19 de diciembre de 2023

Cualquiera querría ser viscerrealista

30 de noviembre de 2023. 

        He sido cordialmente invitado a escribir sobre Los detectives salvajes. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.

1 de diciembre de 2023. 

        No sé muy bien qué os puedo decir sobre esta obra de Roberto Bolaño que no os hayan dicho ya miles de personas. Tengo veintitrés años, me llamo Aleix Gomila Pons, estoy en el último curso de la carrera de Márqueting. Yo si pudiera estudiaría Letras, pero a veces el miedo nos puede, porque todo lo que empieza como comedia indefectiblemente acaba como tragedia. Actualmente trabajo en una empresa de informática, pero hace un mes y medio empecé a acudir a mi librería favorita como refugio, y de esa manera conocí a mis real visceralistas o viscerrealistas e incluso vicerrealistas. 

Esas personitas que me fueron enseñando otros caminos de literatura, un camino mucho más hispanoamericano, más mágico, poco a poco se fueron convirtiendo en compañeros de debate. Prueba con este autor, o ya que te ha gustado este, sigue con el otro. Y así, de cada vez, de forma totalmente orgánica, la estantería fue creciendo en tamaño y en géneros, hasta ocupar todo el espacio posible e imposible. 

2 de diciembre de 2023.  

        El cierre del debate que se dio esa mañana fue sorprendente. Pablo me desafió a que leyera Los detectives salvajes, y yo, sin hacerme de rogar, compré el libro y empecé mi viaje. ¡Y qué viaje! Un mes y medio de viaje sideral por medio mundo en el que no solo hemos aprendido de literatura, que también, sino de algo mucho más importante: de la vida, de la muerte, de la amistad, de la alegría, del amor. A través de México, París, Barcelona, Mallorca, Los Ángeles, Tel-Aviv, Kigali, uno recorre la vida de dos escritores que luchan por un objetivo común: seguir con ese movimiento artístico que Cesárea Tinajero creó y condujo durante muchos años de su vida hasta un pueblo reducido de Sonora. Leyendo historias como las de Lima y Belano quiero imaginar lo que fue para generaciones como la del 98 o la del 27, y el porqué de sus cortas vidas. Esa dificultad para ser reconocidos, la dificultad para crear y publicar, la dificultad para que todos esos escritores mantuvieran el mismo ímpetu y ganas hacia un camino común. Imagino a Lorca y a Alberti luchando por unos ideales que ellos, inamovibles, veían que poco a poco iban cayendo con el tiempo, con los años, con nuevas generaciones, con el nuevo arte, hasta con la guerra. 

3 de diciembre de 2023.  

        Los detectives salvajes es, según la crítica, una de las mejores novelas del siglo XX. ¿Exagerada? No creo, y una vez tú, como lector, te adentras en sus líneas entiendes el por qué. Puede parecer un libro demasiado tocho, e inducirá a no comprarlo, seguramente. Pero espero que luchéis contra ese pensamiento y compréis el libro, porque cuando terminéis, lo vais a recordar siempre. Me da la sensación de que mis críticas son siempre demasiado positivas, pero a veces solamente con disfrutar de la lectura, ese rato, ese pasatiempo, se convierte en mi compañero inseparable.

4 de diciembre de 2023.  

        Acercarse a Los detectives salvajes, navegar su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.

5 de diciembre de 2023.  

        ALEIX GOMILA PONS, HABITACIÓN DE MI PISO, MADRID, DICIEMBRE DE 2023. El otro día recibí un mensaje: ¿Empezamos 2666? A lo que contesté: “¿una más de Bolaño?. Por supuesto.”

27 de noviembre de 2023

Cochabamba en su esplendor.

Era inevitable. Tantas veces rezando al azar, jugando a los dados de la vida, viviendo tertulias, charlas y días, para encontrarme finalmente al rey de Cochabamba. Aún no había tenido el placer de leer a Jorge F. Hernández, George para sus amigos -placer que solo tengo como lector-, pero llegó el momento. Tarde o temprano, el momento siempre llega. Y el instante en el que apareció, no podía ser mejor. Surfeaba la ola de la literatura hispanoamericana y no podía estar disfrutándola más. 

Tarde, ya con el telón del día bajado, cuando las farolas salen a las calles de Madrid, empezó en Pérgamo la charla de presentación de Cochabamba, donde el escritor mexicano lució en su máxima faceta de lo que es, un escritor incansable, inventor, metafórico y gracioso. A su lado, con esa labia, esa capacidad de hablar como un mago de la literatura, cualquiera se hubiera sentido pequeño. Y aún así, Pablo lo defendió a las mil maravillas. Oratoria, la del escritor, de un siglo pasado y moderno, de México, Madrid y de cualquier lugar del mundo. De mentiras noveladas que se vuelven verdades. Cochabamba en su esplendor. 

La primera vez que uno deshoja las páginas de un escritor, virgen a su prosa, sintiendo su alma a través de sus palabras, puede ser altamente peligrosa. Puede no cumplir las expectativas, cortarte la respiración o hasta descubrir un mundo totalmente nuevo y apasionante. Pero ese hombre, especie de Santa Claus literato, no defraudó en ninguna de las 198 páginas que dura la novela. O cuento largo. No me queda claro, ¿cuántas páginas debe tener un libro para ser considerado novela? El Planeta obliga a unas 200, pero hay obras de 100 que dicen más que otros ladrillos. Ese es uno de los dilemas constantes del escritor, que se embarca junto a Xavier Dupont, amigo que confió en él para escribir la historia de la que en su época fue la mujer más bella del mundo, en un viaje de 72 horas. 72 horas seguidas de comida, de desayuno, de lluvia, de no bañarse ni tener tiempo para cambiarse. 72 horas de viaje a Paris y a Cochabamba. 72 horas de pura literatura sobria, para no estropear una historia que el autor vuelve mágica.  

Pudiera citar todas las frases destacadas estaríamos delante de una de las entradas más largas de este, nuestro querido blog. Sin embargo, hay frases que merecen un hueco en este blog como lo tienen en mi corazón. Hay veces que uno vive duelos callados y no puede llorarlos delante de nadie y la vida sigue y uno vuelve a levantarse de la cama y a ir a trabajar y reza para encontrar un momento de escape en el que pueda descansar de esa vida que a veces se nos hace complicada leyendo un libro y escondiéndose así de una realidad que a veces nos traiciona aunque sea mejor no darle tiempo y traicionarla a ella porque el tiempo no tiene edad sino acumulación de palabras y a veces lo mejor es pensar que Paris es la ciudad más bonita del mundo aunque uno no la conozca porque tiene toda la vida para imaginársela y porque Paris existe en las palabras que cada escritor narra a la vuelta de sus páginas y a veces el paisaje más bello del mundo no es Paris sino lo que está en los ojos de la persona a la que uno quiere porque continuamente uno puede estar hablando de Amor incluso estando callado y contemplando un paisaje y a veces solo hay que reír a carcajadas la hermosa vida que es fugaz y efímera como de novela, y hasta aquí no ha habido una triste coma, salvadora, ni una respiración tranquila, que llega como agua de mayo, porque así me dejó a mi la novela. Sin respiración. Con el corazón en un puño. A lágrima viva. 

Y no sé si la historia será real, si la mujer más bella del mundo fue amante de Camus o si Edith Piaf cantó en la boda de Catalina. Lo que sí sé es que, aunque la primera vez que uno deshoja las páginas de un escritor, virgen a su prosa, deseo que las primeras palabras que lea sean escritas por Jorge F. Hernández. Volad a Paris. Volad a Cochabamba. Sentid la narración de una historia como si os la contara vuestro amigo. Terminaréis viudos de Catalina, de Xavier, de Jorge F. Hernández y de Pedro. Desde el día en que tocó a la puerta.  


23 de noviembre de 2023

El mejor café del mundo. Sin rodeos.

Londres, ciudad de paso izquierdo, cambiado, arrítmico; ciudad de niebla y llovizna desigual, azarosa, arbitraria; ciudad de buses rojos, paraguas, jardines y portales blancos; de flores y rascacielos; de mar, árboles marrones y antros dejados. Londres, ciudad moderna, de metro, cosmopolita, nocturna y desvelada; ciudad a todas horas y a todas partes. Los barrios, con sus historias entrelazadas como hilos, descubren una ciudad que absorbe y exhala novedad con cada aliento. Londres, ciudad de sombras y revelaciones, donde cada rincón parece susurrar secretos que desafían a quienes se aventuran a descubrirla. 

        En uno de estos rincones, ahí, al lado de Notting Hill, en una pequeña calle desde la que uno podía vislumbrar Hyde Park y los dorados destellos que ofrecía el amanecer londinense por la mañana, nos encontrábamos Cris y yo. Callejeros de una ciudad de caminos infinitos. Viudos de sueño. Soñadores de aventuras aún por vivir. 72 horas nos esperaban en esa ciudad planificadas al minuto, recorridas en Internet una y otra vez para encontrar la mejor ruta. “¿Es por aquí?”. “Sí, lo tengo controlado”. 

Hannah Jane Parkinson, escritora de La alegría de las pequeñas cosas, decía que, si hay algo que uno puede, y debe hacer en Londres, es evitar el café de Starbucks y Costa. El peor. Y si uno lee el libro entero, verá que no falla en casi ninguna afirmación, como bíblico profeta, como antaño filósofos y políticos -menos la del desayuno inglés, del que sigo sin entender la presencia de pescado y garbanzos. ¿Para desayunar? Un poco fuerte-.

        Por azar, destino, y porque no había otra opción que fuera potable, vimos, ahí pequeña, residente de una esquina de ladrillo oscuro, una cafetería que parecía más de high class que el Pret -otra opción que uno debe evitar-. “No será para tanto”, dije yo, poniendo un pie en el felpudo limpio, impoluto. No sonó ninguna alarma. Buena primera señal. En el interior, una cafetería mona, no muy diferente a alguna ya visitada en Madrid, sin extravagancias, modernidades ni clase alguna. Coqueta. Para nada inusual. En un ataque de caballerosidad, y teniendo en cuenta los 20.000 pasos que se agarraban a nuestras piernas como un bebé a su madre al nacer, me decidí a ir a la barra y pedir lo que queríamos. “Two cappuccinos and one piece of lemon cake”. “With card?”. “Yes, please”. “I will take it”. Entendí que me podía sentar. Tan señores en todo. Tan, ¿ingleses?

Unos minutos después, ahí vino el camarero con dos cafés cargados hasta arriba en unas tazas sin asa -esto sí era inusual- y una flor pintada en cada uno de ellos. Como en los mejores cafés en ningún sitio, como diría Jane Parkinson. Y lo probamos, poco a poco, saboreando cada gramo de café. No sé cómo dejar por escrito, con meras palabras, la sensación de haber probado, seguramente, el mejor café del mundo. Tal vez llego a las 1000. Espumoso, cremoso, con su perfecta cantidad de café, medida al miligramo, y la justa de leche. Simplemente, perfecto. El problema de haber probado un buen café es que, una vez que se aferra a tus papilas gustativas, roza tus labios y te eriza los nervios, instalándose en tu memoria, es muy difícil volver al aguachirle habitual. 

        Ahora, ya en Madrid, se abre la posición para presentarse a mejor café de la ciudad. Tarea difícil, o casi imposible, al no haber Café Guillam. Un nombre que, para nosotros, siempre fue Café Guillaume. Más francés, con clase, único. No sé si fue el encanto de Notting Hill, la taza sin asa que nos quemó los sentidos, las dos horas de sueño, o que simplemente, hay pequeños placeres que solo ocurren una vez en la vida. Secretos que permanecerán en esa pequeña esquina de Moscow Road, esperando a ser descubiertos por otra pareja que acuda en busca de un café algo mejor que el del Starbucks. 

No sé si será cierto que tomarte un café por la mañana revive, pero, querido lector: en el Café Guillam, me lo creo totalmente.


19 de noviembre de 2023

Soldados de Salamina.

Fue en octubre de 2023, ahora hace más de un mes, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas. Puede que el nombre no os diga mucho, y en ese momento, a mí tampoco me decía gran cosa. Me encontraba vagando entre los pasillos de una de esas librerías que suelo frecuentar, cuando tropecé con el libro que hoy traigo a colación. Soldados de Salamina me cautivó no solo por su editorial -de la cual soy amante-, sino también por su trama. La Guerra civil. Finales de 1939 en tierras catalanas. Javier Cercas. Todas las señales que necesitaba para decidirme a comprarlo estaban presentes a la vez en ese libro. Y así, me lo llevé conmigo.

        Hace un par de meses terminé Santander, 1936., y disfruté de lo lindo con la historia, con esa familia, con la extraña naturalidad con la que el autor relata algo tan atroz como lo sucedido. Unas semanas después, coincidiendo con la feria del libro, compré Días de llamas, siguiendo la estela de un mismo tema que me tenía cautivo. Este último, en total contraposición a la perspectiva del primero -siempre es necesario contar con ambas visiones-, permanece en la cola de libros por leer. Y en ese día, del cual solo recuerdo la lluvia, Soldados de Salamina y la historia de Sánchez Mazas cayeron en mis manos.

Al haber sido uno de los últimos en llegar a mi biblioteca, no tenía más remedio que esperar su turno hasta que pudiera sumergirme en sus páginas. El dilema principal de cualquier lector. Los mexicanos dirían no comas ansias, pero con los libros es una tarea imposible. Al igual que me ocurre con las patatas. Sin embargo, surgió la azarosa casualidad de que un día en Pérgamo, entre las recomendaciones que le hicieron a un chico que estaba como yo, perdido en ese laberinto de montañas de deseos infinitos repletos de palabras que aguardaban para ser descubiertas, resonó el nombre de Salamina. Es lo único que acerté a escuchar. No lo tenían. Lástima. ¡Pero yo sí! Y así, con algo de trampas, decidí saltarme la cola y embarcarme en la novela de Javier Cercas. 

        Unas tres semanas después, con pausas intermedias que no carecieron de su peso, la novela ha llegado a su conclusión. A un punto final que, al igual que en 1939, fue oasis, descanso, fue tristeza, desazón. Todo, claro está, depende de la perspectiva desde la cual se observe. La trama gira en torno a Sánchez Mazas, fundador ideológico del falangismo, y su suerte esquiva al fusilamiento. ¿Quién fue el que decidió salvarle la vida, incluso sabiendo quién era? Un héroe. Y aquí entra la cita que me dejó embelesado y mereció que por primera vez subrayara un libro: “un héroe es alguien que tiene el coraje y el instinto de la virtud para no equivocarse. Un héroe es el que no se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse. Héroe no es el que mata, sino que el que no mata o se deja matar”. En la obra, este héroe es un ancianito que danza al compás de Suspiros de España, aunque bien pudieron ser muchos. Un solo disparo habría sido suficiente para cambiar la historia. Y resulta que el disparo que no se efectuó fue más trascendental que los miles que sí resonaron. 

En un mundo contemporáneo donde el ego prevalece sobre todo lo demás -recordemos que supuestamente íbamos a salir mejores de la pandemia-, la importancia de ese no disparo se hace evidente, especialmente en regiones como Ucrania o Gaza. Qué importante sería la figura de ese héroe. Qué necesaria. Aunque baile al son de Suspiros de España en una caravana en medio de los Pirineos. Con el paso de los años, los héroes serán cada vez más escasos. Porque, como dice Bolaño, esos héroes mueren en la batalla. Sin embargo, mientras alguien los recuerde, no habrán perecido del todo. Quizás sean ellos mismos los que se aferran a nuestra memoria para evitar morir del todo. 

        Y aquí tendré siempre especial recuerdo para esa persona que en su momento fue mi héroe: mi tío. Un héroe vestido con jersey de pico y camisa. Un héroe vestido de músico del siglo XX. Un héroe del que no recuerdo su voz, pero sí tengo largos destellos de momentos junto a él. Ahora, ahí arriba, como Miralles, camina con una bandera que no es de su país, sino que es de un país que es todos los países y que sólo existe porque él la levanta, desharrapado, polvoriento, anónimo, infinitamente minúsculo en aquel mar llameante de arena infinita, caminando hacia delante, sin saber muy bien hacia dónde va ni con quién va ni por qué va. Siempre hacia delante. 

A diferencia de Cercas, al repasar estas líneas, no me encuentro en un vagón de tren con un whisky de regreso desde Francia, pero mi habitación en un piso de Chamberí no está nada mal. En absoluto. 


16 de noviembre de 2023

Azul. Azul de amanecer.

Hoy traté de recordar la primera vez que vi el mar. Lo intento, y tras varios minutos de un inútil recorrido por los recovecos de mi memoria, no tengo nada, ni una imagen, ni un destello que acuda a mi mente. En lugar de imágenes, lo único que se me presentaba era un vaho, esa neblina matutina que danza en la aurora. Lo más parecido a un recuerdo son esas fotos, sagradas reliquias que guarda mi familia, que se convirtieron con el paso de los años en ventanas a otra dimensión, donde el pasado se abraza con el presente en un vals eterno. 

        El primer baño de Aleix. La primera vez en la playa, el primer castillo de arena, todas esas fotos se convierten ahora en más que simples recuerdos, sino en un caleidoscopio a una época que ya no volverá. Y aunque ahora no alcancen a despertar en mi la sensación de estar ahí, de sentarme en la orilla, escuchar el rumor de las olas del mar, sentir la caricia salina de la brisa marina, me permiten por un instante, efímero quizás, volver a mi casa. A mi hogar.  

Envidio algunas veces, de manera sutil, a la gente que ha podido experimentar la magnitud de una primera vez de la forma más pura. Porque las primeras veces, a pesar de su inexperiencia, destilan una esencia única, imborrable en la memoria: tu primer beso, las primeras notas de tu primer concierto, tu primera entrevista de trabajo, tu primera declaración de la renta, tu primera vez visitando un país lejano, o la adrenalina en tu primera vez conduciendo un coche. Sé que son momentos que siempre permanecerán en mi memoria. Y aunque entre ellos no esté la primera vez que vi el mar, intuyo que cada regreso a su orilla será como un retorno a un refugio para el alma. El mar, como un confidente eterno, siempre estará allí, imperturbable, dispuesto a envolverme con la espuma que trata de escapar de sus entrañas. Es como si en ese abrazo salino, me estuviera, de cierta forma, mostrando la continuidad de una historia, una historia que se renueva a cada marea. 

        Platón ya lo anunciaba en sus novelas: Panta rei, como le atribuía a Heráclito. Todo fluye, sería la traducción más correcta. Y creo que no le falta la razón. Soy consciente que el mar, en mi enésima peregrinación a revivir esa primera vez en sus orillas, no estará de la misma forma que como lo dejé. La vida, como las olas, tampoco se detiene. Mis padres cumplen años, mi hermano ya no es ese pequeño trombonista que me llegaba al pecho, mis amigos van escribiendo la historia de sus vidas en Menorca, Costa Rica, Mallorca, Madrid, la banda de música cambia de repertorio, el equipo de baloncesto ha subido de categoría, tiendas abren y otras cierran en un afán de dar   vida a nuestro pequeño pueblo. Hay nuevos turistas, y otros que repiten, mientras barcos, algunos relucientes y otros testigos de antiguas travesías, continúan su eterno vaivén. Todo fluye. Y a pesar de este dinamismo, natural y necesario, creo que hay cosas que tienen, o más bien, deben, permanecer inalteradas. Porque sé que, por mucho que nada sea igual, esa siempre será mi casa. Aunque esa primera vez que contemplé el mar se haya desvanecido en el olvido, al regresar, deseo recordar su aroma, su brillo, incluso su azul. Porque sé que, por mucho que nada sea igual, ahí estará mi familia esperándome, con la misma paciencia con la que el mar espera tocar tierra. Porque sé que, por mucho que nada sea igual, cuando vuelva del mar, aquí, en la tierra, me espera mi gente, mi segunda familia. 

Por eso, aunque no me acuerde de esa primera vez en la que vi el mar, lo esencial radica en convertir cada ocasión en esa primera vez que viviste hace tiempo. El mar permanecerá ahí, imperturbable testigo, pero de nosotros depende vivir cada momento como si fuera la última vez. O como si fuera la primera. 


30 de septiembre de 2023

Smash Friend. La top ventas.

Qué bonito es encontrarte con esos amigos de la universidad. Qué bonito es volver a encontrarte a esos amigos que en su momento no diste la importancia que podían tener. Qué bonito es encontrarte con ellos 5 años más tarde y que el tiempo parezca parado en el primer día que os conocisteis. Qué bonito es pedirte un Vicio con ellos, en uno de los pisos donde vivís y vivir esa vida que en algún momento soñaste. Qué bonito es charlar hasta las 4 de la mañana, como si la vida se fuera a parar al día siguiente. Qué bonito es salir a pasear con ellos y a tomarte una cerveza. Qué bonito es que pasen los años y no importe el tiempo, o qué bonito es que no habléis todos los días y el día en que nos juntamos cada uno haga la actualización de su vida -para quien se haya podido perder un capítulo-. Qué bonito es volver a la normalidad. Qué bonito es eso que pasa cuando nos juntamos los amigos. 

Ellos dirán que en los años de la uni no quedé suficiente con ellos. Que prioricé otras cosas. En ese momento creí que hacía lo correcto, y años más tarde he descubierto que puede que tuvieran razón. Tal vez no estábamos en el mismo momento vital, aunque compartiéramos universidad. Puede que no estuviera viendo que, dígase pareja, dígase amigos, dígase familia, hay que disfrutar de ellos el máximo tiempo posible porque uno nunca sabe lo que puede pasar. 

Cuando volví a Menorca por el Covid, la mayor parte de la gente que había conocido en esos dos años pasó a un segundo plano. Había otras cosas más importantes. En ese momento, sin embargo, no sabía si volvería a poder verlos como en la época iniciática de la universidad. 3 años más tarde, estamos todos en Madrid, cada uno con su trabajo, cada uno con sus cosas, cada uno con su pareja, amigos, másters, obsesiones, gustos, fiestas, libros, vermuts, etc, pero nos volvemos a juntar. Nos volvemos a reir. Nos volvemos a abrazar, a hablar durante cinco horas seguidas. Como Cinco horas con Mario. Y eso no se cambia, porque eso no tiene precio. Esa es la familia que se escoge, y a ellos los escogería mil veces más. 

Eso sí, cuando os digan que vienen a vuestra casa a cenar, como mínimo, esperad que os traigan vino. Chin chin.


30 de agosto de 2023

El hombre pez. En indio, machhaleevaala.

Llega el final de semana y después de cinco largos días de duro trabajo, estrés, calor y presión, uno necesita descansar. Para mi, el método favorito para recuperar fuerzas es la comida. En cualquiera de sus formas. Después de varias veces en las que hemos cenado pizza o hamburguesa, muy comunes (demasiado) en nuestras dietas, nos apetecía algo un poco diferente. Tras un rato de indecisión, Cris propuso ir a un indio, aunque en Madrid no conocemos muchos que estén bien. ¿Solución? Simple. Buscar en Google alguno de los mejor valorados. 

        El primer resultado que apareció en nuestra pantalla del móvil fue El hombre pez. Buen nombre. Ya era una buena señal. Estaba relativamente cerca de casa, que esto en Madrid podría indicar un radio de todo lo que entre en la red de metro, y reservamos. Vivimos en un mundo en el que, si no reservas, siempre nos quedará un buen McDonalds. Que yo, encantado, pero no era nuestra intención. No sé si será el Covid, la impaciencia, o la necesidad de la estabilidad, pero cuesta mucho decidir un lunes lo que quiero cenar el fin de semana siguiente. Fueron 15 minutos de agradable paseo por las calles del barreo en los que descubrimos la zona de Núñez de Balboa, y un poco más de la calle Juan Bravo, por la que ya habíamos pasado otra vez. Aunque si me tuviera que quedar con una cosa, sería con el aire que corría. 

Llegamos a nuestro destino, y al pasar por delante de la puerta, pensamos que nos habíamos equivocados de lugar. Miramos el rótulo, y no, era correcto, por lo que ya pudimos observar por dónde iban los tiros. Cris iba perfecta, yo en cambio, me faltaba una camisa un poco más arreglada. Aunque dentro había un niño con la camiseta del Madrid, así que podía estar tranquilo. A ese niño le daba igual si era un sitio pijo o no, él iba con su equipo y con Vinicius hasta el fin del mundo. Dentro de mi resonó un Hala Madrid que no puedo reprimir en estas líneas. 

        Nos acompañaron muy gentilmente a nuestra mesa y nos explicaron cómo funcionaba todo. Era un restaurante de comida fusión, y aunque todos pensaréis que era de la india y la comida japonesa, muy habitual en todas las fusiones, la mezcla la hacían con la comida cántabra. Muy original. La decoración, perfecta. Atención, más que sublime. Vino muy rico, aunque aún no sé cómo funciona esto de olerlo antes de que te pongan más. 3 platos máximo. Luz tenue. Servilleta de rodilla y compañía insustituiblemente perfecta. Una vez con la carta en las manos nos decidimos nada más y nada menos que por las recomendaciones del camarero: croquetas de solomillo Tikka Masala; rabas de calamar, y un butter chicken que no voy a olvidar en mi vida. 

Con el aperitivo ya vimos que era el mejor restaurante al que habíamos ido. De esos que sabes que vas a volver. Se nota en cada bocado. Lo sientes. Y cuando llegó la comida, lo confirmamos. El mejor restaurante, sin duda. Uno de esos de una vez al año que sino te hace daño. El pan con cebolla que pedimos estaba riquísimo, aún mejor mojado en la salsa del pollo. Nunca sabré la diferencia entre el butter chicken y el Tikka Masala, aunque no sé por qué, imagino que tiene que ver con la "butter". Lo que me quedó bastante claro es que cuando aparezca la palabra Madras en un plato, mejor evitarlo si no queremos dormir toda la noche entre la tapa del váter y el suelo (no fue nuestro caso, que ya vimos por dónde iba el camarero y decidimos que si avisaba es porque picaba mucho). Tras pagar y decidir volver a casa, bajamos Velázquez hasta nuestra calle, camino en el que aprovechamos para bajar un poco la comida antes de irnos a dormir. Y menos mal. 

        Mola celebrar en sitios así. Mola celebrar haber terminado el curso. Mola celebrar la vida. Mola la comida hindú. Mola celebrar que ya falta poco para nuestras deseadas vacaciones. Mola celebrar la felicidad. Mola celebrar el amor. Mola celebrar contigo.  


19 de julio de 2023

Wake Up. Episodio II. El retorno del comercial.

Después de una primera parte en la que pudisteis ver cómo fue nuestro primer día por tierras gaditanas, hoy, en nuestro querido blog, presentamos la segunda parte. Normalmente dicen que las segundas partes nunca son buenas. Sin embargo, tengo fe en mi escritura automática del primer momento que pillo durante el día. 

Este segundo día fue desde el tren. Buen lugar para escribir. Cómodo, si bajas la mesita de la silla de delante; revelador, porque escribes volviendo, y tranquilizante, porque la mayoría de las veces no se oye mucho. Nada no, eso es imposible. Vamos allá, mejor no dar más rodeos.

“Hoy escribo desde el AVE. No tengo horarios. ¿Que debería hacerlo por la mañana al despertarme para que sea más creativo? Seguramente. Que después de haber dormido 4 horas, priorizo desayunar, también. Hoy ha hecho más frío en la habitación. La llegada fue similar que el día anterior: charla de las 5 de la mañana en la terraza, entrada al baño, lavado de dientes, y en vez de tirarme encima de la cama, tuve la decencia de abrir las sábanas. Estaremos todos de acuerdo que las sábanas de un hotel siempre serán mil veces mejores a las de nuestra casa. Pues estas lo eran 1000. 

En comparación al día de ayer, hoy ha sido un día de relax total. Las 4 piscinas restantes a disposición nuestra, un sol infernal y vegetación a los lados. Parecía Bali eso. Solo compararlo con mi querida Madrid, lo único que veo similar es el sol infernal. Ni vegetación, ni piscinas, ni arena a 200 metros. Que triste es la vida de un menorquín trabajando en la capital en verano. 

Mañana toca trabajar, y a las 8 se va a hacer muy duro. La alarma va a doler, seguro, pero tenemos que volver a nuestra realidad. La realidad de no estar en Cádiz disfrutando de la buena vida. La vida del hotel de lujo con piscina y playa a un paso. Mis cotizaciones me esperan, y con ellas, la cuenta atrás para las vacaciones de agosto. Queda menos. 

        El viaje ha estado muy bien. ¿Qué voy a decir? Si dijera lo contrario mentiría. Hemos conocido a gente, a mucha: a mi gente de Barcelona a la que solo he visto en Teams, a compañeros de la profesión, y a las personas de HP que nunca vemos y siempre están ahí; hemos reído por los codos: gracias a los bailes, por la gente durmiendo y despertándose en el primer acorde de una bachata, por los sitios donde íbamos; hemos comido 5 veces en 30 horas -incluida una cena en un restaurante de Estrella, en la que me tocó en la mesa más top que me hubiera podido imaginar. No todos los días se cena con los jefes al lado-; hemos estado 11 horas de fiesta. Pocas me parecen; hemos dormido 6 horas de 48 y hemos escuchado a Alejandro Sanz, y todo esto en 2 días. No sabéis a qué velocidad vuelan las cervezas y los mojitos cuando te invitan. 

Hablando de Alejandro Sanz, su concierto puede que no fuera lo que esperábamos. Si lo que se esperaba la gente era ver a ese pedazo de músico que empezó en la música con 20 años, no. La verdad que se puede decir que estuvo lejos. De cada 3 canciones, cantaba 1 y media, y la mitad de estas era el público (entregado, eso no se puede negar) quien le hacía los coros a pleno pulmón. Corazón partío, a mi gusto, la mejor canción que tiene, la destrozó poniendo a Manuel Turizo a cantarla. Y este, podría habernos regalado una bachata -habría sido increíble-. Me quedo con Viviendo Deprisa, que siempre suena mucho mejor en directo. ¡Qué canción más infravalorada! El audio no estaba muy bien, y a él lo vimos cascado. Pero es lo que tiene, imagino, que te deje la novia hace poco y que te hayan estafado. Seguramente lo único que tomara no fuera una cerveza. Eso sí, para la edad que tiene, había muchas a las que se le caía la baba delante. Si es que cuando uno es ídolo, da igual cómo aparezcas. 

        Va llegando el final, y el AVE empieza a moverse. Serán tres horas, más las 2 que llevamos ya de bus. Ir al sur mola mucho, pero por dios, no lo pudieron poner más lejos. En Madrid me espera Cris, aunque si me dice de tomar una cerveza, yo me tomaré una Coca-cola. O si no, que la pague ella, que yo por menos, a partir de ahora no quiero nada. Como diría mi madre: yo quiero tener vida de rico. ¿O esto lo decía Camilo? (escribiendo a posteriori, no tocó cerveza, sino vino blanco, por lo que a esto uno nunca puede decirle que no)

¡Cómo mola HP! Cómo se han regalado. Esto será algo que uno no olvida nunca. Esto imagino que es lo bueno de trabajar. Será lo bueno de trabajar bien. Lo malo viene mañana. Concretamente a las 8 de la mañana. Tic-Tac


12 de julio de 2023

Wake up. Episodio I. La amenaza del cubata.

        Hoy, en LeLector, presentamos la entrada de una de las mejores experiencias que me ha dado mi trabajo. Hay veces que, por coincidencias de la vida, que no siempre uno puede explicar, trabajar se convierte en mucho más que enviar cotizaciones y constantemente hablar con los clientes. Hay veces que la vida, simplemente, te da una oportunidad. Y esta oportunidad me la dio HP este último fin de semana. Llevándonos a Cádiz y disfrutando de un par de días que aún no puedo explicar del todo bien. Puede que tenga alguna laguna, pero no será importante.  

Esta entrada va a ser la recopilación de los sentimientos que fui experimentando durante unas 48 horas en las que bebimos mucho, reímos mucho, nos bañamos mucho, vivimos experiencias inimaginables en mi día a día, y bebimos mucho. ¿Ya lo había dicho? Lo que vais a leer lo escribí en un par de momentos libres que tuve, y eso que no fueron muchos. He vuelto a emprender el libro de El camino de la escritura, de ahí que encontrara un momento. Por pequeño y pronto que fuera. 

        “Escribo esto de resaca. Son las 9 de la mañana, y aún, sinceramente, no sé qué hago despierto. Estos eventos del trabajo siempre me han dejado atontado durante un tiempo. Y con ganas de no beber nunca más. Aunque tengo que decir que este no ha sido el peor.

Estoy en una habitación de un hotel 5 estrellas situado en Chiclana de la Frontera. Un hotel que, si fuera por mi, no habría podido pagar ni en mis mejores sueños -aunque en noviembre he visto que no tiene tan mal precio. Solo tiene el tema de la temperatura que haga en la piscina, que puede ser un poquito más dura-. Dos días de entera fiesta, en los que cuesta no beber. Encima es gratis… Pocas veces va a volver a ocurrir esto, por lo que hay que disfrutarlo. Hay gente a la que le apetece más, y otros menos, hay gente que se va pronto a la cama, y otros cerramos la discoteca ayer por la noche. En lo que sí coincidimos todos es en las ganas de pasarlo bien. En la edad, no tanto. Hay gente que lleva tantos años cotizados como la edad de mi DNI. Menos mal que este fin de semana, el alcohol todo lo iguala. Si no, podría sentirme un pez fuera del agua (y esto que leeréis ahora, lo digo a posteriori: no ha sido para nada así). 

        El grupo que hemos montado no está nada mal. Tenemos a la bailonga del grupo, a la que se sabe todas las canciones, cubana y con muchas ganas de marcha; tenemos a la que le toca cuidar de su compañera de habitación, esa que no tiene sueño y se va a la cama para no dejarla sola; el que arrasa con todo en el desayuno; el que conoce a todo el mundo y hace de relaciones públicas; el que siempre está en el agua, y mira que llegamos tarde ayer y no pudo probarla mucho; el que tiene que cerrar la discoteca, y en esto somos varios -me incluyo entre ellos-, y a los que la cerveza les sirve para regular el PH.

El hotel es espectacular, y todavía más sus piscinas. Tiene 5, y a pesar de eso, es imposible verlas todas.  Hoy hemos estado en una y ya ha valido la pena todo el viaje. Qué tranquilidad. Qué gusto. Qué vistas. Qué 5 estrellas, ¡qué coño! Ayer pudimos observar la puesta de sol desde el balcón, ver cómo iba desapareciendo ese punto rojo en el horizonte. Ver como todo pasaba a teñirse de ese color rojo que da al momento un estado de felicidad, de tranquilidad, de calma. También tuvimos tiempo de perdernos entre las cocinas y lavandería del hotel. Fue en un abrir y cerrar de ojos. O más bien, fue en un abrir y cerrar de puerta, cuando por fin, aparecimos en la tercera planta. Un ratito de charla en la terraza a las 6 de la mañana (no sin el correspondiente shhh de Silvi), y a dormir. 

        Y a las 9 que estaba despierto hoy. Con alarma. Qué idiota eres diréis, y con toda la razón. Es algo que no pienso ni discutir. Pero había que probar el desayuno, que eso sí que es digno de mención, como la cena de ayer. Ese carabinero. Este jamón. Solo por esto, mantendría mi estancia eternamente entre las paredes laberínticas de este lugar. ¿Es esto el cielo? También es cierto que mi compañero de habitación estaba igual o más despierto que yo, por lo que nos hemos animado a bajar. 

Ahora nos vamos a ver a Alejandro Sanz (nótese que esto lo escribí por la tarde ya, para que os deis cuenta del poco tiempo que teníamos). Hasta último momento no hemos sabido si actuaría o no. También os digo que con la resaca que tenemos algunos, nos da igual que sea Alejandro, Aitana o el Chiquilicuatre, que lo importante para muchos es la cena de esta noche y las copas que se van a beber luego o las que no se van ni a tocar. 

        Voy a cerrar, que mi compañero el Espi, me está mirando algo extrañado, como diciendo: ¿qué estás escribiendo chaval? Lo entiendo completamente, porque a mi también me extrañaría. Aquí, si nos sacas de ordenadores, impresoras y tóners, poco podemos contar. Así que cierro mi libreta, me pongo la camisa y me voy a por el Corazón partío.”

P.D. Espero que se haya entendido la referencia del título. ¿O soy muy friki?


11 de junio de 2023

Pérgamo. Ciudadela de libros.

Empiezan a doler los pies. Las llagas aparecen y el calor aprieta. Estos factores solo me indican que llega el verano. Y que me he comprado sandalias nuevas. Y no solo lo digo yo. Mirad vuestra aplicación del tiempo y podréis confirmarlo -lo del tiempo digo-. El sonido de los pájaros no cesa, y el baño de la luz solar nos seduce hasta pasadas las nueve y media de la noche. Hoy es domingo, y termina una semana larga. Mi compañera de fatigas en el trabajo ha estado de vacaciones y eso siempre se nota. Ya le tocaba. A mi en un mes. 

        Por ese motivo, este fin de semana ha sido de exploración interior. Un sábado con Cris, donde terminamos prácticas de la universidad -nos queda nada ya- y salimos a tomar una cerveza. Qué bien se está en una terraza. Esa espuma de una doble fresquita que roza tus labios. Esas bravas que te dan de tapa. El ruido de la calle, de la gente, de la vida. Un beso, una caricia, o incluso un chiste. Si es mío, malo es. Ese azul del cielo y el verde de los árboles. Acacias creo. Papá, ayúdame. 

Todo esto contrasta con este día de hoy. No por el tiempo, que sigue siendo espléndido, sino por la compañía. Hay veces que uno está solo, y con el tiempo aprende a pasárselo bien. Me he levantado en la cama de Cris, extrañamente tarde, y más siendo una cama de 1,05. Ya nos queda poco. Después del desayuno, ella quedaba con sus padres, y yo he aprovechado las horitas que quedaban de fin de semana. Ya sin prácticas por hacer y con un día restante de Feria del Libro, había dos piezas de puzle que juntar. ¿Por qué no?

        El Retiro está precioso en esta época -¿y cuándo no?-, pero hoy brillaba especialmente. El lago lleno de barcas, gente en todos los rincones, hasta una banda de música interpretando los mejores temas del cine. Gente haciendo yoga, parejas paseando de la mano, abuelos con sus nietos en un banco, y grupos de amigos tomando una cerveza. El día se prestaba a eso. Yo iba a tiro fijo, con Chopin sonando en mis auriculares, en dirección a mi puesto favorito. Éramos una marea de gente andando hacia el mismo sitio, aunque algunos se han parado en otras casetas. La mía era la 145. Pérgamo. Reabierta hace menos de un año, esta es la librería más antigua de Madrid. Situada en pleno barrio Salamanca, y estos días, por duplicado en el parque del Retiro. No quiero hacer una crónica de periódico semanal, no es mi estilo. El mercado a veces pide entender el contexto, la actualidad. Pérgamo es la actualidad. Pérgamo es lo que hace que las librerías sigan existiendo. Y con ella, sus libreros. No hay nada más placentero que plantarte delante de 200 títulos, y que alguien te vaya guiando en el proceso de elección. Lo hace Ikea, lo hace Apple, incluso Druni. ¿Por qué no una librería? 

Me acuerdo de cuando vine con mi madre la semana pasada. Un poquito más y nos pilla la lluvia. Nos situamos delante de esa caseta y justo hube tenido dos libros en mis manos, el librero ya sabía exactamente qué ofrecerme. Escritores centroeuropeos. Quizás centroamericanos. Precisamente, Joseph Roth, cuya obra he empezado hoy a leer, fue la primera recomendación que me hicieron. Tuve a Broch, a Ordine, incluso a Joyce en mis manos, pero bastó un primer contacto con la obra de Kafka lo que le hizo darse cuenta de qué estilo era al que había prestado más atención. Dos libros comprados más tarde, nos fuimos mi madre y yo en dirección a otras librerías. “¿Cómo lo sabía?”, preguntó mi madre. Eso es lo que diferencia una buena librería, de una librería común. Esa persona que está frente al peligro, con un vistazo de la situación, sabe perfectamente a qué cliente tiene que decirle algo, y a cuál no. Hubo otras personas a la vez, y solo nos dijeron algo a nosotros. ¿Casualidad? No, sin duda. 

        Una semana después, he decidido volver. Hoy solo. Pero con las mismas ganas, incluso más después del primer encuentro. Hoy me he decantado por otro tipo de autor. Tras leer "La utilidad de lo inútil", Ordine ha vuelto a caer en mis manos. A ver con qué nos sorprende esta vez. 

Hay gente que compra por portada, por argumento, por autor, incluso por recomendación. Cris me suele decir que compro por portada, por si me parece bonita o no. Corrijo. Yo compro más por edición que por portada. Puede tener la portada más bonita que si lo de dentro no es agradable, seguramente no me lo compre. Anagrama, Salamandra, o Editorial Tusquets son algunas de esas marcas a las que uno les presta más atención. Porque ya sé cómo son. Porque siempre tienen algo bueno. Y porque siempre me pueden sorprender. No significa eso que no compre otras ediciones, pero es verdad que algo de ellas me atrapa en cada una de sus líneas.

        Ya son las 18.15 y escribo esto en la mesa de mi habitación, con Ray Charles de fondo en el tocadiscos. Ya no hace tanto sol, y el calor ha remitido. El café me hace compañía. Leal escudero. Escribir esto me transmite paz, y aunque ya se vaya acercando el lunes, me queda la ilusión de que mañana recojo mi máquina de escribir. Un auto-regalo que hace tiempo me quería hacer. Si me faltaba algo en mi carné de “fuera de mi época”, seguramente esa fuera una de ellas. Poco más queda por decir. Poco más puedo aportar. 

P.D. Si necesitáis alguna recomendación de algún libro, escribidme a mi Instagram, @trombonistaalavista, y algo podremos conseguir, sin duda. Al menos, leeros mi entrada, que es un primer paso que os llevará por buen camino. Seguro. 


20 de mayo de 2023

Una banda de orgullo.

Por fin puedo escribir esto. Eso de tenerte a mi lado todo el rato complica mi función. Y creo que mis fans y queridos lectores hacía tiempo que querían leer algo en este, nuestro blog. Seguro que sí, campeón. Tengo un momentito, estás duchándote, así que no puedo alargarlo mucho. Esto tendría sentido si hubiera terminado de escribir el día que empecé, pero bueno. 

        Ha sido un fin de semana de emociones. Nervios. Agobios. Salidas a terminar ciertos retoques y algunos problemas técnicos. Por fin, tras 5 años de mucho estudio, te acompañamos a tu graduación. Lo digo en plural porque esa misma suerte la tuvieron tus padres y tus abuelas en décima fila, muy cerquita tuya, y un servidor destinado al gallinero de la sala. Esto de estar sin el aire en Granada un 13 de mayo me lo tendrán que explicar, porque yo no lo entiendo. Un crimen al nivel de decir el andén del tren 1 minuto antes de su salida.  

Recuerdo esa primera vez que nos conocimos, recién habiendo empezado segundo de carrera. Nos faltaba mucho por delante, y poco nos íbamos a imaginar que, debido a la pandemia, yo iba a dejar la carrera y tú ibas a vivir lo que has vivido estos últimos 3 años. No voy a hablar de la pandemia, porque suficiente lo hicieron tus profesores, y también, que sepas que este artículo no está escrito con ChatGPT. Más faltaría. 

        Han sido 5 años de tu vida, y 4 de la nuestra, en la que he podido ver como has superado todas y cada una de las asignaturas que iban pasando en tu calendario. Civil, Penal, Procesal, Penal II, Civil III, y muchas otras de las que no entiendo ni su nombre. He visto también cómo el año pasado conseguiste una plaza en la Universidad de Ciencias Políticas que más personajes ilustres ha tenido en sus pasillos, y una plaza en la Universidad de España que cualquiera que estudie Derecho quiere pisar. Esa plaza en la Carlos ha permitido que este año encontrara yo también trabajo en nuestra querida Madrid y viviéramos nuestro primer año juntos. 3 años y pico después de empezar no está nada mal. Nos lo queríamos tomar con calma. 

Han sido 5 años, 3 universidades, 2 países, en los que me has contado mil cosas de tu carrera. A veces pienso que me la estoy sacando a la vez. Esto me dura hasta me cuentas algo y veo que lo único que entiendo era la teoría filosófica de la política que estudiaste en segundo. Te he acompañado a Getafe, entré en tu sede de Granada, y a punto estuve de hacerlo en París. Qué bonitos fueron esos días en las preciosas calles de tu erasmus. 

        Como todas las parejas que han vivido un camino largo, hemos tenido nuestros distintos tramos. El tramo de nubes y amor color rosa del principio. Las dificultades de la distancia y de un Covid que nos hizo vernos muy poco. La burbuja del erasmus que mantuvimos sin que explotara. La alegría de volver a Madrid. El momento de la ilusión de vivir en el mismo sitio, y la estabilidad de una pareja de 3 años y pico que han pasado como si fueran 10 y a la vez 1. Me quedo con cada una de ellas, y repetiría todo el camino una y otra vez para volver a este momento. El momento en el que te veo en las escaleras del palacio de Congresos de Granada con tu banda naranja y roja que combina a la perfección con tu vestido. Ni que lo hubieras pensado. 

Ahora se te abren varios caminos por delante: el duro y aventurero camino de una oposición, o la profesional y cambiante senda de la empresa legal y allegados. Hay múltiples opciones, y muchas de ellas correctas. Como decía Aristóteles, la felicidad solo se encuentra de una forma: cuando eches la vista atrás y no te arrepientas de tu vida, el camino habrá valido la pena. Escojas lo que escojas, ahí voy a estar para acompañarte, porque a pesar de que a veces te escuche en mi “mundo” (cierto es que tú tienes muchas más cosas a contarme), la alegría y sobresaltos de tu vida, hace de la mía una más alegre y sorprendente. 

        A pesar de todo esto, te queda un último empujón. Esta banda que te han puesto no vale de nada sin el título. Como a mi con la L del examen de conducir y el suspenso posterior. Te queda un último esfuerzo, y sé que, en comparación al resto, esto estará chupado para ti. Mi jurista y politóloga. Estoy orgulloso de ti. 

Te quiero. 

P.D. Por fin tienes tu entrada en mi blog, como has querido todos estos años :)


8 de abril de 2023

El cor de la ciutat.

Compta amb mi en l’últim sospir de la nit. I en el primer alè del dia. Así nos recibe Barcelona. Así nos invita a visitarla. Como un sueño profundo del que uno prefiere no despertar. Barcelona se ilumina decía una canción. Y este fin de semana brilló para recordarnos una vez más, que pase el tiempo que pase, Barcelona seguirá siendo Barcelona. 

        El sábado amanecía soleado, sin una nube en el cielo. Esa sensación al rozar tierra en el avión. Ese cosquilleo al salir. En el aeropuerto me esperaba mi hermano, invitado de honor a la experiencia que íbamos a vivir al día siguiente. Parecía que hacía mucho que no nos veíamos, y apenas han pasado 2 semanas. Nuestro primer viaje. Había venido alguna vez a Madrid, pero no es lo mismo. Viajar es ese verbo que te transporta a cualquier lado. Literalmente. Esa acción que uno desea hacer siempre que el tiempo se lo permite. Ese acto de no ir a ningún lado e ir a todos los sitios. Diría que no conozco a nadie que no quiera viajar. 

Barcelona nos recibió de la mejor manera posible, aunque el sello del Aerobus nos salió caro en comparación a mi última vez. Será culpa de la guerra. Siempre le tendré un cariño especial a esta ciudad. Fue el primer sitio al que viajé con mis padres justo con 1 año, y aunque no recuerde nada de esa vez, recuerdo todas las siguientes. Recuerdo esas visitas al zoo, al Maremagnum. Esa visita al Camp Nou y la foto con la equipación del Barça. Los paseos por las Rambles, l’Estación de Francia, Passeig de Gràcia y mi Apple Store. Merendar en el Corte Inglés y visitar cada tienda de Portal de l’Àngel. 

        Hemos crecido, y ya no somos esos niños a los que les gustaba Ronaldinho. Yo iba con mi Polaroid colgada al cuello y mi hermano tenía la ilusión de hacer su primer viaje “solo”. Un coctel molotov bonito al que se añadía la estancia en un hostel con 3 británicos, un indio y un par de chicas más. Nada nuevo para mi. 

Empezó el día, y empezamos a andar. Ha sido un finde de andar mucho. Patearnos la ciudad de norte a sur. De este a oeste. Andar también te lleva a muchos sitios. Hablas, disfrutas la ciudad, su perfección geométrica, sus balcones de l’Eixample, sus taxis negros y amarillos, sus plataneros y sus adoquines florales en todas y cada una de sus calles. Una foto aquí, una foto allá. Recuerdos que veremos dentro de muchos años y nos harán sonreír. Esa foto con el turrón, en el restaurante japonés o dándole un beso a las patatas del Five Guys. La del Palau Blaugrana o el Parc de la Ciutadella. Esas fotos que nos contarán una historia que ya tendremos grabada en nuestra memoria. Nuestro primer viaje. Esa visita a la Sagrada Família y el New York Roll que nos comimos observando como dos abuelos esa iglesia que si no la más bonita, la más diferente del panorama europeo. Nos dejamos pocas cosas por hacer. Parc Güell, Tibidabo y Bunkers nos esperan para la próxima. Prometido. 

        Fue el fin de semana de la Kings League, esa competición que ha surgido de una idea loca, y seguramente se coma en breve a otras ligas perecederas, si todo sigue como hasta ahora.  Piqué, Ibai, DJ Mario… Recordaremos el Suuu que gritó cada persona en el campo, la llegada en Helicóptero, las batallas de gallos, el gol de Dorkis, el penalti de Adri, y los fuegos artificiales en la final. El himno del Barça mejor lo olvidamos. Si algo no se menciona, no tiene por qué haber pasado. Así y todo, no hubo nada que no dijeras: estamos viviendo una locura. Hasta nos dio el sol y nos pusimos morenos. Hay cosas que solo pasan una vez en la vida, y más vale aprovecharlas. Esta seguro fue una de ellas. 

Barcelona nos sedujo desde el primer momento. Con cada una de sus calles, con el mar de fondo, con esos bares en cada esquina y con esa luz que tanto la caracteriza. Lo dije una vez y lo repito. Hay pocas ciudades que te entran por la luz. Barcelona es una de ellas, sin duda. Esos rayos de sol que hacen que brille cada una de sus casas, que iluminan la montaña o que deslumbran calle Córcega a las 12 de la mañana, te atan de tal forma que es imposible no querer quedarte ahí. En el césped de la Ciutadella, en el banco de Montjuic o en un bar de la calle Roger de Llúria. 

        
Porque este viaje fue de recuerdos. Y lo recordaremos para mucho tiempo. Porque Barcelona es la ciudad que nos ha visto crecer a lo largo de los años. La ciudad a la que volveremos cuando necesitemos regresar a ese momento. El momento exacto en el que pareció que el tiempo volvía a 2015, y volvíamos a ser dos niños viajando con sus padres. Aunque esta vez, sin ellos. Repetiremos, eso seguro. Aunque pronto tendremos que hacer uno con ellos, que ya hace mucho que no vienen. 

Esta fue nuestra experiencia, y seguro que la de muchos más. Por eso os la dejo en este blog, para que viváis cada uno de nuestros movimientos. Porque ese día fueron nuestros, pero otro día fueron vuestros. Ahora, al menos, son de todos. Gracias por leer siempre este blog. Gracias por seguirnos. 


1 de marzo de 2023

Es(cultura) madrileña

Pedro de Mena. Corrado Giaquinto. Carlos IV. Juana de Augsburgo. Los Austrias y los borbones. Velázquez. Y muchos nombres más. Alguno no os sonará de nada (otros espero que sí), pero a mi, hasta este fin de semana, tampoco. ¿Y todo esto por qué? Como siempre, tengo inicios de entradas raros. Peculiares. Pero no por eso son malos. O eso espero. 

Este fin de semana han venido mis padres a Madrid, y no sabéis las ganas que tenía de verlos. Hacía dos meses que no los abrazaba, no me reía con ellos ni disfrutábamos del placer de comer juntos, y estos 3 días han servido para recargar pilas. Ezequiel y Daiana me dirán que ellos hace 2 años que no ven a los suyos, y yo sé de una que se habría muerto si nos pasa eso. 

Madrid es una ciudad que hemos visto ya mucho. Los rincones típicos nos los conocemos de pe a pa, y sin embargo, siempre descubrimos algo nuevo. La ciudad siempre te sorprende. Y esta, aún más. Había que buscar alicientes nuevos, motivos por los que seguir descubriendo, y lo hemos conseguido. 

El primer día le tocó a la Velázquez Tech. Exposición que se ha sumado a la moda de realizar un paseo inmersivo que te adentra en el mundo del autor y sus Meninas. Diego Velázquez (con el de Silva de por medio), nos enseñó el verdadero motivo de su cuadro y el porqué lo más importante somos nosotros. Foucalt decía que lo más important residía en su centro, en ese espejo en el que salen los reyes. Dalí decía que, si hubiera un incendio en el Prado, él salvaría el aire. El aire de la sala donde reside el retrato de la familia de Felipe IV -he tenido que buscarlo, porque había puesto la de Carlos IV, algo posterior perteneciente a Goya, para que veáis el lío de nombres-. Las meninas, seguramente, sea el cuadro más conocido de ningún pintor español, y hay que estar orgullosos. Un domingo por la mañana, con el sol reinando el cielo de Madrid, siempre es buen momento para entrar en esa sala, aunque sea en segunda fila, observar el marco, pensar en tus cosas, y despejar la cabeza. Aunque hayas visto mil veces ese cuadro, siempre merecerá la pena volver. Y volver. Y seguir volviendo a recordarlo. Aunque permanezca inerte, sin cambios. 

El segundo día le tocó el turno al Palacio Real. Realmente extraordinario. Tengo el vago recuerdo de ir cuando tenía 10 años. Ese verano en el que ganamos el Mundial. Una edad corta a la que ya te enteras de lo suficiente para reconocer la belleza de ese palacio, pero demasiado corta como para disfrutarlo todo. El sábado lo pudimos disfrutar, saborear, oler, sentir en cada una de sus salas. Mucho dinero en cada una de ellas, luz en sus galerías, y secretos que nunca viviremos. Siempre he pensado en qué haría yo si viviera ahí. La idea de correr en pelotas por el pasillo siempre me ha seducido, pero hace demasiado frío como para desear una neumonía. Coronas, soledad, cuadros y mil ojos mirándote creo que harían de mi estancia en palacio una severa penitencia. No me gustan los espacios grandes vacíos, y ese, la palabra grande se queda pequeña. Aunque me atrae la idea de tener 10 baños y probarlos todos. Algunos tenemos manías que no se pueden perder, ni tampoco explicar. De la visita me gustaría recordar, aparte de la gran explicación que nos hizo la guía -que fue un 10-, los huevos gordos de Carlos IV. Tan gordos que le llegaban al suelo paseando por la galería. Para los que hayan ido, recordarán que en la entrada principal hay una escalera, muy señorial, con una bóveda rellena de una pintura que seguramente valga más que yo toda mi vida. En un momento de su vida, le dijeron que tenía que cambiar de habitación por no sé qué motivo, y él, con toda su cara, dijo: yo no cambio nada. Me giráis las escaleras, y lo tenemos solucionado. Y este es el motivo por el que, al subir la escalera, el cuadro se ve del revés, y no como toca. Por los huevos del rey Carlos IV. No tuvo suficiente con perder todo lo que sus antepasados habían conquistado. 

Por la tarde fuimos a la exposición de Tutankhamon. Una experiencia multisensorial de la que recordaremos el laberinto, la sala de realidad virtual (y el mareo que cogimos volando por Egipto con un águila al lado) y la foto de papá con su recreación como faraón. No tiene desperdicio. Hay imágenes que no se olvidan, y esa es una de ellas.

Finalmente, el último día tocó una visita que teníamos pendiente desde hace mucho tiempo. Y cuando digo mucho, es mucho. 13 años. Desde ese verano del Mundial. La visita al Monasterio de las Descalzas Reales (fundado por Juana de Augsburgo, hija de Carlos V, que es anterior a Carlos IV) era algo que a mi madre le hacía mucha ilusión. Ver qué había dentro de ese edificio, los cuadros que guardaban, los jardines que tenían… La cuestión es que no llevábamos 5 minutos, y el niño de delante lo entendió a la perfección. Hizo lo que todos hubiéramos deseado. Fingir mareo y salir de ahí. Nada como tener 8 años. La pobre hermana no fue tan lista y se comió la visita entera. De ahí nos quedó claro que nadie se mete con la de seguridad, que las monjas del pasado debían ser muy bajitas y que todo hacía referencia a iconografía tradicional y a la contrarreforma. Esas dos palabras las iba soltando cada pocos minutos el guía sin venir a cuento. A parte, según él, los pintores del siglo XVII pintaban diferente a los del XV (menudo fenómeno historiador), ni mejor ni peor, pero que cuando querían, pintaban bien. Esto, según él, hacía que los cuadros de autores como Goya, que son menos precisos, no estuvieran tan bien como los del Bosco. Este guía tenía los mismos huevos que Carlos IV. La visita fue de 5 justito, pero lo que nos hemos reído los dos días restantes no tiene precio. 

Y, por cierto, no dejemos en el olvido la manía de muchos museos de: prohibido hacer fotos. Guapos, la tenéis subida a Internet… ¡Qué más te da que la haga sin flash con el móvil! Y encima, por que te pongas borde, no te voy a hacer más caso. Es que estás mirando el Whatsapp y ya te vienen con la frase, que parecen un disco rayado. Seguro que en su casa su marido les dice: buenos días, y ellos le responden con: perdona, no se puede hacer fotos. Siempre se tiene que hacer una así de escondidas para joder. Aunque sea un selfie y salga borrosa. Pero por joder, lo que sea. El claustro lo tengo en mi carrete. Que es de lo poco potable ahí adentro. Luego te vas a París y el Louvre lo puedes fotografiar como te de la gana. 

Han sido muchos nombres, de los que algunos recordaré su inicial, o simplemente borraré, pero ha valido la pena. Cuando dejemos de ser estudiantes, eso sí, se ha terminado visitar nada, porque madre mía, cómo han subido los precios… Termino recordando una cosa: no hay nada como ser niño. Ya lo sabéis, cuando no os guste algo, mareo y para casa. Si así veo más a mis padres, creo que lo puedo intentar. Aunque ya sabéis que mi casa está siempre abierta para vosotros, y para el que quiera (fuera de familia solo con cita previa). Al blog, estáis siempre invitados. Y yo agradecido. Agradecido de que mis padres estén conmigo en las buenas y no tan buenas, de que me quieran, ayuden y aconsejen. Agradecido de que Cris haya vuelto de Italia. Y agradecido de vosotros, por leerme. Por que siga escribiendo. Y porque esto me alegre las semanas como hasta ahora. 


11 de febrero de 2023

Cidade da luz. Cidade da musica.

Hay veces que la inspiración tarda en llegar. Se convierte en un ente escurridizo. Momentos de jet lag del que no se va ni en dos semanas. Hay gente que se va a la montaña, o al mar. Hay otros que se beben una copa (que ahora mismo no quiero ni oler). Yo me he sentado en la ventana. Algo tan simple como eso. En su pequeño alféizar con vistas a la calle, escuchando música de los vinilos nuevos que me compré. Nada como la séptima de Beethoven para volver a pulsar un teclado. 

        Esta entrada no es apta para nostálgicos, pero a mi me toca estar aquí, escribiendo, con una sonrisa de oreja a oreja, recordando esos momentos, esas analógicas, ese todo que vivimos hace ya un par de semanas en Oporto. Mi intención es dejar por escrito de la mejor manera, aunque sea una milésima parte de la felicidad que nos ha dejado en el cuerpo ese viaje. 

Es la primera vez que realizamos un viaje con Cris. Juntos. A un sitio que no sea Menorca o Málaga. Y tras tres años ya lo necesitábamos y nos lo habíamos ganado. No fue fácil, ya que con el trabajo y la universidad es complicado cuadrar fechas. Pero lo conseguimos, y vivir en Madrid tiene esa facilidad de encontrar vuelos a muchos sitios que nunca han aparecido en las pantallas del aeropuerto de Menorca. 

        No quiero hacer un simple diario y poneros en una lista todas las cosas que vimos. Seguramente me dejaría muchas, y a eso hay que sumarle todas las que no vimos. Aunque también os digo que la ciudad, muy grande, no es. Recuerdo la sensación al levantarnos el primer día y ver el río de color blanco. Teníamos el hotel a su lado, y toda esa zona, que era la de la Ribeira do Douro, estaba bañada por una niebla que vista desde la ventana parecía que flotabas por encima de las nubes. Tiré varias fotos, para recordarlo, pero creo que podrían pasar años, que esa estampa no se olvida. 

La luz es otro punto a tocar de la ciudad. Uno de los más importantes. Yo no he visto nunca una ciudad que brille tanto gracias a su luz. Madrid brilla con luz propia, pero tiene un tono más grisáceo, al igual que París. Menorca a veces es demasiado azul. Barcelona tiende a lo amarillo, pero Oporto estaba bañado de una luz de oro que hacía de la calle más estrecha y decadente, una calle bonita. Desde las 9 de la mañana hasta las 18, cada rincón tenía su encanto. Un tendedero en una venta con cuatro camisetas colgadas, el balcón de una casa corriente, o la fachada de la Sè. Una vez llegaba la noche, se apagaba el sol y daba paso a las luces del otro lado de la Ribeira, iluminando el cielo y creando un ambiente festivo en cada una de las calles. 

        La decadencia también está muy presente en la ciudad. Todo lo que tiene de bonito, lo tiene de viejo. Casas abandonadas sin un ápice de vida que le dan un toque misterioso. Ventanas con maderas para evitar a los okupas (¿o eso pasa más en España?). Paredes descalcificadas a la espera de un retoque tras muchos años sin ser arregladas por nadie. Tiendas, restaurantes que llevan sin abrir años, de los que parece que han tenido que huir y dejarlo todo a medio hacer. Digamos que ese decadentismo tenía su encanto.

Otro aspecto importante eran las baldosas. Tanto, que no me pude resistir a comprar uno como souvenir de la ciudad para mis padres. Verdes, amarillos, azules. Con flores, con figuras de ángeles, hasta con relieves de flores. Cada casa tenía el suyo. Su historia. Su presente. Y su futuro. Algunos más cuidados, y otros, como he dicho, reventados hasta el punto de estar troceados en la pared. Aguantándose la respiración para no caerse de ahí.

Y también la música. Seguramente el que más destacaba. En todos lados. De todos los tipos. Me sorprendió el primer día, y el último día, al llegar al aeropuerto, me faltaba ese ritmo, esa guitarra, esos acordes, ese saxofón, o cualquiera que pudieras pensar. Música pop, rock, heavy metal, jazz o bosa nova. No había género que se les resistiera. Y nada como hacer un amago de baile en frente del Monasterio de Serra do Pilar con el Hallelujah de fondo para recordarlo siempre. 

        Hay ciudades que no llaman la atención. Hay ciudades que no se llaman París, Londres o Nueva York, y puede parecer que no existen. Hay ciudades que están ahí, esperando su momento. Esperando a que alguien las descubra, las disfrute y las cuente a su gente. Porto es una de ellas. Porto es alegría. Porto es vino. Porto es luz, es tranquilidad, amor, fiesta, cuestas para arriba y para abajo, luz en cada rincón, sombras, comida, gaviotas, baldosas, pasteles de nata, francesinhas con patatas. Porto es la Sè, la iglesia del Carmen, la librería Lello, la Torre dos Clerigos, el puente de Don Luis, el palacio de la Bolsa, sus barcas en la Ribeira, su música, y sobretodo, felicidad. Porto es sinónimo de felicidad plena. La que tuvimos esos 3 días. 

No nos quedó nada por ver, pero yo repetiría. Repetiría por esa guitarrita tocando Desafinado. Por los besos en los pasos de peatones. Por todas las risas, por el desayuno, por las quejas de las cuestas, y por ti. Obrigado, Porto. Obrigado a todos por leerme. 


23 de enero de 2023

Soledad. Y buena compañía.

Pasado Riduerta encontraron un carro que hacía la misma ruta que ellos, y Matias, con ánimo de ahorrar aliento, preguntó al carretero si querría llevarles hasta las cañadas de la montaña. Así empezaba Víctor Català su Soledad, al que rindo homenaje hoy con esta entrada. Hoy no estábamos en Riduerta, ni había un carro que nos pudiera llevar de vuelta a nuestro coche, pero lo habríamos deseado con toda nuestra alma. 

        Hoy se ha levantado el día frío. Frío congelador del que no deja sacar las manos de los bolsillos. Frío del que te obliga a ponerte varias capas térmicas para no morir de hipotermia. Menos mal que ha llegado ese momento. Parecía que no íbamos a poder disfrutar de él este año. Pero ha llegado, y con fuerza. La misma que nos ha empujado a nosotros un buen domingo para ir de excursión a las afueras de Madrid, concretamente al río Guadalix. 

A las 11 habíamos aparcado el coche y empezábamos nuestra ruta. Por si alguien tiene curiosidad, mis compañeros de excursión de hoy han sido mis dos compañeros del trabajo que viven en Madrid y me llevan a Alovera. Mis padres madrileños. Bueno, argentinos. Sin ellos, seguramente, no podría trabajar donde trabajo. Y les debo mucho. Aparte de gasolina. Después de muchos trayectos y horas juntos, esos nervios con los que los conocí el primer día se han convertido en risas y confianza que uno agradece al pasar tanto tiempo con alguna persona. Si no, el trabajo se puede convertir en esas 8 horas que deseas que pasen para cobrar una nómina al final de mes. Con ellos siempre pasan mejor. Hasta uno tiene ganas de ir. 

        Llevábamos nuestros mejores atuendos, y todo preparado: agua, un bocadillo, la cámara, un libro -siempre hay que ir preparado por si acaso-, la chaqueta, las zapatillas y las gafas de sol. Gorro no tenía. Una pena. Habría ido increíblemente bien. El camino transcurría a continuación del río, y los momentos en los que más se separaba uno, lo podías seguir escuchando unos metros más allá. Verde por todos lados. Árboles que mi padre seguro identificaría. Yo no, la verdad. Algo debe tener ser graduado en Ingeniería Agrícola. Deformación profesional. Tras unos minutos caminados, encontramos la primera cascada que veríamos en la ruta. Tenía su encanto. Era pequeña, coqueta, brillaba con una luz especial, llena de verdes… Era la foto perfecta. Me había llevado la Polaroid por un momento como este. Saco la máquina, me la pongo en el ojo, la enciendo, y… sin batería. Perfecto. Lo mejor que podía pasar, y a principio de la excursión. Me dejé llevar tanto en lo analógico, que no fui a caer que necesitaba cargar la batería desde la última vez que la utilicé. Al menos tenía el móvil. 

Proseguimos el camino junto a un grupo de amigos y su perro llamado Toto. Toto, hoy vas a dormir para dos días. Madre mía, cómo corría el perro. De atrás, adelante, otra vez atrás, y así continuamente. Lo ha dado todo en todo momento, incluso en el agua, sin un respiro. Al final ha sido uno más en nuestra excursión. Tras un rato buscando a Toto, hemos llegado a las cascadas del Hervidero. Más imponentes que la primera, pero no tan naturales, a mi gusto. Natural, de naturaleza, porque la primera tenía una roca recta más artificial que el bótox del que hablaron en la oficina. Había mucha más roca, más altura, e impresionaban mucho. Nos subimos a la cima de donde caía el agua para disfrutar de las vistas, y para comprobar cómo el frío dejaba helada el agua que se encharcaba al no caer hacía el “laguito”. Las placas que se formaban podían ser tranquilamente del tamaño del torso de una persona, pero poner el pie y romperlo era hasta relajante. Ese “crec” que se escuchaba. Como romper individualmente el papel de burbujas. Relajante. 

        Más tarde, para seguir el recorrido del río, hemos tenido tiempo para perdernos entre un campo donde iban apareciendo vacas de debajo de las piedras. El caminito para personas que pensábamos que existía era en realidad cacas de vaca pisadas por ellas mismas, y seco. Cuando ya hemos visto uno que tenía cuernos, hemos creído que era buen momento de volver al camino correcto. Un rato después, ya hemos puesto rumbo al Azud del Mesto. Por un momento hemos pensado en llegar a Pedrezuela, un pueblo de ahí al lado. Si había un Burger, ese era nuestro objetivo. Al ver que no había nada, hemos parado y nos hemos comido nuestro bocadillo de jamón. Muy aceitoso me lo hice. Eso de no tener dispensador se notó. 

Una vez hemos comido, hemos emprendido el camino de vuelta, por un trozo mucho más cómodo de recorrer. La verdad que la ida, cómoda, lo que se dice cómoda, no ha sido. La vuelta sí, aunque el cansancio hacía mella y la hora y media de la ida ha parecido 5 minutos comparado con la vuelta. El coche ha sido un oasis en medio del desierto, y la ducha al llegar a casa, me ha devuelto a 36 grados la temperatura corporal. 

        Pasado Riduerta encontraron un carro que hacía la misma ruta que ellos, y Matias, con ánimo de ahorrar aliento, preguntó al carretero si querría llevarles hasta las cañadas de la montaña. Hoy no estábamos en Riduerta, pero San Agustín de Guadalix se debe parecer mucho más a Riduerta que a Madrid. Se debe parecer mucho más a Menorca, de lo que se parece a Madrid. Porque el río Guadalix y las cascadas del Hervidero han sido un pequeño locus amoenus donde relajarse del estrés cosmopolita y disfrutar de un domingo de calma y buena compañía para coger fuerzas para la semana. Ahora nos espera Oporto. Cris, prepara la maleta que en nada nos vamos. 

Gracias por leer hasta el final. Esta entrada se la dedico a Edu, que seguro que la ha leído hasta aquí, y me encanta que lo haga y me lo diga. Siempre podré aprender cosas nuevas, como que Alovera no es manchega. Con San Agustín de Guadalix lo he comprobado por si acaso. Nos vemos a la próxima. Gracias a todos, como siempre. 


13 de enero de 2023

2023, vamos a por ti.

Vuelvo a escribir. Creo que han pasado unos dos meses de la última vez. El trabajo, la universidad, el metro y muchas cosas más han impedido encontrar un momento. Un momento que he dedicado a mi chica, a quedar con mis amigos, a ver a mis padres, a pasear por Madrid o a leer. 

        Ha sido un año que ha tenido muchos momentos distintos. Una montaña rusa de aventuras, que no de emociones. Ha sido un año intenso, como una de esas colonias varoniles que no te abandona ni aunque dejes de ponértela. Todos tenemos una que nuestra pareja no soporta. Seguramente, intentara recordar todas las cosas importantes que han pasado me dejaría muchas, y es mejor que no lo haga, porque luego, una vez termine de escribir esto, me va a venir a la cabeza y aún me voy a sentir peor. 

Pero como cada año desde que empecé este blog, me gustaría hacer un resumen rápido de todas las cosas que hemos vivido, que no han sido pocas. Empecé el año en Jaén, pasando mi primera nochevieja lejos de mi familia. Por facetime sabe distinto, pero esa excursión a Cazorla el día después sirvió para calmar la resaca y disfrutar de un paisaje increíble con una muy buena compañía. Esa entrada la tenéis ya en el blog, por lo que yo os recomendaría leerla (por si se os ha olvidado, que seguro que la habéis leído ya). En el trabajo tuvimos la primera mudanza del año, y empezamos febrero en un nuevo local mucho más cómodo para el nivel de trabajo que teníamos. Pasamos de una oficinita de 6 metros cuadrados, a una planta aceptable para una empresa pequeña de Alaior (pequeña, pequeña… bueno, con potencial). 

        En abril volví a Paris, ciudad de la que me enamoré con Cris, llegando a ir a ver al PSG, club querido durante los primeros 6 meses del año por fichar a Messi, hasta su eliminación en Champions (qué temporada más bonita, por dios) y terminando el curso odiándolo (dichoso Mbappé). Volvimos a disfrutar de la Semana Santa, casi 3 años después de la última vez que pudimos hacerlo, esta vez ya, con todos los pasos, las procesiones y toda la parafernalia que montamos y queremos. 

Ya no volví a París, pero acompañé a uno de mis amigos a comprar un anillo de compromiso. Imaginad la cara que se me quedó al ser de las últimas cosas que pensaba que pasarían este año. Con el calor llegó la playa, llegó Fuengirola y empezaron las entrevistas para encontrar un trabajo en Madrid. Llevaba un par de meses tirando algún currículum, pero tampoco obtenía respuesta alguna. Mis amigos de la universidad se graduaron y yo sigo en tercero, pero ya nos queda nada y esto está chupao. Fui a Marbella por primera vez, tocamos en un montón de fiestas con la banda y volví a ver a mi abuela de Málaga. 

        Y llegaron las fiestas de Mahón, las últimas. Unas fiestas que recordaré porque en ellas se dio la llamada más importante seguramente de mi reciente vida. Yo estaba tocando y el móvil me vibró; sabía que serían ellos, y efectivamente, minutos después llegó el correo. Estaba dentro. Me iba a Madrid e iba a compartir ciudad con Cris después de 3 años en distancia. El cambio iba a ser grande, y despedirme de mis padres iba a ser lo más complicado. Y sigue costando cada vez que te vas. Aquí llegó la segunda mudanza del año. 

Llegué a Madrid y empecé a trabajar sin tener día de reflexión y acomodo. He aprendido a marchas forzadas y doy las gracias por la oportunidad que se me ha dado. Seré el más junior de la oficina, y soy muy junior, pero estas oportunidades a veces pasan una vez en la vida, y hay que darlo todo para que se mantenga el sueño el máximo posible. Es la mejor universidad que podría tener, aunque la real la tenga que estudiar en el coche yendo a trabajar. Volví a ver a mis amigos de allí después de dos años sin apenas verlos, y conocí a gente increíble gracias al carácter de estos, mis amigos, madrileños. 

        Y hoy escribo esto desde mi nuevo piso. Madrid me ha dado muchas cosas bonitas, pero el transporte hasta la oficina se lo quedó guardado para otros. La mía está en Alovera. Para el que no le suene, el pueblo fronterizo con la provincia de Guadalajara, pero por la parte de la Alcarria. Tras 3 meses he buscado un piso más cercano a mi transporte, y lo he encontrado. La zona es buena, la gente es guay, y el piso es grande. Tiene terraza, salón usable, y todo al alcance de la mano. Esperemos quedarnos mucho tiempo. 

Este ha sido un año de aprendizaje. De viajes, de lectura, de ocio, de música, de fiesta, de comidas, de nuevas experiencias, de nuevos compañeros, de nuevos retos, de empezar a ser independiente, de poner lavadoras, de limpiar el piso, de aprender a cocinar, de mudanzas, de fútbol, de baloncesto, de amistades, de familia, de pareja y de felicidad. Sobretodo, felicidad. Este año la vida me ha quitado alguna cosilla, pero me ha regalado muchas más buenas. Y eso es lo que realmente importa. Cuando uno es feliz, el resto no le importa una mierda. Es más importante saber que hay cosas por las que no podemos hacer nada e intentar disfrutar de las que sí podemos cambiar, que darle importancia y quejarnos por cosas ajenas y no disfrutar de las buenas que se nos ponen delante, aunque sean muy poco relevantes. Una vez te das cuenta de esto, aunque parezca muy míster wonderful, el resto es mucho más fácil -en mi cabeza sonaba mucho más sencillo, y lo he tenido que releer 3 veces-.

Y hasta aquí la entrada de hoy. La última entrada de 2022 -aunque sea la primera de 2023-. Un año que nos ha dejado muy buen sabor de boca. Por lo que, brindemos por otro año así, con salud, con trabajo, con amor, felicidad y que el siguiente sea, mínimo, como este, o mejor. 

Chin chin.