión que había sido simplemente por el hecho de la capacidad de mi padre por enseñármelas bien y poder entenderlas. Sin embargo, siempre he disfrutado mucho más con las letras; filosofía, historia, literatura… Disfruto con cada una de estas materias, con cada uno de los apuntes que descubro, con cada nueva cita, cada nuevo descubrimiento, con cada nuevo autor que pasa por mis manos. No hay nada que no me guste hasta llegar al punto de obsesionarme “un poco”. Luego, aparecerá otra cosa, y la que me obsesionaba dejará de obsesionarme y conseguirá asentarse en mi cabeza. 

Las 100 entradas son simplemente un número. Durante mi infancia siempre tuve como espasmos de creatividad que duraban relativamente poco; empezaba algo con mucha ilusión y a la semana o a las dos semanas ya dejaba de interesarme y lo dejaba a medias. Y cuando me propuse empezar este blog, el miedo a que volviera a pasar eso apareció otra vez por mi cabeza. En cierto modo, ha habido épocas que he sentido mi desconexión del blog hasta pasar varios meses sin escribir nada, y luego, escribir 5 entradas de carrerilla en dos semanas. Ni mucho ni tan poco. Pero tras 4 años de lecturas y apuntes, he llegado a la conclusión que haber escrito 1 entrada cada dos semanas es una periodicidad bastante buena para una persona que tiene un trabajo, una carrera y una vida social a la que atender muy felizmente -con eso me refiero a todas las cosas que hago con Cris, y con esta mención, sé que ya va estar feliz-. 

Las 100 entradas están a punto de ocurrir. Y tras 4 años, 9000 visitas -aunque muchas seguro sean mías-, y más de 100.000 palabras escritas, puedo decir que me siento ciertamente orgulloso de esto que he podido ir haciendo. Literariamente no tiene ningún valor y está lejos de tenerlo. Siempre consideré que mi escritura era simple, aunque poco a poco haya ido ganando una manera de escribir que siento mía. Siempre escribí sobre lo que quería escribir; ha habido épocas en las que me iba de excursión por Menorca y este blog era mi manera de escaparme un poco de una realidad que en ese momento me costaba asimilar; ha habido épocas en las que he leído mucho más y me ha apetecido compartir esas lecturas y los apuntes que podía ir tomando yo con vosotros; habéis compartido viajes conmigo, aunque no hayan sido muchos y habéis escuchado conciertos a través de mis palabras; habéis vivido una mudanza conmigo, mi relación casi entera, habéis vivido un cambio de trabajo y un nuevo rumbo en mi vida. En 100 entradas he escrito sobre todo lo que me ha apasionado en estos años, con pelos y señales, en un blog en el que, si bien nunca me importaron las visitas, siempre fue agradable ver qué entradas eran las que gustaban más. Sin ninguna duda, la del agua amarilla de Zaragoza va a ser difícilmente superada por ninguna otra, aunque LinkedIn ayudó a que sucediera así. Cuanto más compartáis, más feliz es el narrador de esta bella historia. Una historia que esperamos que se mantenga firme y duradera durante todo el tiempo que haga falta. 

Junté todas las entradas esparcidas por el blog, y sin cerrar este portátil que tanto me acompaña, me acosté. Quizá no tendría una chamarra amarilla como María, y el principio de mi entrada no sería mío, pero lo que sí habría conseguido sería mi centésima entrada. Una entrada acompañada de cada una de las personas que se ha pasado algún día a leer el blog. Una entrada que es el logro de 4 años de ir probando en esto de la escritura. Una entrada que es mucho más que una entrada. 

La 100. Por todos vosotros. 


12 de julio de 2024

¿Cuánto falta para hacerme mayor? Todavía un poco.

Todos habéis sentido miedo alguna vez. A las arañas, a la oscuridad, a los espacios abiertos, al mar. Sin embargo, durante los primeros años de vuestra vida, el miedo a decepcionar a unos padres es mucho más común de lo que crees. Un miedo a que ese hijo perfecto que ellos habían creado, no lo sea por un momento. Un miedo que se puede convertir en rabia, o incluso en lágrimas. 

Como decía Perogrullo mucho antes que Quijote o Quevedo -el escritor, no el cantante-, en la historia siempre hay una primera vez. Y si hay siempre una primera vez, esta fue la primera en la que alguien te pidió una reseña de un libro. Ese libro tenía que estar en el blog. Entonces, el libro prometía. Encontrar el momento perfecto para abrir el libro y adentrarte en sus primeras páginas se demoró más de lo esperado, pero la prosa de Nuccio Ordine te tenía atrapado y cuando te encuentras en su océano de palabras, el frescor de sus referencias y su inteligencia te deslumbran hasta llegar a la orilla del final.

Llegó la noche y poco a poco se fueron encendiendo las lucecillas del salón de casa. Con la barriga llena y la mente en blanco, lista para la aventura, cogiste el libro y te dispusiste a empezar un viaje. Para ti, todos los libros son pequeños viajes a través de historias, cuentos, pensamientos, donde el autor nos deja una pequeña parte de si mismo. Y de repente, estaba dentro.

A lo largo de la infancia, esa época curiosa en la que los sentimientos son algo tan efímero y volátil que aparecen y desaparecen como fideos en una sopa de invierno, siempre has querido romper un molde. Un molde que se ha ido formando gracias a tus padres, tus profesores, tus amigos… pero una vez vas creciendo, una pregunta se va instalando en tu cabeza poco a poco; ¿cuándo serás capaz de crear tú mismo ese molde? ¿Cuándo serás capaz de romper esos moldes y hacerlos a tu medida?

Después de un largo análisis, crees que ese momento tampoco llega nunca. Vas creando, descubriendo, aprendiendo, pero los amigos siguen ahí, aparece gente nueva, una pareja, unos compañeros de oficina, un futuro casero al que hay que gustarle… Leyendo el libro, te queda claro relativamente pronto que ese momento que tanto deseamos, el momento de libertad ansiado desde la juventud quizá jamás llegué. Quizá jamás seas capaz de poder jugar en ese futuro que durante tiempo has deseado. Durante una época de tu vida, libertad es sinónimo a fiesta y alcohol, en otra, sabe a casa con jardín, en un futuro, huele a hijos, un Golden Retriever y felicidad conjunta, para finalmente llegar a una época en la que la libertad sea simplemente no pasar por el hospital, leer un libro en un banco y ver a esa familia que has creado crecer. Os volveréis a ver dentro de seis meses, dice la psicóloga.

Crecer, en tu caso, que habías pasado tu infancia en una isla donde en verano se vive hasta el extremo y en invierno todo se calma, fue necesitar una salida a una ciudad grande, sin darte cuenta de que en una ciudad el tiempo pasa como si hablase muy rápido, sin entenderlo. Corriendo de un sitio para otro, trabajando la mayor parte del día, esperando al metro, esperando en el super, esperando en un restaurante. Crecer, en tu caso, significó no valorar del todo eso que tenías en su momento y lanzarte al vacío del ahora.

Con esta novela de Paula, entras en una fase totalmente desconocida: reseñar la novela de alguien a quien conoces personalmente. Y si tuvieras que destacar lo mejor, sería esa segunda persona que gobierna toda la trama de forma invisible. Qué difícil es escribir en segunda persona y qué fácil lo hace. Ya te gustaría a ti hacerlo así. Siempre has soñado con escribir en segunda persona, desde que tu profesor de castellano te lo enseñó en tercero de la ESO. ¿Qué será de él ahora?

La consciencia es esa segunda persona con la que hablas en cualquier momento; en casa, en el trabajo, en una reunión… a veces, tiene forma de madre, de abuela, o de novia, y seguramente, aunque en ese momento no lo creas, van a tener razón. Da gusto hablar sin que nadie te interrumpa, porque hablar sin que nadie te escuche, eso es más común.

Ahora que nadie nos mira es un conjunto de relatos que está lleno de amor, pero también de desamor. Hay miedo, miedo a crecer, a fallarle a alguien, a seguir fallándote a ti mismo. Hay también un viaje en búsqueda de tu lugar en el mundo, aunque en ese viaje te equivoques una y otra vez de destino. Tiene lágrimas y discusiones. Tiene una infancia llena de amistad, de coreografías en los recreos, de castigos y de vacaciones en familia con el descapotable abierto. Tiene una historia familiar detrás, y muchos momentos de hablar con uno mismo. Tiene también mucha verdad; porque a veces, con la verdad basta. Ahora que nadie nos mira tiene 100 páginas. Ahora que nadie nos mira tiene 10 pequeños relatos. Ahora que nadie nos mira tiene todo lo que uno puede pedirle a una novela y tiene a una autora que sabe lo que quiere, una autora que ha hablado mucho con ella misma y ha aprendido a hablar contigo.

Hubo una época en la que todo parecía más sencillo, amable, como la playa por las mañanas. Sin embargo, tras haber leído esta pequeña historia, me quedo con el ahora, con los moldes, con mi familia, con mis miedos y con mis aprendizajes. ¿Cuánto falta para hacerme mayor? Tampoco tanto.

7 de julio de 2024

Mucha carne, un accidente acuático y un poquito de mez(s)cal

7 de julio, 11.55 de la mañana. Sol radiante en el cielo madrileño, sin nube alguna que pronostique lluvia. Enciendo la televisión para hacer tiempo. Todo el mundo se prepara en las calles de Pamplona para el tradicional chupinazo -nada tiene que ver con un chupitazo-. Camisetas blancas y pañuelos rojos inundan las calles navarras a la espera de sus ansiadas fiestas, mientras, en mi casa me preparo para la posterior barbacoa con mi grupo de amigos. 

7 de julio, 13.00 del mediodía. Salgo hacia el Mercadona porque tengo que comprar patatas, aceitunas y tinto -luego descubrí que querían tinto, y no tinto de verano-. Hace un año descubrí Pérgamo de una forma totalmente azarosa. Navegando por Instagram me apareció un reel donde dos libreros desconocidos presentaban su visión de la librería a ojos de Wes Anderson. No había escuchado a nadie hablar de ese pequeño local en la calle General Oraá y me puse a investigar. Lo que empezó con una simple investigación por sus redes y su historia se convirtió en obsesión, aunque no tenía nunca el momento para ir en persona y poder descubrirlo sin una pantalla de por medio. 

7 de julio, 13.30 del mediodía. Con todo comprado y las cervezas en la mochila, cojo el 146 con destino Los molinos. Vino la feria y luego llegó el verano, por lo que durante un par de meses no pude llegar a conocer ese lugar. Menorca me esperaba para disfrutar de sus playas y me conformé con la librería de mi pueblo, que tiene muy buen catálogo. Durante ese tiempo veía las redes y le decía a Cris que yo quería conocer a esa gente, que daría lo que fuera por estar en los actos que preparaban, ayudar a la librería de alguna forma e ir conociendo poco a poco a los chicos que la llevaban. Todo esto, sin conocerlos de nada. 

7 de julio, 14.10 del mediodía. Llegamos a la urbanización y Jacobo nos abre, dando comienzo nuestra fiesta. Ahí nos esperan ya María y Daniel, los norteños, encendiendo el fuego. Y llegó noviembre y con ello la Feria Internacional de ¿Guadalajara? De repente, un día se alinearon los astros y pude ir a visitar la librería, tras mucho tiempo dando el coñazo con ella. Ahí, me encontré a Pablo y a María, que me recomendaron sendos libros que ya he leído y disfrutado. Una vez ya fui la primera vez, las siguientes fueron bastante seguidas. Tuvieron lugar también algunos vermuts y la fiesta de aniversario, donde poco a poco, fuimos cogiendo confianza. 

7 de julio, 14.30 del mediodía. El fuego está en marcha y pronto empezaremos a preparar la carne. Hay pinchitos, salchichas, choricitos, hasta lomo. De beber, nos conformamos con cerveza. Mis visitas se fueron haciendo semanales y lo que en un principio eran visitas en búsqueda de libros se fueron convirtiendo en visitas para hablar con María y Daniel, responsables de la librería en esos días que Pablo no estaba. Ahí, conocí también a Eri, que en ese momento solo ayudaba con la sección infantil. 

7 de julio, 16.00 de la tarde. Hemos empezado a comer y vamos haciendo rutas de tres en tres camino a la piscina. El sol es caluroso y la cerveza helada. Intentamos buscar la sombra, pero no cabemos todos. Después de navidad, era uno más en las quedadas de La Sota para tomar algo después del cierre. Ahí descubrí que una “cheve” no era una forma guay de decir “cerveza”, sino que en México se dice así. Neta. 

7 de julio, 18.00 de la tarde. La primera visita a la piscina se salda con una herida en la frente de Elena. Parece la prima de Harry Potter, aunque a ella le queda mucho mejor. Había otra forma de saber el fondo de la piscina, pero así, supimos que en ese lado no debíamos tirarnos. Las quedadas se fueron haciendo frecuentes y cualquier acto era bueno para terminarlo celebrando en el bar de al lado. Ese grupo que se fue formando, lo más parecido a la generación del 27 que yo he vivido, estaba lleno de escritores, poetas, activistas culturales y aduladoras de Paul Mescal. Cómo un hombre es capaz de levantar tal pasión entre todo el colectivo. 

7 de julio, 20.00 de la noche. La barbacoa ya se apaga y aparece en la mesa el mezcal. Yo, virgen de este alcohol, hecho un sorbo a la petaca. Ugh. Toso. Es fuerte. Creo que tengo ya suficiente. Esa petaca pasa por todo el mundo, como si fuera un ritual de iniciación. En el grupo tenemos a Elena con la herida en la cabeza, con unos guisantes a modo de hielo, María, coja tras haberse enganchado con el aspersor del jardín, y otros lesionados de poca gravedad por no ver algún cristal. 

7 de julio, 21.30 de la noche. Llego a casa, y pienso en el día que va terminando mientras el sol se va poniendo. Si me dicen hace un año que estaría de barbacoa con el grupo de amigos de Pérgamo, creo que pocas cosas me harían más ilusión. Gracias a ello he estado en la feria vendiendo libros como uno más, he conocido a anestesistas, a una doctorada en Astrofísica, a editores increíbles, a Pol Guasch, a la madre de María, a un abogado que da charlas en París que ya es amigo y a todo mi grupo de amigos, cada uno más increíble que el anterior. 

De repente, abro los ojos. ¿Todo esto que ha pasado es real? Enciendo el móvil y son las 10 de la mañana. Enciendo la tele y las calles de Pamplona empiezan a llenarse. Camisetas blancas y pañuelos rojos inundan las calles. Creo que ha sido un sueño. Mejor. Así puedo volver a vivirlo. Que viva la literatura, que viva Cortázar, Borges y la madre que los… 


5 de julio de 2024

En busca del recuerdo perdido

Recordar es el acto de tener algo o alguien en la mente o en consideración. Normalmente, ese recuerdo suele ser pasado, un pasado que puede ser reciente o uno de hace muchos años, que suele tener sabor a nostalgia y un punto de aroma de azar. A veces el recuerdo se viste con lágrimas, también con risas alegres, hasta en ciertos momentos nos puede ayudar a aprobar un examen si ese recuerdo es correcto. El problema viene si no lo es. 

Recuerdo lo que comí ayer, recuerdo la primera vez que vi a mi novia; recuerdo la primera vez que entré en Pérgamo, el primer día en mi trabajo; recuerdo el último viaje a Santiago de Compostela y también el primer viaje a Roma que hice con mi familia; recuerdo nuestra última cena en Disbarat en Menorca; recuerdo la última playa en la que me metí hace una semana y parte de ello es por la quemadura que arrastro hace días; recuerdo las entrevistas para entrar en la empresa y cómo tardamos en conseguir un piso para Cris y para mi; recuerdo el primer día en la universidad, aunque ya no estudie la misma carrera; recuerdo el día que nos dijeron que cerraban las universidades por el Covid y el tiempo que tardamos en salir de casa; recuerdo el partido de baloncesto que jugué hace 2 años, más que nada porque jugué 5 minutos y recuerdo también el último concierto con la banda. 

No recuerdo lo que comí hace dos semanas, ni el primer libro que compré hace unos años; tampoco recuerdo el primer viaje que hice, aunque tengo la ligera sospecha de que fue a Barcelona por las fotos que quedan guardadas en casa; no recuerdo la primera vez que vi el mar y tampoco si me costó aprender a nadar; no recuerdo qué asignaturas he tenido en la carrera y tampoco recuerdo los 2 meses de confinamiento; no recuerdo cómo empecé a jugar a baloncesto ni el primer concierto que tuve con la banda con tan solo 8 años; creo que recuerdo menos cosas que las que no recuerdo. Y esto no lo recuerdo del todo.

Recordar es algo que todo el mundo puede hacer, con algunas excepciones, pero es verdad que no es fácil tenerlo siempre presente. A veces lo hacemos inconscientemente, algo se enciende en nuestro interior, pero el objetivo es recordar sin la necesidad de una señal, un símbolo, una imagen, o simplemente una palabra. El recuerdo es lo más fácil que pasa por nuestra mente y no nos damos cuenta. Ordine, en el ensayo que estoy leyendo ahora mismo, diferencia la definición que hace un diccionario de la palabra recordar por el hecho de que no es simplemente una acción pasiva que realizamos para rememorar algo pasado, sino que es una forma de crear nuestra propia identidad y comprender el mundo. “El hombre que no conoce su historia está condenado a repetirla”, es una frase que curiosamente dejó escrita un poeta español, y creo que nos muestra a la perfección la importancia que tiene el recuerdo, aunque muchas veces estemos condenados a repetir lo que ya hemos hecho. Recordar no es una opción sino más bien un deber moral que tenemos todos. 

Y aquí es donde entra el libro que da imagen a esta entrada. Un libro que compré por culpa de la lectura de otro que no hemos comentado aquí, pero que marcó un poco, un antes y un después en una literatura que no había cosechado nunca. La literatura rusa puede ser densa, histórica, tediosa y centrada en la revolución, sin embargo, Dovlátov tiene una pizca de humor que no me esperaba cuando cogí uno de sus libros y empecé a leer sus primeras páginas. Cuando le comenté a Pablo que estaba leyendo ese libro, que fue el primero que compré en Pérgamo, me recomendó a Juan Forn y sus columnas publicadas en Yo recordaré por ustedes. Y viniendo de Pablo, seguro que era bueno.

Yo recordaré por ustedes es una especie de diario, un diario de un viaje alrededor del mundo, de sus culturas, de su historia. Es un viaje alrededor de tradiciones, experiencias, anécdotas, libros, donde se habla de personajes famosos, artistas, gobernadores y otros dictadores. El conjunto de textos, que creo que supera el centenar, es un recuerdo en sí mismo. Juan Forn escribe semanalmente en el periódico Página/12 estas columnas para que nosotros no tengamos que esforzarnos en recordar y que quede todo escrito. “La escritura de un diario es un lazo con uno mismo cuando se pierden todos los lazos”.

No recuerdo muy bien el día que empecé a leer este libro, pero es verdad que tengo una pequeña imagen de estar en el aeropuerto leyendo la primera parte de los escritos. No sé porqué siempre tengo recuerdos de aeropuertos. También recuerdo muy bien una de las frases sobre las que reflexiona Forn, muy relacionada con algo que dijo San Ambrosio: “nosotros leemos para adentro. Esa es la paradoja del libro: que, cuando leemos, nos vamos del mundo, pero ese irse del mundo enriquece nuestra experiencia del mundo”. Yo no suelo leer hacia afuera, me suele dar más vergüenza y en el metro es un poco complicado, pero creo que leer para adentro me hace reflexionar más acerca de lo que estoy leyendo. Esa lectura me instala en un sitio en el que pocas cosas me han llevado, y luego, debido a esa abstracción, me cuesta recordar. Mis entradas son una forma de recordar todo lo que he leído, lo que hago, lo que veo, pero sobretodo, explican y dejan por escrito lo que me importa recordar. Un viaje, un restaurante, un libro o una quedada con amigos.

Cortázar, y con esto mi amiga María estará contenta, decía lo siguiente: "La memoria se acude en ocasiones imprevistas, y entonces uno se da cuenta de que ha vivido más de lo que pensaba, de que el olvido es una forma de memoria latente, una memoria que no se resigna a desaparecer del todo." Por esta razón, que nadie nos quite las ganas de recordar. Recordad todo lo que podáis. Escribid para recordar. Haced fotos para recordar. Enviad cartas para recordar. Dejadlo en la red, o simplemente, en vuestra memoria. Y, mientras sea posible, yo recordaré por mi mismo. Porque siempre hay algo que vale la pena recordar. 


2 de julio de 2024

La vida es una herida con la que nacemos todos

Llegar de noche a un pueblo es como si nunca hubieras llegado. El autobús me dejó en la plaza, con las pocas luces titilando a lo lejos. Mis padres me esperaban en la casa, pero las puertas estaban cerradas y las luces apagadas. No había rastro de ellos. La última vez que hablamos fue hace dos horas, cuando el atardecer pintaba el cielo con ese tono anaranjado que siempre me llena de nostalgia. Recordé la llave extra, siempre colocada bajo la maceta en la entrada. Con una mezcla de esperanza y miedo, levanté la maceta y ahí estaba. ¡Bingo! Entré como lo hacía de niño, con esa mezcla de curiosidad y temor a lo desconocido.

La casa estaba vacía, como si me aguardara en un silencio expectante. No había señales de vida reciente: polvo acumulado, telas de araña y recuerdos flotando en el aire. ¿Dónde estarían mis padres? ¿Por qué no me esperaban? Miré al cielo, buscando respuestas entre las estrellas, y por un momento, volví a ser el niño que corría por estos pasillos.

Dejé mis maletas en la entrada y subí las escaleras. En la mesa del comedor, un objeto captó mi atención. Me acerqué lentamente, con el corazón latiendo con fuerza. Era un libro, de color verde, titulado Esta herida llena de peces. ¿Podría este libro decirme algo sobre mis padres?

Abrí el libro y comencé a leer las primeras líneas, precedidas por unos versos de Gabriela Mistral. La lectura era como el preludio de un concierto, llena de nerviosismo y expectativa. La voz de Lorena Salazar Masso, una autora desconocida para mí, resonaba con una claridad poética que me atrapó de inmediato.

La historia me llevó al malecón de Quibdó, donde una madre y su hijo compartían un momento de ternura instantes antes de montarse en una canoa. El niño, con la inocencia que todos llevamos dentro, llama a su madre “ma” al ver un pajarito. Esa simple palabra, cargada de amor y dependencia, resonó en mí como un eco de mi propia niñez. La madre, en un momento de reflexión, dice: “yo le enseño a ser él y me ayuda a deshacerme, a vivir bajo nuevas formas”. Comprendí entonces lo que Massimo Recalcati describe cuando habla de que “un hijo implica la descentralización en la vida de sus padres”. Un hijo trae consigo el fin de la vida anterior, esa vida construida entre dos personas, en la que de repente, se introduce una tercera parte a la que hay que enseñar el sentido mismo de la vida. 

A través del viaje por las metáforas y conversaciones del río Atrato, comprendemos la profundidad de los sentimientos de una madre hacia su hijo. Una mamá es una presencia constante, en las alegrías y en las adversidades. Es ese hombro en el que llorar, el abrazo que te consuela. Una madre es una herida y una cicatriz, algo que duele pero también sana. Un niño, en cambio, es niño en todas partes; no siente miedo, no se cohíbe, no siente vergüenza tampoco. Juega, y solo se interrumpe para soñar o comer.

El río, como metáfora de la vida, fluye por distintas ciudades, acompañando a la pareja a través de su cuenca. A lo largo de los años, nosotros, una comunidad de peces, vivimos al ritmo del agua. En el camino se suceden incendios que nos invitan a reflexionar sobre la vida. Incendios que, siendo recurrentes, pierden su poder inicial. La gente, cansada de malos momentos, deja de deprimirse por esos incendios y los acepta, como el niño que pierde un diente y espera el siguiente. Como niños, nos toca sonreír y vagar por ese río, un río que se convierte en una razón para vivir, para llegar a tierra firme. Como si no pasara nada.

El libro verde llegaba a su fin y yo me encontraba perdido en la selva de sus palabras, que dejaban un sol ardiente en el horizonte y se desplegaban hacia un lugar inexplorado. Por un momento, me olvidé de mis padres, del exterior, de mi isla y de mi gente. Por un instante, no había preocupación en mi cabeza, como ese niño de Quibdó al que envidiaba. Un niño cuya mirada tuve hace tiempo y que se desvaneció con los años, revelando una más cruda y real. Hay veces en que uno desearía mirar como un niño, con inocencia, como si nada. El final del libro, ese último capítulo, me dejó boquiabierto y desperté de un sueño que parecía no tener fin. El camino, que recorrí durante doscientas páginas por el río Atrato, valió la pena.

Como por arte de magia, la puerta de casa se abrió y aparecieron mis papás. El libro no me había dicho nada sobre ellos, y para saber dónde habían estado solo me quedaba preguntar. “Buscamos una canoa que nos llevara a los dos y a tu hermano desde que salimos de casa, hasta Bellavista”. ¿Bellavista? Llegar de noche a un pueblo es como no haber llegado, por eso, tomar un avión por la mañana suele ser lo habitual. Y lo mejor.


22 de junio de 2024

¡Quítate los zapatos que me pisas la alfombra!

Recuerdo en los tiempos de mi infancia, cuando mis cabellos lucían rubios y mis preocupaciones eran otras, la inalcanzabilidad de una pareja adulta. Ese momento en el que dos personas decidían irse a vivir juntas se asomaba lejos, utópico. El tiempo iba pasando, y con los años, esa sensación se fue acercando, poco a poco, como un tren llegando a su estación. La mayoría de edad denotaba el fin de una etapa que había durado la mayor parte de nuestra vida. No obstante, 2020 fue el año del cambio definitivo.

En primer lugar, una pandemia que obligó a reorganizarse, a volver a los inicios, a no salir de casa y disfrutar de la familia, del tiempo, de esas pequeñas alegrías que nos da la vida y así decrecer el ritmo frenético que llevábamos en nuestro día a día; en segundo lugar, un cambio de carrera, porque cuando ves que algo no funciona, más vale parar y no seguir, aunque sea por “vivir la experiencia”. Me pregunté: “¿seguro que esto es lo mío? Yo no perdía dos años, porque la vida, en esos dos años, me enseñó muchas otras cosas; en tercer lugar, esa oportunidad de trabajo, que me abrió las puertas de una nueva vida futura, aunque en ese momento no lo supiera; y finalmente, esa bajada a la feria. Esa historia que podremos contar en un futuro, esa noche que tú y yo, sin decirnos una sola palabra, entendimos que eso no era un final, sino que, de hecho, podía ser un inicio de algo. Recuerdo en los tiempos de mi adolescencia, cuando mis cabellos lucían castaños y mis preocupaciones eran otras, la cercanía de una pareja adulta.               

        Me levanto de la cama, con las legañas pegadas, la cara arrugada y con sueño atrasado. Sigues durmiendo, hacia el lado derecho, como todos los días. Te miro, te doy un beso en la frente y me voy al salón. No quiero poner la tele, prefiero leer. Así no se oyen ruidos desde la habitación. Tengo que habituarme a este nuevo escenario. Abro la primera página del libro, y a pesar del sueño, las palabras poco a poco van entrando en mi cabeza, una a una, y yo voy disfrutando del libro que tengo en mis manos. Puede ser el de Pol Guasch o el de Sara Gallardo. También el de George Perec, hasta Lolita, de Nabokov. ¿Quién sabe? En todo caso, disfruto cada una de esas páginas en la tranquilidad de este salón, que poco a poco se ha ido llenando de vida, de flores, de historias y cuadros, de libros y discos, de nosotros.

En algún momento en el que no soy consciente de mi alrededor, empieza a sonar la Suite Bergamesque de Debussy en el piso de abajo. La vecina, o vecino, de sexo desconocido, suele practicar diariamente. Hay días que la descubrimos practicando escalas, otros en los que nos deleita con los Liebestraum de Liszt, hasta prueba los conciertos de Rachmaninoff. Es algo que me impresiona y me intriga. Me gustaría conocer a ese músico, o música, poder hablar con él o ella y decirle: “espero cada día el momento en que los primeros acordes del piano empiezan a sonar y vibrar en nuestra casa”. Tras un día largo en el trabajo, la mejor medicina puede ser simplemente el inicio de cualquier sinfonía de Beethoven. Me he planteado dejar de pagar Spotify -lo pagan mis padres-.

        ¿En qué momento puedo venir a despertarte? ¿Hay alguna norma que diga cuándo es considerado como demasiado tarde? ¿Cuál es el límite en el que ya me puedo salvar de un enfado evitable? Creo que voy a esperar 10 minutos más. El libro me está gustando. El ritual en el que se ha convertido ese momento por la mañana me llena el corazón de alegría. Si en algún momento imaginé cómo podía ser la vida viviendo contigo, sé que me quedé corto con las expectativas. Ya lo sabes, pero no me canso de repetírtelo.

En 2 meses hemos pasado de compartir maletas para fines de semana en los que uno iba a casa del otro, encontrarnos compañeros de piso en el salón, compartir un solo baño con amigas y organizar momentos de cocina en los que no hay espacio para tantos, a poder ver una película tranquilamente sentados en el sofá, con tu bol de palomitas de Taylor Swift, a tener el congelador lleno de tuppers solo para nosotros; a poder “convidarnos” cuando queremos, echarnos ese vermú y nuestras patatillas. En 2 meses hemos pasado de compartir maletas para fines de semana a disfrutar de nuestro hogar.

        Sé que no va a ser nuestro hogar definitivo, porque la vida es muy larga, y nos falta mucho por vivir. Sueños que aún parecen lejanos, como una hipoteca, una casa más grande, o simplemente un jardín, van apareciendo poco a poco al final de esta estación. El tren acaba de llegar, y no sé cuánto tiempo parará. Disfrutemos de la parada, esta vez en Retiro, por primera vez juntos, haciendo camino para llegar en un futuro, más o menos lejano, a la siguiente estación. 5 años han pasado muy rápido, pero cuando uno disfruta, el tiempo vuela. Como decía Dovlátov, somos exactamente lo que sentimos que somos. Nada más. Y aquí modifico. Yo, me siento profunda e irreparablemente feliz. Independientemente del lugar, la felicidad es contigo.

Me levanto del sofá, dejo el libro en la mesita de centro, me pongo las zapatillas fuera de la alfombra para no pisarla, y me dirijo a nuestra habitación. No me acostumbro aún a llamarla “nuestra”. Abro la puerta, intentando no hacer ruido. Me acerco a ti, poco a poco, y no me queda otra que decirte:

¿Perrucheo?